– ¿Qué ha pasado? – preguntó, mirando a Daniel por el rabillo del ojo.

– ¡He hablado con Guy Dymoke!

– ¿El actor?

– ¿Actor? No sé si sabe actuar, pero es el tío más guapo que he visto en mi vida…

– ¿Y? – la interrumpió Amanda.

– Va a hacer una película en Londres y necesita una secretaria.

– Bueno, pues búscale una.

– De eso nada. Quiere hablar con la jefa.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo. Está en el hotel Brown. ¿Cuánto tiempo tardarás en llegar?

Amanda miró a Daniel. El cabello castaño claro, los ojos azules… la montaña rusa estaba descendiendo peligrosamente.

– Espera. Daniel, perdone pero tengo que ir al hotel Brown inmediatamente. ¿Cuánto tiempo podemos tardar?

Daniel se había dejado llevar por el instinto con Mandy Fleming, ignorando todas las reglas. ¿En qué estaba pensando?, se decía.

Si alguna vez se enteraba que uno de sus conductores había hecho algo así, lo despediría sin contemplaciones.

Al menos era lo que iba diciéndose a sí mismo después de dejarla en un hotel con Guy Dymoke, el hombre con el que cualquier mujer querría pasar una noche.

Aunque fuera tomando notas a taquigrafía.

CAPÍTULO 3

– EN LA CLÍNICA me han dicho que tendrás que esperar hasta el mes de noviembre – la informó Beth, después de que Amanda le diera hasta el último detalle de su reunión con Guy Dymoke.

– ¿Noviembre? – repitió Amanda. Quería tener un hijo y había decidido que esa era la forma de hacerlo, pero, de repente le parecía algo tan frío… ¿Cómo lo harían?, se preguntaba. ¿Le darían una lista para que eligiera las cualidades del donante: ojos azules, hombros anchos, un metro noventa de estatura…?-. Noviembre está bien. No hay prisa.

– ¿Se te están quitando las ganas después de leer todos esos libros sobre el embarazo?

– Claro que no – contestó ella. Había pasado todo el fin de semana pensando en lo que sentiría al ver crecer a su hijo, preguntándose de dónde habría salido el hoyuelo, de dónde el color del pelo. Pensando que nunca podría decirle: «eres igual que tu padre»-. ¿Seguro que no había ningún mensaje más?

– No. ¿Esperabas alguno?

– Sí… no – contestó. Beth la miró, irónica- Bueno, es posible.


Daniel abrió el cajón de su escritorio y el pendiente de jade pareció hacerle un guiño, animándolo para llamar a la agencia Garland. Pero, en lugar de hacerlo, tomó un sobre y escribió el nombre de Mandy. Lo enviaría por correo aquella noche. Era lo más sensato.

– Vale. Hablame de él.

– ¿De quién?

– Del que no te ha llamado.

– No lo conoces – dijo Amanda. Beth sonrió-. Lo conocí el viernes.

– ¿Y?

Con Beth no podía disimular.

– Creo que es perfecto.

– ¿Un hombre perfecto? Amanda, eso no existe.

– Depende de para qué lo quieras – replicó ella. Inmediatamente después, se puso colorada.

– Ah, ya veo. Por eso no te importa esperar hasta noviembre. Has encontrado tu particular banco de esperma…

– ¡Beth! – la interrumpió Amanda, escandalizada.

– ¿Cómo se llama?

– Daniel Redford.

– Bonito nombre – dijo Beth, levantándose para servirse un café-. ¿Quieres uno?

– No, gracias. Estoy a dieta prenatal.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que conocí a Daniel Redfórd.

– Deseo a primera vista, ¿no? – Beth no esperó respuesta-. Ya veo que no pierdes el tiempo. ¿Y está de acuerdo ese Daniel Redfórd en ser el padre de tu hijo?

– No se lo he preguntado – contestó Amanda, tocándose distraídamente un pendiente-. A lo mejor me he equivocado – añadió después. Esperaba que Daniel hubiera llamado a la agencia durante el fin de semana. Pero quizá había cambiado de opinión sobre… bueno, sobre lo que iba a decir con respecto a las entradas para el teatro cuando Beth los interrumpió.

Apenas habían hablado mientras se dirigían al hotel Brown y estaba segura de que se lo había pensado mejor. Al fin y al cabo, ella era una cliente.

Amanda había pensado darle su número de móvil, pero no había tenido valor.

– Seguramente está casado y tiene media docena de hijos – dijo Beth.

– Es divorciado y tiene una hija adolescente.

