– Podrías haber ido a la universidad después. Aún puedes hacerlo.

– Lo sé – sonrió ella-. Y si quisiera hacerlo, lo haría.

– ¿Y tu familia? ¿Tu madre, tus hermanos?

– Mi madre se dedica a obras benéficas y tengo un hermano mayor, Max. Es economista. Él y su mujer, Jilly, están esperando su primer hijo.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué más quieres saber? Nunca he estado casada y nunca he vivido con nadie – añadió.

¿Por qué las cosas no podían ser más sencillas?, se preguntaba. Veinte minutos antes habían estado a punto de irse a la cama, eso era sencillo. Simple deseo. Simple sexo. Exactamente lo que ella quería.

Pero entonces Daniel Redford lo había complicado todo.

– Estás temporalmente en casa de una amiga, pero ¿dónde vives?

– No. Ahora es tu turno.

Daniel la miró. ¿Seguía escondiendo algo?, se preguntaba. En realidad, ella no era la única.

– Muy bien. ¿Qué quieres saber?

– Empieza por el principio.

– Nací hace treinta y ocho años en un barrio al este de Londres – empezó a decir él-. Mi padre era un bruto y un ignorante y mi madre murió cuando yo cumplí diez años.

– Oh, Daniel, cuánto lo siento – murmuró ella, apretando su mano. El gesto era tan tierno que lo conmovió.

– Dejé de ir al colegio a los quince años – siguió él-. Estaba demasiado ocupado buscándome la vida en los muelles. Pero tuve suerte, porque en lugar de meterme en líos con la policía, descubrí que tenía una curiosa afinidad con los motores.

– Ahora entiendo por qué estás tan empeñado en que Sadie no deje el colegio.

– Debería haberme imaginado que algo andaba mal cuando empezó a suspender.

– ¿Tú crees que lo ha hecho a propósito?

– Sadie solía sacar sobresalientes en todo y tengo la impresión de que su actitud rebelde tiene que ver con que su madre ha tenido un niño hace poco. Se siente abandonada otra vez – explicó él-. En fin, no sé… creí que una semana trabajando en el garaje la convencería de que tenía que volver a los libros.

– ¿Y la ha convencido?

– Todo lo contrario.

– Tiene dieciséis años, Daniel. Estar en un garaje, rodeada de hombres maduros que están pendientes de ella, no la va a convencer de que estaría mejor en el colegio – dijo Amanda-. ¿Verdad que la tratan muy bien?

– Pues sí, la verdad es que sí – contestó él. Bob la trataba como si fuera su nieta y los demás la regalaban bombones y bollos… de repente Daniel entendió lo que Mandy estaba sugiriendo-. Pero ninguno de ellos se atrevería…

– Por supuesto que no – lo interrumpió Amanda. Pocos hombres se atreverían a desafiar a Daniel Redford-. Pero tu hija tiene dieciséis años. Y estoy segura de que tu jefe no despediría a un buen conductor por tontear con una cría que está deseando saber lo que es la vida. ¿Dónde está Sadie esta noche?

– Arreglando la moto de Bob. Maggie y él la han invitado a cenar – contestó él-. ¿Tienes hambre?

– Sí, tengo hambre – sonrió Mandy-. ¿Qué sugieres?

– No podemos volver al apartamento.

– Podríamos – sugirió ella-. Está empezando a hacer frío.

– Cenaremos aquí – dijo Daniel, señalando la puerta de un restaurante.

– No quieres probar mi soufflé, ¿verdad?

– Sabes exactamente lo que estoy pensando – susurró él, besándola en la frente-. Por eso vamos a cenar aquí.

Se sentaron en una mesa apartada y Daniel pidió la cena y el vino mientras Amanda lo miraba, sin decir nada. Echaba de menos el roce de su mano, pero le gustaba estar frente a él. De ese modo, podía mirar sus ojos.

Tenía un hoyito en la barbilla que le hubiera encantado tocar. Lo imaginaba despertando a su lado por la mañana, imaginaba el roce de su cara… su imaginación no le estaba haciendo ningún favor; un restaurante lleno de gente no era lugar para tener aquella clase de pensamientos.

Pero seguía comiéndoselo con los ojos, disfrutando de su aparente seguridad, de su forma de moverse…

– ¿Qué piensas? – preguntó él, cuando la camarera les había servido el vino.

– ¿Por qué te separaste de tu mujer?

Daniel se encogió de hombros, como si no lo recordara.

– Quizá yo no era el marido que ella esperaba.

– Pero te dejó una hija… – empezó a decir Amanda. Después se lo pensó mejor-. Perdona, no es asunto mío.

