Pam recogió los muestrarios y se marchó de la cocina. Gracie se la quedó mirando muy fijamente mientras salía y se preguntó si no se habría equivocado a la hora de juzgar a Pam.
Capítulo 10
A primeras horas de la tarde, Riley estaba fuera. Había cancelado sus dos últimas reuniones con la intención de irse a dar un paseo en coche. Sin embargo, en vez de dirigirse a la costa o incluso a Los Ángeles, se había encontrado aparcado frente a la casa que Gracie tenía alquilada.
Sabía que ella estaba dentro porqué su coche estaba frente a la casa. Además, se oía música.
De pie al lado del coche, Riley pensó que había más de una docena de lugares en los que podría estar y un puñado en los que debería estar. La casa de Gracie no estaba dentro de ninguna de las dos categorías. Ella no podía ocasionarle más que problemas, pero le gustaba. Disfrutaba con su compañía y, en aquellos momentos, deseaba estar con ella en todos los sentidos de la palabra.
Se dijo que sólo quería hablar, que ella no era su tipo. Siempre había tenido mucho cuidado a la hora de elegir las mujeres con la estaba. Mujeres de usar y tirar. Gracie no era así.
Si hubiera tenido un poco de sentido común, se habría marchado. En vez de eso, se acercó a la puerta y llamó.
– Un momento -dijo ella desde el interior de la casa.
A los pocos segundos, abrió la puerta con la mejilla manchada y un paño en la mano. Llevaba el cabello recogido en una coleta. La camiseta enfatizaba sus curvas mientras que los pantalones le quedaban algo caídos. Estaba descalza e iba sin maquillar, pero Riley la deseaba con una desesperación que le impedía hablar.
– Gracias a Dios que no eres mi madre ni una de mis hermanas -comentó Gracie, con una sonrisa-. En estos momentos estoy harta de mi familia. Ni siquiera puedo decirte las cuarenta y siete maneras en las que me están volviendo loca. Entra. Tengo un pastel en el horno y tengo que darle la vuelta cada diez minutos para que se me haga uniformemente. Podría haber regresado al hotel, pero estuve allí antes. Me sorprendió tanto que ella se mostrara tan amable que tuve que marcharme. ¿Qué quieres? -le preguntó. Cerró la puerta y se dirigió a la cocina.
El movimiento de sus caderas era una tortura para Riley. Quería abrazarla y poseerla allí mismo en el recibidor. Quería quitarle la goma del cabello, arrancarle la ropa y tenerla encima, húmeda y lista, jadeando su nombre y suplicándole que le diera más.
– No tenía ganas de trabajar. Se me ocurrió pasar a verte.
– Te agradezco la compañía -repuso ella mientras se inclinaba para abrir el horno y darle la vuelta al pastel-. Resulta extraño, pero tú eres la persona más normal de las que conozco aquí. ¿Quién lo habría pensado? ¿Te apetece algo de beber? Tengo gaseosa, leche y agua con gas. Déjame adivinar, los hombres no beben agua con gas.
– No a menos que podamos abrir la botella con los dientes.
– Ya me lo había imaginado. ¿Te parece esto bien? -le preguntó, mostrándole una lata de gaseosa.
– Sí, gracias.
– ¿Qué reunión tan importante te has perdido? -le preguntó ella, tras entregarle la lata. A continuación, programó el horno diez minutos más.
– Una sobre la dirección que probablemente tomará la Reserva Federal. Cosas de bancos -contestó él, sentándose.
– ¿Te gusta lo que haces? -quiso saber ella, apoyándose sobre la encimera enfrente de él-. Tiene que ser muy diferente de vivir en una plataforma petrolífera.
– Se trabajan menos horas y todo el mundo huele mejor.
– ¿Lo encuentras aburrido o divertido?
– Bueno, sólo he pensado en ello como en algo más que tenía que hacer para heredar.
– ¿Lo considerarías una profesión?
– Tal vez. Hay cosas que me gustan, pero la ropa es una lata -afirmó, aflojándose la corbata y desabrochándose el primer botón de la camisa.
– Sé a lo que te refieres. No me gusta cuando me tengo que poner elegante para las reuniones. Cuando estoy en la cocina, simplemente me pongo cómoda.
– Mi secretaria no hace más que presionarme para que dé dinero para el nuevo ala infantil del hospital. Me sugiere que lo haga en nombre de mi tío, lo que no estoy dispuesto a hacer.
– ¿Te refieres a dar el dinero o a hacerlo en nombre de tu tío?