– Divorciado, ¿eh? ¿Por qué no lo llamas? Dile que tienes que hacerle una oferta de trabajo. A lo mejor la acepta.

– Qué graciosa.

– Piénsalo. Seguro que está deseando meterse en la cama contigo. De lo que no estoy segura es de que quiera tener niños. Los niños son muy caros.

– Pero yo no quiero su dinero. No quiero nada de él.

– Además de su ADN, claro – sonrió su amiga-. Cuéntame, ¿quién es ese Daniel Redford?

– Pues… el chófer que me llevó al seminario.

– Oh – murmuró Beth, sorprendida-. ¿Y estuvo flirteando contigo? ¡Ligando con la famosa Amanda Garland, qué cara!

– Sí. Bueno, verás…

– Al menos es valiente – rio Beth.

– La verdad es que creía que Amanda Garland era una vieja bruja…

– ¿Y qué pasó cuando le dijiste que eras tú?

– No se lo dije. Le dije que me llamaba Mandy Fleming.

Beth la miró con los ojos muy abiertos, pero Amanda no quería seguir hablando del asunto y cambió de tema inmediatamente.


Quizá no era buena idea enviar el pendiente por correo, pensaba Daniel. Podría perderse. Quizá, si esperaba unos días más, llamaría ella. En ese momento sonó el intercomunicador.

– ¿Sí?

– Está aquí Lady Gilbert – dijo Karen-. Quiere hablar del Rolls para la boda de su hija.

– Ah, sí. Voy enseguida – contestó Daniel, tirando el sobre vacío a la papelera. Iba a meter el pendiente en el cajón, pero al final decidió guardarlo en el bolsillo de su chaqueta.


Beth no quería dejar el tema. Había contestado todas las preguntas de Amanda sobre la normativa de contratación para niñeras profesionales y después había vuelto al tema de Daniel Redford.

– ¿Cree que eres una de las secretarias? – preguntó. Amanda no se molestó en contestar-. Te vas a meter en un lío.

– Probablemente.

– Es guapísimo, ¿no? – sonrió. Amanda no lo negaba. Simplemente, miraba el teléfono. Cuando sonó, lo tomó ella misma precipitadamente. Era su hermano Max, para invitarla a comer.

– Habíame de él – dijo Beth.

– Tiene unos cuarenta años y unos ojos preciosos. Cuando sonríe, se le cierran un poquito…

– Eso me gusta.

– Y su boca… – Amanda no podía dejar de recordar su aspecto de pirata cuando sonreía-. También tiene unas manos muy bonitas. Grandes y fuertes.

– ¿Quieres que te preste un libro de cocina?

– ¿Qué?

– Tendrás que preparar algo especial – dijo Beth, como si se dirigiera a alguien con las facultades mentales perturbadas-. Y no te olvides de la nata. Ahora viene en aerosol. Muy adecuada si tiene ganas de comerte de postre…

Amanda se permitió a sí misma imaginarse la escena durante unos segundos.

– No. Olvídalo. Tienes razón, me voy a meter en un lío.

– Pero yo no he dicho que no fuera divertido. Si vas a hacer una locura, no veo por qué no vas a disfrutar al mismo tiempo.

– No sería justo para Daniel. Lo estaría usando.

– Sí, pero tú te encargarías de que lo pasara muy bien – Beth podía ser sorprendentemente franca a veces.

– No es eso – dijo Amanda-. Además, esto es muy serio. ¿Te das cuenta de que la natalidad ha descendido en este país hasta niveles alarmantes? Ya ni siquiera llega a dos puntos. No nos van a poder reemplazar. Es un suicidio demográfico.

– Ah, ya entiendo, lo estás haciendo por tu país – dijo Beth, irónica-. Estás loca, no sé si lo sabes. Has heredado más dinero del que podrías gastarte, eres la propietaria de la mejor agencia de secretarias de Londres y cuando no estás acudiendo a un estreno en la ópera, estás de vacaciones en una casa de campo tan grande como un estadio de fútbol…

– Porque no tengo nada que hacer en casa. Me siento vacía y egoísta.

– A mí me encantaría sentirme así.

– ¿Y qué pasará cuando tenga cuarenta años? ¿O cincuenta? Esta es una decisión meditada, Beth – explicó-. Admito que el embarazo de mi cuñada hizo que me replantease mi vida, pero es posible que necesitara un toque de atención.

– Entonces, haz las cosas bien. Cásate y forma una familia.

– No es tan fácil – suspiró Amanda-. O quizá yo soy demasiado exigente. Cuando cumples treinta años te resulta difícil soportar las pequeñas manías de los demás.

