Le agradó no tener que pedírselo dos veces. Riley empezó a desabrocharse la camisa inmediatamente. Al final, decidió sacársela por la cabeza con corbata y todo. Se quitó de una patada los zapatos, se tiró de los calcetines y por fin se despojó de pantalones y calzoncillos con un fluido movimiento.

Después de quitarse la ropa, Gracie pudo disfrutar de la imagen durante unos pocos segundos antes de que él volviera a reclamarla con un beso increíble. Se aferraron el uno al otro, frotándose, acariciándose…

Riley empezó a empujarla hacia atrás. Gracie no podía dejar de besarlo para preguntarle adónde se dirigían. Entonces, cuando él volvió a acariciarle un seno, ya no importó. Ella bajó la mano para tocarle la erección justo cuando sintió que chocaba contra la mesa. Riley se inclinó sobre ella para despejar la superficie. Moldes y cubiertos salieron volando. El ruido del metal sobre el suelo resultó ensordecedor, pero a Gracie no le importó, y mucho menos cuando él la levantó y la colocó encima de la mesa.

Se abrió por completo para él, esperando que la poseyera en aquel mismo instante. En vez de hacerlo, él le colocó una mano detrás de la cabeza y otra entre las piernas. Encontró la humedad de su deseo y el lugar que a ella más le gustaba. Entonces, empezó a acariciárselo.

– Mírame -le dijo, al ver que Gracie cerraba los ojos-. Quiero ver si te gusta.

– Me gusta mucho -afirmó ella con una sonrisa.

– ¿Sí? ¿Y qué me dices de cuando hago esto?

Le apretó la parte más sensible entre los dedos los movió rápidamente, dejando sin aliento a Gracie. No pudo responder ya que, de repente, se encontró perdida en las sensaciones. El cuerpo se le tensó y sintió que el placer líquido se apoderaba le ella. No podía respirar, ni pensar. Nada más que permanecer completamente inmóvil y suplicar en silencio que él no se detuviera nunca.

No lo hizo. Riley siguió tocándola hasta que el orgasmo se hizo tan inevitable como la marea. Cerró lentamente los ojos y se aferró a los hombros le Riley, hasta que se fue acercando y acercando…

De repente, él se detuvo. Gracie abrió la boca para protestar. Le habían faltado segundos para… Riley la besó. Al mismo tiempo, se hundió en ella, reemplazando dedos con algo mucho más grande e impresionante. Gracie gimió de placer y lo envolvió con las piernas para evitar que se moviera.

Las lenguas danzaban alocadamente mientras Riley entraba y salía del cuerpo de Gracie. Las sensaciones para ella resultaban indescriptibles y empujaban su ya excitado cuerpo más allá de los límites razonables en los que el placer es la única posibilidad. Se aferró a él, deseando, necesitando y tensándose hasta que, por fin, se perdió en un violento clímax. Los músculos se le contrajeron una y otra vez. No podía dejar de gemir de placer. Riley siguió llenándola hasta que, por fin, cuando ella casi había terminado, tembló y se hundió en ella por última vez.

Gracie habría jurado que, durante un par de segundos, perdió por completo la consciencia. Cuando la recuperó, se sintió apoyada contra él, con la respiración muy acelerada. Riley la abrazaba con fuerza, como si no estuviera dispuesto a soltarla jamás. El corazón le rugía en la oreja.

– No ha estado mal -comentó con una sonrisa.

– Yo iba a decir lo mismo -comentó él, riendo. Entonces, le enmarcó el rostro entre las manos y la besó suavemente.

– ¿Has conocido peores?

– Sí.

– ¿Y mejores?

– No es posible -susurró, besándola de nuevo.

– Bien.

Gracie se sintió muy relajada y cómoda. Se sentía muy mojada. ¿Por qué no había nunca una caja de pañuelos cuando se necesitaban Normalmente, hacía ese tipo de cosas en el dormitorio, donde tenía los pañuelos, los preservativos y…?

Dios Santo…

Apartó a Riley y se deslizó sobre la mesa para ponerse de pie.

– ¿Qué pasa? -preguntó él.

– No hemos utilizado anticonceptivos.

– ¿No tomas la píldora? -replicó Riley. De repente, se había puesto muy serio.

– No.

Varias cosas ocurrieron a la vez. El olor del pastel quemado llenó de repente la cocina. Al mismo tiempo, Gracie vio cómo el humo salía del horno. Riley dio unos pasos atrás, como si quisiera así poner distancia física entre él y lo que había hecho. Entonces, alguien empezó a llamar a golpes a la puerta.