– Vickie no era particularmente maternal – explicó Daniel-. Cuando nació Sadie y tuvo que cambiar pañales, levantarse por las noches… bueno, perdió el interés.

– ¿No me has dicho que acaba de tener un niño?

– El amante de Vickie es mucho mayor que ella y muy rico. Teniendo un hijo con él se asegura de que la unión sea permanente. Además, ahora tiene una niñera para que se encargue del trabajo pesado.

– Pobre Sadie.

– Sí – murmuró él-. Pero echar su futuro por la borda no la va ayudar a sentirse mejor.

– Quizá no quiere sentirse mejor. Quizá lo que quiere es que su madre se arrepienta.

– Mi ex mujer no sabe nada de su hija – dijo Daniel. Pero siempre había formas de que lo supiera, pensaba Amanda. Especialmente si Sadie estaba muy dolida-. ¿Qué quiere una niña de dieciséis años? Dímelo tú.

Amanda miró el plato de pasta que la camarera acababa de dejar sobre la mesa. Cuando ella tenía dieciséis años, era una niña feliz. Tenía un padre que la adoraba, una madre comprensiva y un hermano mayor que la protegía. Eso es lo que quiere una niña de dieciséis años, pero no hay dinero suficiente en el mundo para comprarlo.

– Lo siento, Daniel. No sé si puedo ayudarte en ese asunto. Lo único que puedo aconsejarte es que la quieras, haga lo que haga.

– ¿Aunque ella me lo ponga difícil?

– Cuando cumpla veinte años, se le habrá pasado.

– Faltan cuatro para eso.

– Y después, pasará lo mismo con la siguiente generación.

– ¿Qué? Soy demasiado joven para pensar en nietos – sonrió él.

– Ningún hombre con una hija de dieciséis años es demasiado joven para pensar en eso.

– Sadie es muy lista. No creo que…

– ¿No?

– ¿No creerás que puede quedarse embarazada a propósito?

– No la conozco. Pero no me extrañaría nada. Es normal que se sienta abandonada teniendo una madre así y, si lo que quiere es hacerle daño… imagínate cómo podría sentirse tu ex mujer si supiera que va a ser abuela.

– Se moriría del susto – murmuró Daniel. Amanda se encogió de hombros. Eso era lo que había querido decir-. No puedo creer que mi hija fuera tan tonta como para… arruinaría su vida.

– No la arruinaría, la complicaría un poco, eso sí. ¿Seguro que está arreglando la moto esta noche?

– Sí, claro – contestó él. Pero se quedó pensativo un momento-. Al menos, eso creo – añadió. ¿Era su imaginación o, últimamente, Ned Gresham se pasaba todo el día en el garaje…? Daniel se puso de pie inmediatamente-. ¿Me perdonas un momento?

Amanda levantó la copa y brindó por su compañero con una sonrisa.

– Amanda, querida, desde luego sabes cómo estropear una cita – murmuró para sí misma.


Unos minutos después, Daniel volvía a sentarse frente a ella, con expresión aliviada.

– Ha salido a dar una vuelta con la moto.

– ¿Sola?

– No, con Bob.

– Lo siento. Me parece que he exagerado…

– No te disculpes. Podrías haber tenido razón – la interrumpió él, tomando su mano. Se había quedado sin sangre en las venas, pero en ese momento, mirando a aquella hermosa mujer, sintió la clase de calor que podría, debería tener solo un resultado… Ella jugaba con la comida; apenas había comido nada-. ¿No tienes hambre? – preguntó. Amanda negó con la cabeza-. Vamonos.

– ¿Dónde?

– Se me están ocurriendo muchos sitios – contestó él, dejando dinero sobre la mesa.

– Salir contigo es mejor que ponerse a régimen.

– Puedes patentarme – sonrió Daniel, mientras paraba un taxi.

– De eso nada. Te quiero solo para mí.

Dos minutos después estaban frente a la puerta del apartamento. Amanda no podía creerlo. ¿Daniel estaba esperando que lo invitara a entrar? Pero él sabía que… o quizá quería darle una segunda oportunidad…

– ¿Te apetece tomar un café?

– No, gracias.

– ¿Una copa?

– Tengo que conducir.

– Oh – murmuró ella. Él seguía esperando-. Tengo la película «El paciente… – empezó a decir. Entonces, Daniel la apretó contra la pared del pasillo y la besó en los labios como si quisiera marcarla a fuego.

Aquel beso no tenía nada que ver con el mundo que Amanda conocía. No había nada delicado en aquel beso que quemaba su boca, que hacía que su cabeza diera vueltas y se le doblaran las rodillas.

