Ella no pudo contener una carcajada.

– No sé por qué me molesto en preguntar. Bueno, ¿cómo quieres que me vista?

– Tengo una idea genial -dijo él, con los ojos brillantes-. ¿Te acuerdas de ese top rojo que tenías? ¿Lo conservas?

Ella lo miró asombrada. La recordaba con aquella camiseta. Se puso tan roja como el top. La había mirado. Sintió la realidad difuminarse a su alrededor, pero el ruido de un coche aparcando frente a la casa la devolvió a la tierra.

Capítulo 6

– Oh -dijo Kurt sorprendido-. Es más tarde de lo que creía. Debe de ser mi madre con Katy. Oh, oh…

Jodie tragó saliva. Tenía que salir de allí.

– De acuerdo -dijo, moviéndose con rapidez-. Te veré mañana.

– Jodie -llamó él, pero no se detuvo.

Tenía que llegar al coche antes de que le presentaran a Katy. Con el corazón en el puño se dio cuenta de que tendría que cruzarse con la madre de Kurt. Bueno, si tenía que ser así, mejor que fuera rápido.

– Señora McLaughlin -dijo con falsa educación a la mujer alta y guapa que la había expulsado del Grupo Infantil de Colaboración y se había asegurado de que no fuese invitada nunca a las fiestas de su mansión.

Jodie pensaba que nunca podría sentir aprecio por aquella mujer, especialmente después de haberla escuchado llamar «basura» a los Allman.

– ¿Cómo está? -añadió, sin detenerse en su camino hacia su coche.

– ¿Eres Jodie Allman, verdad? -preguntó la mujer fríamente, levantándose las gafas de sol para verla mejor-. Estoy bien, cariño. Gracias por preguntar.

Cuando Jodie llegó a la altura del coche, vio a la mujer sacar a Katy del asiento trasero. Pudo ver un mechón de pelo rubio y una manita gordezuela saludándola. La imagen no desapareció de su retina mientras se sentaba al volante y arrancaba el coche.

Era la niña de Kurt, una niña McLaughlin. Eso le provocó un dolor en el centro de su ser. Aquello era demasiado.

Aquella noche en casa de los Allman tuvieron una cena alegre y ruidosa, que era lo que necesitaba para sacarse de la cabeza a Kurt y a su niña. Era una de esas noches en las que su hermana parecía más cariñosa que nunca y sus hermanos tan graciosos que apenas podía comer entre risas y carcajadas.

Y después su padre bajó para unirse a ellos. Las risas se apagaron y todo el mundo se concentró en acabar cuanto antes para marcharse de la mesa enseguida.

Jesse Allman hizo la ronda de sus hijos, dedicándoles sus mejores comentarios, que provocaron suspiros y miradas cruzadas entre ellos. Por fin llegó a Jodie.

– Bueno, señorita -le dijo-. Cuando te dije que trabajaras con el chico de los McLaughlin, no quería decir que te mudaras a su casa.

– No me he mudado a su casa -dijo ella, poniéndose rígida-. Estamos trabajando juntos. Sólo voy a su casa unas horas cada día.

Jesse frunció el ceño.

– No me gusta. Deberías estar en la oficina.

Al principio ella había pensado lo mismo que su padre, pero las cosas habían cambiado y ya no pensaba igual.

– Papá, puedo apañármelas sola. Soy adulta.

Él la miró y ella le mantuvo la mirada, hasta que el viejo empezó a reír.

Rafe se levantó, la miró y llevó su plato al fregadero.

– Papá, ¿quieres que discutamos las cifras de la propuesta de Houston?

– Sí. Nos ocuparemos de eso en cuanto hayamos acabado aquí. Matt, quiero que te involucres en esto.

– Lo siento, papá -se disculpó Matt, levantándose e imitando a Rafe-. Tengo que ir a casa de los Simpson. Su hijo tiene fiebre y me han pedido que vaya a verlo.

Jesse hizo una mueca de disgusto y Jodie sonrió. Por más que quisiese verlo de otro modo, Matt era médico y nunca le interesaría tanto el negocio como la salud de sus pacientes. «Qué pena, papá», pensó ella.

Y entonces sonó el teléfono; Jodie aprovechó la oportunidad para salir corriendo hacia el viejo teléfono del pasillo.

– ¿Jodie? -saludó la voz de Kurt, haciendo que su corazón diera un brinco. Él era la última persona a la que esperaba oír en aquel momento.

– Escucha… si no estás muy ocupada… Me estoy volviendo loco de estar aquí quieto. ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta o algo así?