Gracie gritó y agarró su ropa.

– Espero que no sea mi madre -dijo mientras se vestía rápidamente-. No me mires así. Yo no he hecho esto a propósito.

– Lo sé.

– No todas las mujeres toman la píldora.

– Eso también lo sé.

– Entonces, no tienes ningún derecho a estar enfadado conmigo.

– No lo estoy contigo, sino conmigo.

A Gracie no le pareció que aquella contestación fuera mucho mejor.

En la puerta, alguien seguía llamando con fuerza. Entonces, se empezaron a escuchar gritos.

– ¡Gracie! ¡Gracie! ¿Estás en casa?

– Creo que es mi vecina -dijo ella, mientras terminaba de vestirse-. ¿Podrías ocuparte del horno? No quiero que salte la alarma de incendios.

Mientras Gracie salía corriendo de la cocina, Riley hizo lo que ella le había pedido.

– Hola -dijo Gracie, cuando abrió la puerta.

Esperaba que su vecina, de la que no recordaba el nombre, no se diera cuenta de nada.

– Oh, Gracie, me alegro tanto de que estés en casa. Se trata de Muffin. Se ha caído en la piscina y no puedo sacarla. No quiere acercarse a los escalones. No hace más que nadar dando vueltas y ha estado tanto tiempo ya… Por favor, ¡por favor ven a ayudarme!

La mujer, que tendría unos setenta años, parecía muy nerviosa. Además de estar oscuro, había un ligero viento procedente del océano. Lo último que Gracie deseaba hacer era tirarse a una gélida piscina, pero se obligó a asentir.

– Déjeme que vaya a por los zapatos -dijo-. Volveré enseguida.

Se dio la vuelta y se encontró con Riley en el recibidor. Estaba terminando de meterse la camisa por el pantalón.

– El perro de la vecina se ha caído a la piscina' -explicó.

– Ya lo he oído. Yo me ocuparé.

– ¿Cómo dices?

– Que yo lo haré. Hace mucho frío. Sin embargo, te agradecería mucho que me dieras un par de toallas.

Riley salió antes de que ella pudiera contestar. La vecina de Gracie le agarró el brazo muy agradecida.

– Muchas gracias. No sabía lo que hacer. La pequeña Muffin parece estar perdiendo fuerzas. Además, el agua está tan fría y ella es tan pequeñita…

Gracie se dirigió corriendo al cuarto de baño y agarró un par de toallas. Cuando llegó a la casa de su vecina, vio que Riley ya se había quitado la camisa y los zapatos y se había metido en la piscina. Muffin, un pequeño Yorkshire, nadaba furiosamente, pero en dirección opuesta a su rescatador. Al ver que Riley se le acercaba, la perra empezó a gruñir y a nadar hacia la zona más profunda.

– ¡No, Muffin! -gritó la mujer-. Este hombre tan agradable está tratando de ayudarte. Ve hacia él, cariño. Venga. Mamita te dice que está bien.

Gracie-se agachó al borde de la piscina. Riley le lanzó una mirada poco divertida.

– No me digas que es culpa mía -dijo ella-. Tú te has ofrecido voluntario. -Detenme la próxima vez.

Tras musitar algo completamente incomprensible, se dirigió de nuevo hacia el perrito. El Yorkshire era muy pequeño, pero nadaba estupendamente. Cada vez que Riley se le acercaba, el animal salía disparado en la dirección opuesta.

Con las luces que había alrededor de la piscina, Gracie vio que Riley estaba temblando de frío. Metió los dedos en el agua y comprobó que, efectivamente, estaba muy fría.

Al final, Riley arrinconó a la perrita junto a la escalerilla. La agarró con fuerza y se la pegó al cuerpo. De repente, hombre y perra lanzaron un grito, pero Riley no la soltó.

Tras colocar a la perra en tierra, Riley subió por a escalerilla. Gracie se le acercó rápidamente para darle una toalla. Entonces, vio que el perro le había arañado el pecho.

– Lo siento mucho -dijo-. Estoy segura de que lo ha hecho porque estaba asustada.

– Me duele tanto como silo hubiera hecho a propósito.

La vecina envolvió a la perrita en una toalla y empezó a hablarle muy suavemente.

– Buena chica. Bonita mía… Tienes que alejarte de esa piscina tan mala. No sé cómo darle las gracias -le dijo a Riley.

– No importa -comentó él-. Buenas noches.

– Espere, me gustaría pagarle algo.

