¿En tu cama o en la mía?

¿En tu cama o en la mía? (2008)

Título Original: Your bed or mine? (2008)

Serie Multiautor: 46º En la cama equivocada

Capítulo 1

Los copos de nieve caían del cielo nocturno, estrellándose contra el parabrisas del coche, y Caley Lambert miraba con ojos cansados cómo los limpiaparabrisas los apartaban frenéticamente. El rítmico sonido la arrastraba inexorablemente hacia el sueño. Antes de que los párpados se le cerraran, se apresuró a bajar la ventanilla.

El aire frío la golpeó como una bofetada en el rostro. Respiró hondo. El vuelo desde Nueva York se había retrasado, y al llegar a Chicago descubrió que el hotel del aeropuerto había alquilado su habitación reservada. Sin sitio donde alojarse, había decidido ir a la casa que sus padres tenían junto al lago en vez de perder tiempo buscando una habitación de hotel. Eran dos horas en coche.

Pero si había acabado bajo una tormenta de nieve no había sido por las prisas para llegar a casa, sino más por bien porque no soportaba perder el tiempo. Después de once años viviendo en Nueva York, y siete años trabajando en el despiadado mundo de las relaciones públicas, había aprendido a aprovechar hasta el último minuto del día. No perdía tiempo en nada que la apartase de su vida profesional. Hacía ejercicio sólo porque el gimnasio era un buen lugar para establecer relaciones laborales. Pertenecía a siete organizaciones profesionales porque eran nombres que pesaban mucho en su curriculum. Y durante siete años había trabajado dieciséis horas al día porque ése era el único modo de hacerse socia de la empresa.

– Entonces, ¿qué demonios estoy haciendo en North Lake, Wisconsin? -murmuró para sí misma.

Su hermana menor, Emma, la había llamado unas semanas antes para pedirle que fuera a casa antes de San Valentín. Emma había planeado algo muy especial en la casa del lago, pero se había negado a darle más detalles. Sólo le había dicho que los Lambert estarían presentes. Los padres de Caley se habían casado el Día de San Valentín, treinta años antes, por lo que no era difícil imaginarse el propósito de su hermana.

Una versión electrónica de la Pequeña Serenata de Mozart interrumpió los pensamientos de Caley. Agarró el móvil y lo volvió a arrojar al asiento contiguo tras mirar el identificador de llamada. Brian. La había llamado al menos veinte veces desde que Caley saliera de Nueva York para un viaje de negocios a San Francisco, y ella seguía sin responderle.

Caley y Brian habían sido pareja durante dos años, y él había previsto ir a North Lake con ella y conocer a su familia. Pero en el último minuto había cancelado el viaje, alegando compromisos laborales, y fue entonces cuando Caley se dio cuenta de que su relación era una pérdida de tiempo.

Entre los viajes de negocios y las reuniones de trabajo, apenas habían compartido tres noches en el último mes. No era gran cosa, teniendo en cuenta que vivían en el mismo apartamento.

Miró con ojos entornados a través de la nieve, buscando la indicación a West Shore Road. Hubo un tiempo en que se conocía hasta el último palmo de North Lake. En aquel pequeño pueblo había pasado todos sus veranos, hasta que se marchó a la universidad.

Pero a pesar de los años que había pasado lejos de aquel lugar, y en medio de una fría noche invernal, pudo sentir cómo la recorría un arrebato de emoción. Recordaba cómo había hecho frenéticamente el equipaje el día después de que acabaran las clases. El viaje de Chicago hasta el lago en una atestada furgoneta conducida por su madre. Su hermano mayor, Evan, sentado en el asiento delantero y manejando la radio. Ella sentada entre sus otros dos hermanos menores, Emma y Adam. El más pequeño de todos, Teddy, semiescondido en el asiento trasero entre las maletas y las cajas de provisiones. Sus hermanos siempre viajaban con los bañadores puestos, de modo que podían saltar directamente de la furgoneta al lago sin tener que cambiarse.

Pero Caley siempre tenía otras cosas en mente.

A cada kilómetro recorrido, crecía su emoción e impaciencia. ¿Qué aspecto tendría? ¿Seguiría igual a como ella lo recordaba o habría cambiado? ¿Y ella, había cambiado? ¿Cómo la vería él? ¿Sería aquel verano el verano en que finalmente se atreviera a besarlo?

