– Armani. Aún me sigo poniendo mi ropa de abogada de la gran ciudad. Tina, mi ayudante, no hace más que decirme que me visto demasiado elegantemente para Los Lobos, pero, si no me lo pongo aquí, ¿dónde me lo voy a poner?

Gracie se sentó y tocó suavemente la manga de la blusa de seda de su amiga.

– Supongo que no para limpiar los cuartos de baño.

– Exactamente. Me alegro tanto de verte… Hace mucho tiempo. ¿Cuánto? ¿Cinco meses?

– Más o menos. Nos vimos por última vez el día de tu boda en Carmel y tengo que decir que allí te interesaba más el novio que yo a pesar de que te había hecho un pastel de bodas fabuloso. ¿A qué vino eso? Yo soy tu mejor amiga. Él sólo es un hombre.

– Tienes razón -comentó Jill, riendo-. Y qué hombre. Un hombre guapo, sorprendente…

Jill se interrumpió cuando la camarera se acercó a ellas para anotar lo que querían beber. Gracie pidió un refresco y Jill un té helado.

A Gracie le pareció que su amiga había cambiado. Antes, su amiga trabajaba en un bufete en San Francisco, trabajaba un horario imposible, se ponía trajes muy elegantes y domaba su fabulosa cabellera rizada en un elegante y doloroso recogido en la nuca. Sin embargo, en aquel momento parecía…

Gracie sonrió. Su amiga tenía un aspecto muy femenino y feliz. Los rizos le caían en cascada por la espalda. Las ojeras habían desaparecido de su rostro y su piel parecía brillar.

– Te sienta bien la vida de casada-dijo Gracie.

– Me encanta. Mac es maravilloso. Al principio, me sentía algo nerviosa por lo de ser madrastra, pero Emily es maravillosa y tiene mucha paciencia conmigo. Lo único que me molesta es que tenemos que compartirla con su madre. A mi no me importaría ocuparme de ella todo el tiempo.

– Vaya, eso es genial.

– Así es como me siento. Los adoro a los dos. Mac sabe cómo hacer todo bien… En muchos aspectos.

– Si vas a hablar de sexo, no quiero escucharte. Me alegro mucho de que estés felizmente casada, pero no quiero hablar de sexo.

– ¿Porque tú no lo tienes en estos momentos?

– Efectivamente. David y yo rompimos, hace tres meses y no he sentido deseos de volver a salir con nadie.

En aquel momento, la camarera regresó con sus bebidas y les preguntó si habían decidido ya lo que iban a tomar.

– ¿Qué me recomiendas? -preguntó Gracie.

– Hacen una deliciosa ensalada de tacos -contestó Jill.

– Tomaré eso -anunció Gracie. Tenía sus antiácidos en el bolso.

– Que sean dos -le dijo Jill a la camarera. Gracias. Bueno, pensé que te gustaba mucho David. ¿Qué ocurrió? -añadió, cuando estuvieron solas.

– No lo sé. Nada. Todo. Era estupendo, pero… Yo quiero chispas. ¿Es un pecado? No una fogata en toda regla, pero no estaría mal quemarme un poco. Quiero sentir excitación cuando sé que voy a ver al hombre con el que estoy. Quiero utilizar palabras como “sorprendente” y “arrebatador” pero no conceptos como “agradable” o “muy majo”. David era muy majo. Nos llevábamos bien. Jamás discutíamos. Nosotros nunca… nada. ¿Cómo puedo ir en serio con un hombre del que casi no noto si está presente?

– A pesar de tu anterior obsesión por un hombre, que no vamos a nombrar, no te gustan los dragones.

– Tal vez ése sea el problema. Tal vez me preocupe tanto no volver a lo de antes que no me deja enamorarme de nadie.

Efectivamente, Gracie quería orden en su mundo. Las sorpresas estaban bien para los regalos, pero, en el resto de su vida, le gustaba lo previsible, lo que podría explicar una larga serie de hombres realmente aburridos.

– Creo que Vivian es la reina de los dramones en mi familia. Tom y ella tuvieron una pelea ayer por la despedida de soltero y ella amenazó con cancelar la boda.

– ¿Crees que lo hará?

– No tengo ni idea, pero, si lo hace, me va a sentar muy mal haber venido aquí y haber alquilado una casa durante seis semanas. Tengo un montón de pedidos.

– ¿Por qué no te has quedado con tu madre? ¿No te sirve su horno?