– No quiero que nada tenga su nombre.
– Entonces, dalo con otro nombre. O con el de nadie. ¿Por qué las alas de los hospitales siempre tienen que tener nombres?
– Tienes razón. Tal vez así consiga quitarme a Diane de encima. Esa mujer es la testarudez personificada -comentó Riley. No podía obviar la ironía de que su tío hubiera estado dispuesto en vida a dar millones en obras benéficas, pero que hubiera dejado morir a su hermana-. Tengo que admitir que, a pesar de todo, no me importaría llevármela a mi otro negocio. Es muy eficiente.
– El otro negocio es el petróleo, ¿no?
– Sí. Ahora tenemos más de cincuenta plataformas.
En aquel momento, el reloj empezó a sonar. Gracie se acercó al horno y volvió a dar la vuelta al pastel.
– Resulta sorprendente que te marcharas de aquí sin nada y que te haya ido tan bien. Tu madre estaría muy orgullosa de ti. ¿Se enteró ella de tu éxito antes de morir?
– De algo. Yo le enviaba dinero cuando podía.
– Entonces, ya eres un hombre rico. Eso te da mucho atractivo.
– A ti no te van los hombres de dinero. Si lo tienen, no vas a decir que no, pero en realidad no te importa.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó ella muy sorprendida.
– ¿Me equivoco?
– No, pero no hemos hablado de eso. Casi no me conoces.
– Te conozco lo suficiente. Además, yo me casé con una mujer que sólo buscaba mi dinero. Aprendí a reconocer los indicios. Ahora, jamás dejo que ninguna mujer se me acerque lo suficiente como para saberlo. Para ellas, sólo trabajo en una plataforma petrolífera.
– ¿Ellas?
– Mi harén personal. Siempre estoy dispuesto a aceptar nuevas incorporaciones.
– Por muy atractivo que eso pueda sonar, no se me dan bien las multitudes.
– Eso es cierto. Entonces, ¿por qué no eres una mujer casada y con tres hijos?
– Sólo quiero dos. Y puede que un perro. No sé… Creo que no he conocido al adecuado.
– ¿Al hombre o al perro?
– Al hombre -respondió ella, riendo-. He salido con muchos hombres, estuve a punto de comprometerme. La mayoría eran agradables, inteligentes, con buenos trabajos…
– ¿Y?
– Resulta ridículo, pero… Quiero chispas -contestó, mientras recogía unos moldes sucios y los llevaba al fregadero-. Atracción química. Quiero que el estómago se me encoja cuando el hombre de mi vida me toque. Quiero contener el aliento cuando el teléfono suena por si es él.
– Pasión.
– Eso es. No la he sentido antes. Además, es muy posible que me cueste confiar en la gente dada la situación familiar que he vivido.
– El hecho de que tu madre te mandara lejos de aquí -dijo Riley, poniéndose de pie-. Mi padre nos abandonó cuando yo era un niño.
– Entonces, sabes a lo que me refiero.
– Podríamos salir en uno de esos programas de testimonios -afirmó él. Se colocó delante de ella y la miró a los ojos, preguntándose cómo era posible que pudieran ser de un color azul tan hermoso.
Estaban tan cerca que Riley no podía dejar de pensar en ella. Su boca le llamaba y tentaba, su cuerpo parecía estar ofreciéndosele. La cocina rezumada de energía eléctrica. Cuando las pupilas de Gracie se dilataron, Riley comprendió que ella también lo sentía.
– Oh… -susurró ella-. Se suponía que esto era una mala idea.
– Y sigue siéndolo.
– Pero es la razón por la que has venido.
– Dime que no y me marcharé.
– ¿Así como así?
Riley asintió. Gracie lo observó durante un largo instante. Entonces, levantó la mano y le frotó el labio inferior con el pulgar.
– Supones para mí una tentación que jamás he podido resistir… -murmuró.
– ¿Y quieres resistirte?
¿Quería? Gracie no estaba segura de tener una respuesta. Por supuesto, el hecho de no poder pensar era parte del problema. Con Riley tan cerca, mirándola como si la deseara más desesperadamente de lo que había deseado nunca a otra mujer, sintió que se deshacía por dentro.
El cuerpo le dolía. Cada centímetro de su piel ansiaba las caricias de Riley. Quería sentirlo contra ella, perder el control y arrastrarlo a él también. Quería notar que los dos estaban excitados, desesperados, a merced del deseo…
Por supuesto, tenía que recordar que se trataba de Riley, cuya filosofía con las mujeres no hablaba precisamente de ternura. ¿Estaba preparada para que él no se quedara a su lado? ¿Estaba preparada para formar parte del grupo de mujeres de usar y tirar?