Año tras año, viaje tras viaje, sus pensamientos siempre se habían concentrado en él. Incluso ahora, se sorprendió a sí misma volviendo a los viejos hábitos. Jake Burton. Había sido su príncipe azul, su caballero de reluciente armadura, su primera fantasía romántica y su primer amor. Todo ello envuelto en un físico increíblemente atractivo y sensual.

Su familia ocupaba la casa veraniega vecina. Todos se reunían cada verano: los cinco Lambert y los cinco Burton, formando una tribu de crios conocida en North Lake como «los Burtbert». Durante años Caley había visto a Jake como a su hermano mayor, Evan. Un chaval bruto e impertinente, con la cara cubierta de granos y que no hacía más que eructar y escupir.

Pero entonces, un día estaban nadando y Jake la hundió bajo la balsa. Caley se había sumergido como una cría de once años, y había vuelto a la superficie como una adolescente enamorada. Jake tenía trece años y se había convertido en un chico muy apuesto, con unos brillantes ojos azules y una dentadura perfecta. El agua goteaba de sus oscuras pestañas mientras él le sonreía, y su rostro parecía tan suave y bronceado que Caley no había podido resistir el impulso de tocarle la mejilla.

Nada más hacerlo, Jake le había apartado bruscamente la mano, frunciendo el ceño con una mueca de confusión. Pero desde aquel momento, Caley había estado enamorada. Más tarde, su amor casto e infantil se transformó en una lujuria adolescente, y luego en unos sentimientos que rayaron la obsesión… para acabar finalmente en la humillación.

Respiró hondo y suspiró. Durante los últimos once años se las había apañado para visitar la casa del lago sólo cuando tenía la certeza de que Jake estaba en cualquier otro sitio. Sin embargo, con cada visita albergaba la secreta esperanza de volver a encontrarse con él, y tal vez de arreglar el desastre que había provocado la noche de su decimoctavo cumpleaños.

El teléfono volvió a sonar y Caley maldijo en voz alta mientras lo agarraba. Pero esa vez no reconoció el número, tan sólo el prefijo de Manhattan. Ahora que se había convertido en socia, su jefe podía llamarla a cualquier hora del día y de la noche, y John Walters se había aprovechado de esa ventaja en más de una ocasión. Caley se preguntó qué clase de emergencia habría surgido a las cuatro de la mañana, hora de Nueva York.

Abrió el móvil y se lo llevó a la oreja.

– ¿Diga?

– Me imaginé que no responderías a una llamada de mi móvil, así que me he visto obligado a llamarte desde el teléfono público de la esquina.

Caley reconoció la voz de Brian y se tragó otra maldición.

– No quiero hablar contigo. Ya te dije todo lo que había que decir antes de marchante. Se ha terminado.

– Caley, podemos arreglarlo. No puedes acabar así, sin más. Todo iba bien…

Ella se echó a reír y sacudió la cabeza. Brian era uno de los mejores abogados de Wall Street. Al igual que ella, podía sacarle el lado positivo al peor desastre imaginable.

– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó-. Siempre estamos separados, y las pocas veces que nos vemos sólo hablamos de trabajo.

– ¿Qué quieres? Puedo hablar de otras cosas.

– Ésa no es la cuestión -dijo Caley sintiéndose cada vez más frustrada. Normalmente podía expresar sus puntos de vista con claridad y frialdad. Pero esa vez no tenía ni idea de lo que quería. Sólo sabía que no quería volver a ver a Brian. Durante mucho tiempo se había sentido perdida y aquél era el único modo de volver a encauzar su vida.

– ¿Cuál es la cuestión? -presunto él.

– No… -volvió a respirar hondo- no soy feliz.

– ¿Y eso cuando te ha supuesto una diferencia? Trabajas sin descanso, nunca te tomas unas vacaciones, planeas cada minuto de tu vida… Es normal que no seas feliz. ¿Quién podría serlo en tu lugar? Pero así es como a ti te gusta Caley.

– Ya no -dijo ella-. Esa vida ha dejado de gustarme -de repente la invadió el pánico. ¿Estaría haciendo lo correcto? ¿De vendad estaba lista para abandonar? Los oídos empezaron a zumbarle y por un momento pensó que iba a perder el conocimiento-. Tengo… tengo que colgar. Te llamaré cuando vuelva y discutiremos los detalles. Adiós, Brian.

Aparcó rápidamente en el arcén y bajó la ventanilla para llenarse los pulmones de aire. Durante el último mes había estado luchando contra esos ataques de pánico, que se habían convertido en algo cotidiano. Al principio los había atribuido al estrés de pertenecer a la empresa, a la vida en Nueva York, a sus dudas con Brian. Pero en el fondo sabía que nada de eso era la causa.