– No se trata sólo del homo, sino también del frigorífico y del congelador, por no mencionar la mesa del comedor para las decoraciones y la mayoría de los armarios para los ingredientes. Además, yo suelo trabajar por la noche. Hacer el pastel resulta fácil. Lo que me lleva una eternidad es decorarlo.

Lo que no le confesó a su amiga era lo incómoda que se sentía en la casa de su madre. No había vivido allí desde hacía tanto tiempo que había dejado de parecerle su hogar. Estaba tratando de encajar, pero, hasta el momento, no lo estaba consiguiendo.

– ¿Te resulta extraño estar de vuelta aquí? – preguntó Jill.

– Sí y no. Me siento diferente, pero nadie me ve así. Sigo siendo Gracie Landon, enamorada de Riley Whitefield.

– Supongo que sabrás que está en la ciudad.

– No empieces tú también. Ya me lo ha contado la vecina de mi madre, mi casero, el dependiente de la tienda de ultramarinos y una mujer en la calle a la que ni siquiera reconocí. Te aseguro que da miedo.

– Es por los artículos del periódico. Hasta las personas que ni siquiera te conocieron sintieron que formaban parte del romance.

– Ni que lo digas,

– ¿Lo has visto?

Gracie dudó. No sabía cómo decir que si sin recelar nada sobré los asuntos privados de Alexis.

– ¡Sí! -exclamó Jill muy emocionada-. Quiero saberlo todo. Comienza desde el principio y habla despacio.

Gracie suspiró.

– No puedes decir nada de lo que te voy a contar -le dijo a su amiga-. Te diré simplemente que estaba comprobando algo para Alexis, algo de lo que no te puedo hablar.

– ¿Te lo encontraste en la tienda o algo así?

– No exactamente. Más o menos, estaba merodeando por su casa.

Jill se quedó atónita.

– Seguro que estás de broma. ¿Lo estabas espiando?

– No. Estaba tratando de espiar a otra persona, pero él me sorprendió y… Fue horrible y muy incómodo… Creo que él va a pedir una orden de alejamiento contra mí.

– ¿Qué te pareció? ¿No crees que sigue siendo muy guapo?

– Sí. Moreno, misterioso y peligroso.

– Y muy sexy. Me encanta el pendiente -comentó Jill-. Traté de convencer a Marc para que se pusiera uno, pero no me ha hecho ni caso.

– Admito que el pendiente resulta muy seductor.

– Y el trasero… Ese hombre tiene un trasero fabuloso.

– No tuve oportunidad de mirárselo, pero lo anotaré en mi listado de tareas pendientes.

– Venga ya… No te hagas la superior. Estamos hablando de Riley. Me niego a creer que pudieras estar a su lado y no sentir algo.

– Sentí humillación y el ardiente deseo de estar en otra parte.

– No me refería a eso. Venga ya, Gracie. Tuvo que haber una cierta atracción entre vosotros.

Gracie no pensaba admitirlo. Era algo peligroso, alocado y, además, sólo por su parte.

– Riley pertenece a mi pasado y allí es donde la a quedarse. ¿Crees que me siento orgullosa de lo que le hice? Odio que todo el mundo se acuerde, que no haga más que hablar de ello. Lo último que deseo hacer es añadir leña al fuego. Además, ¿qué es lo que está haciendo aquí? ¿Y lo de presentarse a alcalde? ¿A qué viene eso?

– Yo sólo puedo hablar de cosas que son de conocimiento público.

Gracie miró fijamente a su amiga. Apretó con firmeza los labios para no quedarse boquiabierta, pero estaba segura de que los ojos se le estaban saliendo de las órbitas.

– ¿Eres su abogada?

– Me ocupo de algunos asuntos suyos.

– ¿Cuánto tiempo va a estar en la ciudad?

– Eso depende.

– No me estás ayudando en lo más mínimo. ¿Sabes por qué se presenta a alcalde?

– Sí.

– ¿Me lo vas a decir?

– No.

– No eres una compañía muy divertida, ¿lo sabías?

– Lo sé, pero no puedo -reiteró Jill-. Si embargo, si vuelves a verlo la próxima vez que estés espiando en su casa, se lo puedes preguntar tú misma.

– Ni siquiera por dinero. No quiero tener que volver a ver nada con Riley. La humillación sería demasiado grande.

– Muy bien. Mientras estés segura de que no es el hombre de tu vida…

Gracie la miró y se echó a reír.

– Si lo es, te aseguro que me convertiré al catolicismo y tomaré los votos.


