Daniel y ella volvieron a encontrarse en el mes de enero. En el teatro, inevitablemente, una noche de estreno. Las entradas eran un regalo de Sadie. Quizá su hija se había dado cuenta de que apenas salía de casa y lo había hecho para que se animara. Incluso se había comprado un vestido para la ocasión.
Negro, por supuesto. Negro y demasidado sexy para una chica de diecisiete años, pensaba Daniel.
Con su altura y el pelo tan corto, llamaba mucho la atención y Daniel tuvo que reconocer que los hombres se volvían para mirarla. Incluso sospechaba que a Sadie le hubiera gustado que Ned Gresham estuviera por allí. Pero Ned había encontrado otro trabajo. Era un buen conductor y había lamentado perderlo, pero no le había pedido que lo reconsiderase. Tenía la impresión de que Ned sentía por su hija lo mismo que él sentía por Mandy. Estaban más seguros a distancia.
– Voy por el programa, nos veremos en el bar – dijo Sadie.
Daniel entró en el bar y pidió dos tónicas. Era mejor no beber alcohol. Lo había hecho dos veces, cuando Vickie le había dicho que estaba embarazada y, después, cuando ella lo había abandonado. Las dos veces alguien había tomado decisiones que habían cambiado su vida y él no había podido hacer nada al respecto.
Pero aquella vez era diferente. Aquella vez, él podría hacer algo y sabía que, si sucumbía ante el alcohol, se encontraría golpeando la puerta de la agencia Garland, suplicando que alguien le dijera dónde podía encontrar a Mandy Fleming. Lo sabía porque, incluso sin alcohol, había tenido que controlarse más de una vez para no hacerlo.
Si no hubiera sabido nada, pensaba… Si no hubiera sabido que Mandy había estado investigando sobre él. ¿Por qué llevaría el informe en el bolso?, se preguntaba. ¿Y por qué demonios Sadie había decidido hacer el papel de hija modelo precisamente aquel día?
– Mira, esta actriz sale en televisión. Y a éste también lo conozco – estaba diciendo su hija en ese momento, mirando las fotografías del programa. Pobre Sadie. Se había preocupado tanto por saber qué espectáculo quería ir a ver, si hubiera tenido ganas de ver espectáculo alguno, claro. Desgraciadamente, era el tipo de obra que Mandy Fleming también querría ver. Habían hablado sobre el autor el día que se conocieron… En ese momento, sin saber cómo, Daniel supo que ella también estaba allí. Que iban a encontrarse-. ¿Papá? – escuchó la voz de su hija-. ¿Estás contento de haber venido?
– Sí, claro, Sadie. Estoy encantado…
Y entonces la había visto.
Estaba entrando en el bar del brazo de un hombre. Era alto, distinguido, con el pelo oscuro. Exactamente la clase de hombre con el que hubiera esperado verla. Un hombre de mundo, con suficiente dinero como para que su detective hubiera dado el aprobado.
Amanda no había querido ir al teatro.
– Estoy demasiado cansada, Max.
– Tonterías. Empieza a notarse que estás embarazada y tienes miedo de que todo el mundo envidie al afortunado.
Si su hermano creía que ella se iba a tragar eso, el matrimonio debía haberle reblandecido el cerebro.
– No me estoy escondiendo. Estoy muy ocupada con la expansión de la agencia y no me apetece salir de noche – replicó ella, pasándose la mano por la suave curva de su vientre-. Y el niño apenas se nota todavía. Max sonrió.
– Siento desilusionarte, cariño, pero se nota. Y, aunque nadie se ha atrevido a sacar el tema delante de mí, al menos tres personas le han preguntado a Jilly para cuándo es el feliz evento.
De acuerdo. Se estaba engañando a sí misma. Aunque no había intentado esconder su embarazo en absoluto; solo esperaba no ser objeto de cotillees durante, al menos, un mes más.
– ¿Esperas que vaya al teatro contigo después de eso?
– Por favor, Mandy. Jilly está a punto de salir de cuentas y no puede sentarse durante más de media hora sin tener que levantarse para ir al baño.
– Entonces, quédate con ella y dale un masaje.
– No está sola. Harriet está con ella.
– Un ama de llaves no es un marido.
– Mira, Mandy, no quiero dejarla sola en este momento, pero tengo que ir a ver esa obra. Soy el Presidente de la Fundación Garland y eso incluye ciertas actividades culturales, tú lo sabes – insistió él-. Vamos, puedes ponerte la capa que mamá te regaló en Navidad. Podrías esconder trillizos bajo esa capa.