El sonido de una sirena la sobresaltó. Miró por el espejo retrovisor y vio un coche patrulla deteniéndose tras ella. Ni siquiera se había acercado al límite de velocidad. Pero quizá había derrapado con demasiada brusquedad en la nieve, al girar hacia el arcén. Por el espejo lateral vio cómo el policía se bajaba del coche y se acercaba a su vehículo. Un estremecimiento la recorrió al recordar las noticias de asesinos en serie que se hacían pasar por policías, pero se obligó a apartar ese pensamiento. Estaba en North Lake. Aquellas cosas pasaban en Nueva York, no en Wisconsin.

El agente llegó junto a ella y golpeó la ventanilla con su linterna. Caley presionó el botón y el cristal descendió un centímetro.

– Enséñeme su placa -le exigió.

Él se la mostró y Caley se la arrebató. Parecía real. Bajó un poco más la ventanilla y se la devolvió.

– Su carné de conducir y los papeles del vehículo, por favor.

– No… no sé si tengo los papeles -balbuceó ella-. Es un coche alquilado -sacó el carné de la cartera y abrió la guantera-. Lo alquilé en Seepy Rental, en O'Hare. Aquí tengo el contrato de alquiler -le entregó los papeles y lo miró-. No iba tan deprisa.

– Estaba hablando por un teléfono móvil -replicó él-. Va contra las leyes que tenemos en North Lake. ¿Ha estado bebiendo, señorita?

– No -respondió ella, sorprendida por la pregunta-. Me salí de la carretera porque estaba cansada. Necesitaba respirar aire fresco.

El agente examinó atentamente su carné.

– Caroline Lenore Lambert -murmuró-. ¿Es usted Caley Lambert? -dirigió la linterna hacia su cara y Caley entornó los ojos.

– Sí.

– ¿De los Burtbert?

– Sí.

El agente apagó la linterna y se inclinó con una sonrisa amistosa.

– Vaya, ¿no me recuerdas? -se señaló el nombre en la chaqueta-. Soy Jeff Winslow. Salimos unas cuantas veces el verano de… bueno, no importa. Te llevé a pasear en barca. Encallamos cerca de Raspberry Island y tú me llamaste idiota y me tiraste una lata de refresco a la cabeza.

Caley lo recordaba muy bien. Había sido como quedarse sin gasolina en una carretera desierta. También recordaba que Jeff Winslow había intentado besarla y luego la había reprendido por comportarse como una mojigata. Casi todos los chicos con los que Caley había salido aquel verano le habían servido para un único propósito… darle celos a Jake Burton.


– Pues claro -dijo-. Jeff Winslow. Cielos… ¿ahora eres policía? Qué irónico resulta, después de todos los problemas que causabas.

– Sí… Una juventud malgastada. Pero me reformé a tiempo y conseguí un título en Criminología. Estuve trabajando para el Departamento de Policía de Chicago, hasta que me enteré de que estaban buscando un jefe de policía aquí y pensé «qué demonios». Ya me habían disparado cuatro veces en Chicago -se echó a reír-. Parece que vas a tener suerte…

– ¿Suerte?

Él cerró su libreta y se la guardó en el bolsillo trasero.

– Voy a dejar que te vayas con una simple advertencia -le devolvió el carné de conducir-. Siempre que me prometas que no hablarás por el móvil mientras estés conduciendo. Va contra las leyes del estado y puede ser una falta muy grave.

– Gracias -dijo Caley.

– Bueno, ¿y qué ha sido de tu vida? La última vez que te vi en North Lake acababas de terminar el instituto.

– Trabajo en Nueva York. No he vuelto mucho por aquí.

– Lástima -repuso Jeff-. Es genial vivir en la ciudad, pero nunca llegué a apreciar realmente este lugar hasta que me marché. Hay algo especial en North Lake… se respira paz -se encogió de hombros y tocó la ventanilla con el dedo-. Conduce con cuidado, Caley. Las carreteras están muy resbaladizas. Y si te vuelvo a pillar hablando por el móvil, tendré que ponerte una multa.

– Entendido -dijo Caley.

– Buenas noches.

Por un momento Caley pensó que iba a decirle algo más, pero él se dio la vuelta y volvió a su coche patrulla. Unos segundos después, las luces dejaron de girar y Caley volvió a la carretera. No tardó en ver la indicación de West Shore Road y tomó el desvío, seguida a cierta distancia por Jeff.