Tuvo que sujetarse a su camisa para no caer al suelo. Aquella noche no tenía intención de dejarlo marchar y permitió que su lengua se uniera a la del hombre en una invitación silenciosa. Daniel rodeó su cintura con las manos, apretándola contra su cuerpo. El calor masculino traspasaba su ropa, ahogándola. Aquello no tenía nada que ver con su plan de tener un hijo. Deseaba a Daniel Redford con todas sus fuerzas.

Cuando él levantó la cara, Amanda pudo ver el rostro de un hombre encendido, a punto de explotar.

– ¡Dilo! – demandó-. ¡Di lo que quieres decir!

– Podríamos ver la película en la cama – murmuró ella.

La respuesta fue el ruido de la puerta, que Daniel había cerrado con el pie.


– ¿Te he despertado?

Amanda se estiró bajo el suave edredón azul. Se sentía increíblemente feliz. Daniel no estaba a su lado, pero la voz del hombre sonaba en su oído. Amanda se puso el teléfono más cerca.

– Sí. Gracias – murmuró.

– ¿Por despertarte?

– Por un montón de cosas – dijo ella. Su ropa estaba tirada en el suelo, donde había caído mientras se la arrancaban el uno al otro. Daniel no había podido quedarse a dormir, pero se había marchado del apartamento casi al amanecer-. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy tumbado en la cama, pensando en ti – contestó él-. Intentando levantarme para ir a trabajar.

– Ven a verme. Yo te mantendré ocupado.

– No puedo. ¿Esta noche?

Amanda se sentía horriblemente tentada, pero tenía que dar una charla en la Escuela de Secretariado Internacional.

– Esta noche no puedo. Tengo que trabajar.

– No para Guy Dymoke, espero.

Amanda soltó una carcajada; le encantaba aquel tono posesivo.

– ¿Te molestaría?

– No te dejaría ir sola.

– La verdad es que tengo que asistir a… una conferencia importante. ¿Quizá mañana?

– Me parece que voy a tener que dedicar el fin de semana a Sadie. ¿Qué tal el lunes?

Esperar hasta el lunes le parecía una eternidad. Amanda se sentía como una adolescente.

– Muy bien, pero no esperes que cocine.

– Mandy… tenemos que hablar.

Su voz sonaba muy seria. Y ella no quería ponerse seria.

– ¿Quieres que hagamos el amor por teléfono? – bromeó.

– Gracias, pero prefiero hacerlo en persona. El lunes, te lo prometo.

Amanda colgó el teléfono y salió de la cama, estirándose perezosamente. Después de darse una ducha y meter las sábanas en la lavadora, se puso uno de los trajes de Beth.


– ¿Esta mañana no quieres que te lleve a trabajar?

Sadie, vestida con una chaqueta de cuero y con el casco de la moto en la mano, se disponía a salir de casa cuando Daniel entraba en la cocina.

– No sabía si ibas a levantarte a tiempo. No vale de nada fijar una hora para volver a casa si nadie va a comprobarlo.

– Confío en ti.

– Un error – rio Sadie-. También confiabas en mi madre y mira lo que pasó.

Daniel puso una rebanada de pan en el tostador, sin mirarla. Era mejor no discutir.

– He visto la moto – dijo. Estaba en el garaje cuando llegó de madrugada-. Dejarás impresionado a todo el mundo cuando vuelvas al colegio.

– A la señora Warburton no le gustan las motos. No es una cosa de señoritas – dijo la joven, imitando la voz nasal de la directora del internado-. Es una pena que no pueda conducir un coche todavía porque le he echado el ojo a uno y estoy segura de que mi papá me lo compraría. ¿Verdad, «papi?» – la pregunta era claramente retórica porque Sadie se dirigió hacia la puerta sin esperar respuesta. Pero, antes de salir, se volvió de nuevo hacia su padre-. Dentro de dos semanas es mi cumpleaños.

– Si apruebas los exámenes, me lo pensaré.

– Me da igual. Ya tengo la moto…

– Oye, he estado pensando que, este fin de semana, podríamos ir a la casa de campo. Hace muy buen tiempo y es una pena desperdiciarlo.

– ¿Por qué no? Si no voy yo, seguramente te llevarás a la reina de los pendientes y harás el ridículo por completo – dijo su hija, con todo el descaro del mundo. Daniel la miraba, incrédulo-. No está bien salir con chicas jóvenes, papá. Búscate una de tu edad.

– Vale, Sadie, olvídate del fin de semana.

– Lo siento, pero ya me has invitado y, como no tengo nada más divertido que hacer… – sonrió ella-. Tengo que irme. Mi jefe es un negrero y si llego un minuto tarde, me amenaza con enviarme a la cola del paro – añadió, despidiéndose con la mano-. Ciao.