– No estoy escondiéndome – insistió ella.
– Muy bien. Entonces, tienes diez minutos para cambiarte – replicó su hermano. Amanda se rindió. Pero cuando empezó a buscar un vestido adecuado para el teatro, se dio cuenta de que Max tenía razón. Su cintura había crecido desmesuradamente. Tendría que ponerse un vestido sencillo y alguna joya que lo animase. Cuando abrió el joyero, sus dedos rozaron el pendiente de jade. Tenía que tirarlo, se decía. Y lo haría algún día. Algún día.
Llevaba una capa de suave terciopelo negro, que brillaba bajo las lámparas del teatro y que la cubría hasta los tobillos. Pero su cuello era blanco y suave como el satén. Él conocía bien aquel cuello. Lo había tocado, lo había besado…
Su cabello oscuro, cortado a la perfección, contrastaba con su delicada palidez. Aquella vez no había harina en su cara y no tenía un pelo fuera de su sitio, como aquella otra noche…
Aquella noche en la que él había tomado su cara entre las manos y había acariciado su pelo. O aquel día, cuando su pelo olía a hierba… En ese momento, la luz de la lámpara reflejaba sus pendientes dorados.
Instintivamente, Daniel se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para buscar el pendiente de jade. Aquel pendiente del que no había podido separarse. Como un idiota.
– ¿Papá?
– Perdona, Sadie – sonrió él. Una sonrisa que no era más que un truco para evitar que su hija viera a Mandy-. Yo también he visto a este actor en televisión. ¿No es el que mató a su mujer en aquella película…?
Cuando volvió a mirar, Mandy y su acompañante estaban siendo saludados oficiosamente por el propietario del teatro. Mucho dinero, pensaba Daniel.
– ¿Seguro que no quieres un refresco? – preguntó Max, indicando el mini bar del palco privado. Amanda no lo escuchaba. Desde que había llegado al teatro, había tenido una premonición. Un escalofrío en la espalda. Era como cuando hablaba en la Escuela de Secretariado meses atrás y había sabido que Daniel estaba pensando en ella. Él estaba allí. En el teatro-. ¿Mandy?
– Lo siento, Max. No me apetece nada.
Max tomó la capa y la dejó sobre una de las sillas mientras Amanda buscaba una figura entre los espectadores. Pero no veía a Daniel.
Daniel la había visto cuando entraba en el palco, pero Amanda no podía verlo. Sus butacas no estaban en su línea de visión y no estaba seguro de si eso lo alegraba o lo entristecía.
El sentido común le decía que no debería sentir nada, pero Daniel no podía controlar su corazón. Por primera vez en su vida, se había enamorado y, en el último momento, antes de que el hermoso futuro con Mandy se hiciera añicos, se lo había dicho. Y las palabras, una vez pronunciadas, no podían borrarse. Estarían allí para siempre, una diminuta vibración de sonido que haría eco para toda la eternidad.
Él no estaba allí. Había sido su imaginación. Su imaginación, combinada con el deseo de volver a verlo. Seguía soñando con un final feliz. Seguía soñando que Daniel la encontraría y volvería a decirle que la amaba.
Amanda suspiró cuando cayó el telón por última vez. Solo esperaba que Max no quisiera hablar sobre la obra que acababan de ver porque apenas había prestado atención.
– Mandy, tengo que ir un momento a los camerinos. No te importa, ¿verdad?
– Cinco minutos, Max. Después de eso, me esfumaré.
– Cinco minutos, te lo prometo. Quiero volver a casa enseguida – sonrió él, ayudándola a ponerse la capa antes de salir al pasillo-. Por aquí – indicó, llevándola de la mano a través de la gente. Estaban casi en la puerta del pasillo de camerinos cuando su hermano se paró y ella se paró también.
Era Daniel.
Daniel y Sadie parecían clavados en el suelo, incapaces de moverse y, de repente, Amanda sintió que el mundo se había parado con ellos. Daniel no decía nada y si él decidía no hablar, ella tampoco lo haría. Por mucho que deseara acercarse a él, por mucho que deseara tomar su mano, ponerla en su vientre y decir: «Este es tu hijo. Tuyo y mío, Daniel. Ya lo siento moverse dentro de mí…»
– Perdone, tenemos que pasar – estaba diciendo Max. La frase rompió el hechizo que parecía envolverlos a los tres y Daniel se apartó. Su hermano abrió la puerta y dejó que Amanda entrase primero-. ¿Por qué te miraba ese hombre? – preguntó, cuando estuvieron solos en el pasillo. Amanda no contestó pero Max se dio cuenta de que ocurría algo-. Bueno, quizá no es tan buena idea que vayamos a saludar a los actores. Ya sabes lo pesados que son…
– No te preocupes – lo interrumpió ella-. Estoy bien. Trabajo demasiado últimamente y quizá me iría bien un poco de barullo.