Riley le acarició suavemente la mejilla. El suave contacto de los dedos no debería haberle resultado tan excitante, pero sintió que el cuerpo le respondía bajo lo que sólo podían describirse como chispas.
Entonces, supo que no importaba el después o lo que los vecinos dijeran sobre su pasado o el de él. El Riley del que ella había estado enamorada hacía catorce años había sido poco más que un maniquí. No había sabido lo suficiente sobre él como para que fuera real. El hombre que tenía en aquellos momentos frente a ella resultaba espectacular.
– Vas a hacerte daño con eso de pensar tanto -dijo-. Mira, Gracie. Si tienes que convencerte para esto, no me interesa…
Ella se puso de puntillas y lo besó, evitando así que completara la frase.
Riley permaneció completamente inmóvil. Gracie iba a demostrarle que de verdad deseaba lo que iba a ocurrir entre ambos. Ella estaba dispuesta a afrontar un desafío.
Sin dejar de besarlo, agarró la camisa que él llevaba puesta y se la sacó de los pantalones. Sin dejar de acariciarle el labio inferior con la lengua, le deslizó las manos por debajo de la camisa y le acarició el vientre y el torso.
Estaba dispuesta a hacer mucho más para convencerlo, pero resultó que sería completamente innecesario. Riley la reclamó con un beso tan profundo que Gracie pensó que se iba a perder para siempre. La estrechó con fuerza contra su cuerpo, de manera que las manos de ella quedaron atrapadas entre ambos. No importó, porque la lengua de Riley no dejaba de acariciar la suya. Cuando Gracie movió las caderas, descubrió que él ya tenía una erección.
Inmediatamente, sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Entre las piernas, sintió calor y humedad. Su cuerpo deseaba explotar.
Empezó a acariciarle la espalda también bajo la camisa, por lo que pudo sentir su piel desnuda. Los músculos se le tensaban a medida que ella iba avanzando sobre ellos. Bajó hacia las caderas y el trasero y se lo apretó suavemente.
Sí… Resultaba muy agradable… Hizo girar las caderas, haciéndose entrar en contacto con la erección. El deseo se hizo más caliente y acelerado.
Riley se apartó un poco y bajó la cabeza para poder besarle el cuello. Se detuvo un instante en el punto sensible de debajo de la oreja y empezó a mordisqueársela y a lamérsela hasta que el cuerpo de Gracie vibró de deseo. Entonces, le agarró el bajo de la camiseta y tiró. Ella se soltó lo suficiente como para que él pudiera sacársela por la cabeza.
Tras arrojar la prenda a un lado, la miró a los ojos. Ella le devolvió toda la pasión que él mismo sentía y notó que ella se rendía un poco más.
– Te deseo… -susurró. Le colocó las manos sobre la cintura y empezó a subirlas poco a poco. La anticipación se apoderó de Gracie. Los senos anhelaban el contacto, los pezones se le irguieron.
– Yo también te deseo.
– ¿Sí?
Mientras realizaba la pregunta, le rozó los pezones con los dedos. Las chispas se convirtieron en fuegos artificiales. Gracie arqueó la cabeza y, en silencio, suplicó para que él fuera más allá, para que no se parara nunca, para que…
Riley se inclinó y le tomó un pezón entre los labios. A pesar de que lo estaba haciendo a través de la tela del sujetador, las sensaciones fueron deliciosas. Se aferró a él, tanto para mantener el equilibrio como para evitar que Riley se moviera. No quería que él se detuviera nunca. Jamás. Resultaba demasiado agradable.
Él agarró el broche y le quitó el sujetador. Tras arrojarlo al suelo, volvió a concentrarse en su tarea, aquella vez sobre la piel desnuda. Gracie estuvo a punto de gritar.
– ¡Oh, sí! -gimió con los ojos cerrados.
Le rodeaba el pezón con la lengua y luego se lo chupaba. Mientras tanto, le acariciaba el otro pecho con la mano. Resultaba increíble. No, mejor aún. La necesidad y el deseo se fundieron en uno y fueron creciendo hasta que ella sólo pudo gemir de placer. Le acarició el cabello con las manos. De repente, deseaba tenerlo desnudo. Deseaba acariciarlo.
– Riley -susurró, mientras se desabrochaba el botón de los pantalones-. Quítate la ropa.
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