A Franklin Yardley le gustaban los relojes. Tenía una impresionante colección que guardaba en un cajón de su cómoda Todas las mañanas, después de elegir traje y corbata, elegía cuidadosamente el reloj que iba a llevar aquel día. Los Omega eran sus favoritos, pero tenía tres Rolex porque todo el mundo esperaba que un hombre de su posición tuviera uno.

– Es una cuestión de percepción -se recordó, mientras se miraba el Omega que llevaba parcialmente oculto por el puño de la camisa.

No obstante, aquel día no estaba interesado en encontrar un reloj para él. Giró la página del catálogo de joyería y se detuvo cuando vio el muestrario de relojes de señora. No. Iba adquirir un reloj para alguien muy especial.

Un Movad sencillo pero muy elegante le llamó la atención.

– Perfecto.

Resultaba lo suficientemente atractivo como para impresionar a la dama en cuestión, pero no tan llamativo como para atraer la atención sobre sí mismo.

Anotó el modelo y luego miró el calendario. Necesitaría un día más o menos para conseguir los mil doscientos dólares que costaba el reloj. No podía comprarlo con su tarjeta de crédito. Sandra, su mujer, no había trabajado un día en toda su vida, pero controlaba hasta el último centavo de su dinero. De algún modo, Yardley había dado por sentado que la hija de un millonario no se preocuparía de cosas como presupuestos y gastos, pero Sandra sí. Creía que, dado que la riqueza del matrimonio provenía de su parte, era ella la que tenía la última palabra sobre cómo se gastaba.

A pesar de todo, después de veintiocho años de matrimonio, Frank había hecho las paces con el puño cerrado de su esposa y había encontrado el modo de conseguir lo que quería sin que ella se enterara.

Ella a menudo realizaba comentarios sobre los hermosos objetos de Franklin, objetos que ella no le había comprado, pero él jamás le explicaba nada, ni siquiera cuando ella le decía a la cara que no confiaba en él. No le importaba lo que ella pensara. Su esposa jamás se marcharía de su lado y quedaba muy bien en las fiestas. Era más que suficiente.

Franklin metió el catálogo en el maletín y a continuación abrió la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Bajo el sello de la ciudad y de otros documentos importantes, estaba el libro de cheques de una cuenta especial para los fondos discrecionales del alcalde. A Frank le gustaba considerar aquella cuenta como su dinero de bolsillo. Colocó el libro de cheques junto al catálogo y apretó el botón para llamar a su ayudante.

La puerta del despacho se abrió y entró Holly. Alta, rubia, criada en San Diego y con tan sólo veinticuatro años, tenía el aspecto de pertenecer a una familia de surfistas. Sin embargo, detrás de aquellos enormes ojos azules y de los marcados pómulos había un cerebro muy agudo.

– Ya tengo las cifras que me pidió -dijo mientras ponía una carpeta sobre el escritorio.

Ella era lo que más le interesaba. Se imaginó lo contenta que se pondría cuando le diera el reloj a finales de semana.

– No indican nada bueno -añadió-. Riley Whitefield está ganando terreno en las encuestas. La gente está empezando a escucharle. Dicen que deberíamos discutir más de los temas. Creo que usted debería dar más discursos.

Franklin adoraba todo sobre ella. El modo en el que hablaba, en el que se preocupaba…

– ¿Qué temas te parecen más relevantes? -le preguntó él.

– ¿De verdad usted saber mi opinión? -replicó ella, encantada.

– Por supuesto. Tú eres mi vínculo con los buenos ciudadanos de Los Lobos. Ellos te contarán a ti cosas que jamás me contarían a mí.

– No se me había ocurrido pensar eso. Supongo que ser el alcalde le separa a uno de la gente.

– ¿Por qué no cierras la puerta y hablamos de algunos temas? -sugirió él.

La muchacha hizo lo que él le había pedido y entonces se sentó enfrente de él.

– Los impuestos son siempre un tema de importancia -dijo ella.

– ¿Qué es lo que está prometiendo Whitefield?

– De los barrios, de proporcionar más dinero para los colegios, de modos de atraer a los turistas a la ciudad en invierno…

– No estoy seguro de querer más turistas por aquí -dijo Frank.

– Resultan muy molestos -admitió Holly- pero se dejan mucho dinero en la ciudad.

– Parece que ya nos han hecho el trabajo -dijo Frank, como si estuviera considerando algo, aunque, hacía ya mucho que había tomado su decisión-. Supongo que no…

Holly se inclinó hacia adelante con expresión ansiosa. Sus firmes y jóvenes senos se le meneaban suavemente por debajo de la blusa.

– Estaba pensando si te gustaría redactar un par de discursos para mí.