Algo tenía que decir.
– ¿Papá? – la voz de Sadie lo sacó de su estupor. Los dedos de su hija se habían clavado con tal fuerza en su mano al encontrarse cara a cara con Mandy que seguía sintiendo la presión más tarde, mientras esperaban un taxi. Solo la presión de aquellos dedos había impedido que se acercara a ella-. Papá, no tenemos que ir a cenar a un restaurante. Podemos cenar en casa, si quieres.
Su voz sonaba alterada. Asustada quizá por la intensidad de lo que había ocurrido en el teatro. También lo había asustado a él.
Pero tenían que cenar. Daniel se obligaba a sí mismo a comer todos los días, aunque después no recordaba qué había comido. Solo sabía que había mucha gente que dependía de él. Sus empleados y, sobre todo, su hija. Cuando el taxi paró frente a ellos, abrió la puerta y le dio al taxista el nombre del restaurante en el que había reservado mesa. Y no era un pequeño restaurante italiano, desde luego.
CAPÍTULO 10
– AMANDA, estás muy guapa – sonrió Pamela Warburton, mientras la acompañaba al salón de profesores-. ¿Cuándo darás a luz?
– A mediados de junio.
– Espero que sea una niña. Tu cuñada no parece tener ninguna prisa en apuntar a su hija como futura alumna del internado.
– Me parece que a Jilly no le hace gracia que su hija vaya a un internado – dijo Amanda, poniéndose la mano protectoramente sobre el vientre. Sus padres no habían tenido otra alternativa porque pasaban mucho tiempo en el extranjero y, aunque ella no había sido infeliz, comprendía perfectamente a Jilly-. Y no creo que pudieras aceptar al mío. Es un niño.
– Oh, vaya, Amanda. Yo creí que eras la chica más organizada que había conocido. ¿Cómo has permitido que eso ocurra?
Por un momento, Amanda pensó que lo decía en serio, pero entonces vio un brillo de burla en los ojos de su antigua directora.
– He sido un poco descuidada, supongo.
– ¿Es que no puedes ir más deprisa, papá? Vamos a llegar tarde.
– ¿Y de quién es la culpa? Has sido tú la que ha vaciado el armario entero para vestirse. Y te has puesto más pintura que Jerónimo.
– ¿Quién es Jerónimo?
Daniel no estaba seguro de si su hija le estaba tomando el pelo.
– Da igual. Seguro que la señora Warburton se lleva una sorpresa cuando te vea.
– ¿Por qué? Si tienes cinco sobresalientes, consigues un diploma. Es automático.
– ¿Y con seis qué ganas, un muñeco de peluche?
– Estás muy gracioso, papá.
Daniel estaba bromeando. Sabía bien por qué su hija había insistido en acudir a la ceremonia de entrega de diplomas. No tenía nada que ver con la ceremonia y sí con que sus amigas la vieran con una minifalda peligrosamente cercana a la ilegalidad, botas altas y maquillaje suficiente como para parar el tráfico.
En realidad, estaba guapísima y, con casi un metro ochenta de estatura, no podía pasar desapercibida.
Quizá debería haber intentado convencerla de que se pusiera algo menos provocativo, pero Sadie había sacado cinco sobresalientes y no podía negarle nada. Tenía que permitirle disfrutar de su éxito. Pamela Warburton levantaría una de sus aristocráticas cejas, pero aquel iba a ser el último año en el internado Dower para Sadie.
– ¿Quién entrega los diplomas este año? – preguntó, mientras aparcaba el Jaguar frente al edificio Victoriano.
– No lo sé. Una vieja alumna – contestó Sadie, buscando la invitación en su bolso-. Amanda Garland – leyó. A Daniel se le cayeron las llaves del coche al suelo-. No sé quién es.
– Tiene una famosa agencia de secretarias. Dicen que son las más cualificadas del país.
– ¿Y cómo es?
– No tengo ni idea. Esperemos que no sea una pesada.
Había muchas niñas esperando a los invitados para conducirlos al salón de actos y la señora Warburton saludaba a todo el mundo con su consabido: «hola, cómo está, las niñas están estupendamente y necesitamos fondos para ordenadores».
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