– ¿Una vuelta? -le costaba procesar la extraña propuesta-. Oh, ¿en mi coche?

– Bueno, a no ser que tengas un caballo a mano… yo no puedo conducir.

– Pero… ¿Y tu hija?

– Tracy se la ha llevado a casa de una amiga suya que también tiene niños, así que estoy solo esta noche.

Podía notar en su voz que necesitaba de verdad salir de la casa. Y lo entendía.

– Estaré allí en veinte minutos -dijo, notando el extraño sentimiento de arrepentimiento y miedo a la vez. ¿Estaría cayendo por segunda vez en la misma trampa? Tenía los ojos muy abiertos, la mente llena de dudas y el corazón lleno de deseo.

El paseo en coche no duró mucho. A los pocos minutos decidieron detenerse a tomar algo en el Café de Millie.

– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? -preguntó ella, mientras se disponían a entrar-. La gente hablará.

– Me da igual -contestó Kurt.

A ella no, pero se tragó los prejuicios y sujetó la puerta para que él pasara mejor con las muletas. Estaba casi más guapo a la luz del atardecer. El jersey verde de cazador que llevaba resaltaba su musculatura y tenía el pelo revuelto por el viento que soplaba. Tenía un cuerpo de escándalo y la costumbre no hacía que se fijara menos en él. Cada vez que sus miradas se cruzaban, se le aceleraba el ritmo cardíaco.

– Además -dijo, mirando el restaurante medio vacío-, hay tanta gente nueva en la ciudad que probablemente nadie recuerde que los Allman y los McLaughlin no se llevan bien.

– Tal vez tengas razón -dijo ella, pero tenía sus dudas.

La decoración del local había cambiado y se había hecho más sofisticada, pero Millie seguía siendo la misma, y se le iluminó la cara al ver a Jodie.

– ¡Jodie! -gritó, corriendo hacia ella para abrazarla-. Ya era hora de que pasaras a saludar.

Tras la muerte de la madre de Jodie, cuando ésta tenía veintiséis años, Millie había ocupado su lugar en los momentos difíciles. Charlaron animadamente unos minutos y después llegó el momento de la gran decisión.

– ¿En qué lado queréis sentaros? -preguntó Millie, mirándolos.

Kurt y Jodie se miraron. El lado de la ventana siempre había sido territorio McLaughlin y la parte trasera era ocupada por los partidarios de los chicos Allman. La ciudad estaba dividida por el centro, al igual que el restaurante. Millie siempre tuvo cuidado de que cada banda se mantuviera en su territorio y no estallara una batalla campal en medio del restaurante.

Jodie echó a reír y miró a Millie.

– Pero la gente ya no sigue esas viejas tradiciones, ¿verdad?

– Algunos sí -dijo Millie, guiñándole un ojo-. ¿Y vosotros?

– Nos quedaremos con la mesa del centro -decidió Kurt-. Nuestra relación es puro compromiso, ¿no es así?

– Desde luego.

Millie les mostró la mesa con la mano y fue a buscar sus cafés. Jodie echó una mirada a su alrededor; solían ir allí después de los partidos del equipo de fútbol de la escuela. Dos adolescentes pasaron entonces junto a Kurt y su reacción fue casi cómica. Las dos estallaron en una risa nerviosa mientras se alejaban hacia el baño.

Jodie escondió la sonrisa tras una servilleta.

– No sabía que tuvieras tantas fans -le dijo.

– Es una novedad y no me gusta airearlo mucho -le sonrió él.

– Yo tendría cuidado; no es bueno depender de las atenciones de las jovencitas -dijo ella, sacudiendo la cabeza.

– Tampoco es mucho mejor depender de las atenciones de las mujeres -repuso él.

Jodie se preguntó por el motivo del cinismo de su tono de voz, pero Millie acababa de llegar con el café y ya no quiso preguntárselo.

Un par de personas se acercaron a saludar y las adolescentes volvieron a pasar frente a ellos con su risa nerviosa. Jodie empezaba a sentirse de vuelta a casa, aunque fuera raro tener esa sensación estando con un McLaughlin en el Café de Millie.

– Me habría gustado que te quedaras un poco más esta tarde -dijo él, tomando un sorbo de café-. Quería presentarte a Katy.

– Bueno… pensé que lo mejor sería marcharme cuanto antes.

– Ya. Mi madre y tú nunca os habéis llevado bien.

– Eso es un eufemismo -dijo ella, rodeando la taza con las manos-. Tu madre me odia.

– ¿Que te odia? -reaccionó él ante la palabra, como si lo fuera a negar, pero después se lo pensó-. Bueno, pero sólo porque eres una Allman.