Riley negó con la mano y siguió andando. Gracie echó a correr tras él.

– Tenemos que limpiarte esta herida -le dijo-. Esos arañazos podrían…

No consiguió terminar la frase. Cuando estaban a punto de meterse en la casa, se vio un potente fogonazo de luz. Segundos más tarde, se escucharon unos pasos que se alejaban. A continuación, la puerta de un coche se cerró con fuerza, se oyó un motor y un vehículo que se alejaba a toda velocidad.

Capítulo 11

– Esto no puede estar ocurriendo -dijo Gracie, con un tono de voz que estaba muy cerca de ser un quejido.

En vez de responder, Riley le tomó la mano y la metió en la casa. Guando la puerta estuvo cerrada, se miró los arañazos que tenía en el pecho. Maldito perro.

– Sí, lo de esa perrita ha estado mal, pero, ¿has visto a ese tipo de la cámara? ¿Qué está pasando? ¿Quién está haciendo esto? ¿Por qué? Estoy empezando a tener miedo. Un hombre estaba acechando en el exterior de mi casa. Evidentemente, estaba siguiendo a uno de nosotros y… Al cuarto de baño -dijo, tras mirarle los arañazos del pecho y hacer un gesto de dolor-. Ahora mismo.

Riley la siguió obedientemente al cuarto de baño. Allí, Gracie rebuscó en el armarito y sacó un tubo.

– No creo que esto te duela mucho, pero tengo que desinfectarte esos arañazos. ¿Crees que deberíamos lavarlos primero?

– Creo que de eso ya se ha encargado la piscina. El agua estaba muy fría, pero noté el olor del cloro.

Gracie bajó la mirada y se fijó en los pantalones.

– Se te van a estropear.

A Riley no le importaban demasiado los pantalones ni los arañazos del pecho. Lo que sí le preocupaba era el hombre que estaba tomando las fotografías. La vida de Gracie no apoyaba el hecho de que tuviera enemigos que estuvieran tratando de arruinarle la vida, lo que dejaba tan sólo una alternativa. Alguien estaba vigilándolo a él.

¿Por qué razón? ¿No le gustaba a alguien que él dirigiera el banco? Se imaginó que era posible, pero no demasiado probable. Eso sólo dejaba a Franklin Yardley, alcalde de Los Lobos, un hombre decidido a no perder las elecciones.

– Respira profundamente -dijo ella, mientras abría el tubo de ungüento.

– Te prometo no gritar.

– Me alegra saberlo.

Mientras ella le aplicaba la crema, Riley consideró las posibilidades. El único modo de que aquel maldito fotógrafo pudiera haber estado allí en el momento preciso era que hubiera estado vigilando la casa. Por lo tanto, alguien estaba siguiendo a Riley. O alguien le había dado un soplo.

Miró a Gracie. De todas las personas en la ciudad, ella era la que más sabía de sus idas y venidas. Había dudado un poco antes de llegar a la puerta de la casa. ¿Podría haber hecho ella una llamada?

Quería decirse que aquello no era posible. Gracie no le tendería una trampa. Se negó a considerarla como sospechosa, lo que le decía dos cosas. En primer lugar, en lo que se refería a Gracie, estaba metido en un lío más grande del que había creído al principio. En segundo lugar, probablemente era sospechosa.


Gracie estaba de pie en el centro de la entrada al garaje. Se animaba a seguir respirando. Había sido una de esas noches en las que las molestias del estómago la habían mantenido despierta más allá de la medianoche y el revuelo de pensamientos se habían encargado del resto de las horas. Se sentía agotada y completamente furiosa.

En la portada del periódico local había una enorme fotografía de Riley. Tenía una toalla sobre la cabeza, como si estuviera tratando de esconderse de la cámara cuando, en realidad se estaba simplemente secando el cabello. Lo peor eran los arañazos del pecho que, en la fotografía, parecían causados por una noche de sexo ardiente.

El titular tampoco contribuía: La vida secreta del candidato a alcalde.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía quejarse? Volvió a mirar la fotografía y lanzó un gruñido. Ella también estaba en la foto. Detrás de Riley, aunque se la veía perfectamente. Tenía un aspecto sorprendido y algo desaliñado.

Con el periódico en las manos regresó a su casa. No necesitaba aquello en su vida. Tenía que hacer sus pasteles y una reunión en la casa de su madre a mediodía para hablar de una boda que ni se sabía si se iba a celebrar.

– Necesito unas vacaciones -musitó mientras volvía a entrar en la casa y cerraba la puerta de un golpe seco.