– Exacto.

Se miraron a los ojos y después rompieron a reír. Él intentó tomarle la mano, pero ella se apartó con rapidez.

– Será mejor que no lo hagas -dijo, mirando a su alrededor-. Nosotros dos juntos tomando café ya es suficiente para dar que hablar a la ciudad durante semanas. Si me tomas la mano…

– Pero no iba a tomarte la mano -dijo él, como avergonzado.

– ¿No? -por un momento no lo creyó-. ¿Y qué ibas a hacer con mi mano entonces?

– No sé -dijo encogiéndose de hombros-. Tal vez mordisquearte un poco los dedos.

Ella lo miró con frialdad.

– Será mejor que pidas un trozo de tarta si tienes hambre.

Pero el flirteo la estaba halagando y volvió a pensar que él se había fijado en el top rojo y lo había recordado todos aquellos años. Nunca olvidaría aquel verano: venir al café de Millie con sus amigas e intercambiar miraditas con los chicos que al año siguiente irían a la universidad, buscando a Kurt y perder la respiración cada vez que lo veía. ¿Acaso él también la miraba? Sólo con pensarlo, se emocionó como cuando era adolescente.

Al final del verano él se había marchado a la universidad y no había vuelto a verlo hasta que se lo encontró en Industrias Allman para anunciarle que iba a trabajar para él. Para entonces, habían pasado muchas cosas.

Kurt había empezado a hablar de nuevo de su madre y de los problemas que estaba teniendo para encontrar una canguro.

– He aquí mi gran dilema -le dijo en voz baja, pero decidido a confiarle sus problemas-. ¿Cómo encuentro una madre para Katy sin tener que contratar una esposa para mí?

– ¿Contratar? -preguntó ella, levantando una ceja, inexplicablemente ofendida por el modo en que él estaba planteando la situación.

– No veo de qué otro modo hacerlo -dijo Kurt.

Ella lo miró y luego pensó que no podía decirlo en serio. Decía eso porque se sentía frustrado.

– Conocerás a alguien y te enamorarás.

– Ya -dijo, mirándola con evidente disgusto-. Creo que ya he visto esa película, pero las segundas partes nunca fueron buenas.

Ella no dijo nada. Esperaba ver en su cara una expresión de dolor por su esposa muerta, pero en su lugar tenía una expresión neutra. Había en ella más amargura que cualquier otra cosa. Qué extraño.

Todo el mundo sabía que él y Grace habían sido la pareja perfecta. Decían que había quedado destrozado cuando la avioneta en la que viajaba se estrelló, y dudaban que fuera capaz de volver a enamorarse.

Ahora Jodie empezaba a preguntarse si la gente tenía razón en sus habladurías.

– Conociste a Grace en la universidad, ¿verdad? -preguntó, sabiendo que se metía en terreno pantanoso, lista para salir de allí corriendo si él no quería hablar de ello.

– Nos conocimos en una clase de hongos -dijo, asintiendo-. Había una salida de campo cada dos fines de semana, así que pudimos conocernos bien -sus ojos adoptaron una expresión soñadora-. Era preciosa, rubia con los ojos de color azul muy claro, como una princesa de hielo -sacudió la cabeza, como si hablase más para sí mismo que para ella-. Nunca me cansaba de mirarla.

Jodie apartó la mirada, algo avergonzada por la sinceridad de su declaración.

– Nos casamos en cuanto acabé la carrera y nos mudamos a Nueva York. Después Grace se quedó embarazada y todo cambió.

Sus ojos parecían ensombrecidos por un nubarrón, una emoción que Jodie no pudo identificar. Esperó a que él continuase con su relato, pero Kart levantó la vista y pareció darse cuenta de que ella estaba allí. Sus ojos se aclararon y le sonrió.

– Pero basta ya de mí. Háblame de cómo decidiste hacerte fisioterapeuta.

Ella empezó lentamente, pero después tomó velocidad y le contó que tenía dos trabajos e iba a clases por las noches, hasta que consiguió una beca y sólo necesitó uno de los dos trabajos. Siguieron hablando media hora más hasta que se hizo la hora de devolver a Kurt a casa para que estuviera allí cuando Tracy llegara con Katy.

– Estará dormida -se dijo a sí mismo cuando estaban en el coche-. Cuando Tracy la traiga a casa parecerá un angelito.

Jodie pensó que era muy bonito que quisiera tanto a su hijita, pero le provocaba náuseas. Nunca tendría una relación con un hombre que tuviera hijos. No era su destino y no debía olvidarlo.