– Bueno, pero tendrás la cama caliente por las noches.

Amanda lanzó una carcajada, pero el sonido era hueco.

– Es fácil para ti, Beth. Tú te enamoras con mucha facilidad. Pero a mí nunca me ha pasado. Quizá siempre he estado demasiado ocupada. Un error, ya lo sé, pero es tarde para solucionarlo.

– Nunca es demasiado tarde para enamorarse.

– Solo una romántica incurable pensaría eso.

– Tu hermano parece haber encontrado el secreto.

– Max y Jilly son tan románticos como tú. Todo el mundo sabe que uno de cada tres matrimonios acaba en divorcio y que la mujer se queda sola, cuidando de los hijos. Yo estoy simplemente acortando el procedimiento.

– Estás dejando al hombre fuera por completo, Amanda. Dejando fuera la emoción, el amor. ¿Tienes idea de lo que vas a tener que pasar tú sola con un hijo? – preguntó. Amanda no había querido pensarlo-. Vas a lamentarlo, créeme.

– No creo que vaya a lamentar ser madre. Y estoy decidida a tener un niño rubio, con ojos azules…

– ¿Que se le cierren un poquito cuando se ría? – la interrumpió Beth-. Vale. Pero ya que estás tan decidida, será mejor que tengas algo que recordar para las largas y solitarias noches. No te haría daño llamar a ese Daniel por teléfono.

– ¿Para preguntarle si quiere tener un hijo conmigo? ¿Estás loca?

– No me has estado escuchando, Amanda. Primero, el cebo, después, el anzuelo. Conócelo un poco y después… hablale de tu plan.

– ¿Y si dice que no?

– Bueno, tú has dicho que no sabe quién eres…

– ¿Y?

– Quizá no deberías decírselo.

– Beth, ¿estás sugiriendo lo que creo? – preguntó Amanda, escandalizada-. ¿Estás sugiriendo que… que lo utilice sin decirle nada?

Beth soltó una carcajada.

– Puedes llamarlo un robo a mano armada. Un asalto al banco… de esperma.

– Vete a la porra, Beth.

– Ay, perdona, es que me hace tanta gracia – seguía riendo su descarada amiga.

– Pues no la tiene.

– No, tienes razón. Lo siento – dijo la joven, intentando ponerse seria-. No tiene ninguna gracia. Es una locura. ¿Seguro que no quieres una taza de café? ¿Un coñac? ¿No te apetece tumbarte un poco?

Amanda negó con la cabeza.

– No. Y será mejor que vayas comprando una nevera para la oficina. Tendré que guardar leche y zumo de naranja.

– La cita en la clínica no es hasta el próximo mes. Pero, claro, en ese tiempo… – Beth no terminó la frase. En ese tiempo, Daniel podría llamar-. Sé que voy a lamentar haberte animado y tú también. Probablemente, me despedirás en cuanto la prueba de embarazo dé positiva.

– No pienso hacer eso. Voy a ampliar la agencia y necesito un socio. Alguien que comparta la carga conmigo. Pensé que a ti te gustaría.

– ¿Quieres que sea tu socia? – exclamó Beth, asombrada-. Amanda… no sé qué decir.

– A menos, claro, que sigas cuestionándote mi buen juicio.

– No, no, yo no me cuestiono nada – sonrió Beth, encantada de la vida-. Tú siempre sabes lo que quieres. Estoy segura de que ese Daniel Redford y tú tendréis unos niños guapísimos.

– Vamos a dejar el tema.

– Vale, pero Daniel Redford sería mucho más divertido que una jeringuilla en una clínica – replicó su amiga. Amanda había intentado no pensar en ello, pero le resultaba difícil-. Al menos, no tendrías que tumbarte y pensar en los problemas demográficos del país.

– No, eso seguro que no – murmuró Amanda. Se imaginaba haciendo el amor con Daniel Redford y algo se le calentaba por dentro.

– Por ahora voy a ver si averiguo algo sobre ese hombre.

La romántica Beth acababa de convertirse en la mujer de negocios.

– ¿Averiguar algo sobre Daniel? ¿Para qué? – Bueno, llámame cínica, pero supongo que tú no eres la única mujer en Londres que se ha fijado en esos ojos azules. No tenemos ni idea de qué hace dentro de esos cochazos… Puede que se dedique a seducir señoritas de buena familia. – No, Beth. Me niego.

– Sé sensata. Es como pedir un análisis de sangre.

– ¿Tú obligas a tus novios a hacerse uno?

– Yo no estoy planeando tener un hijo con un hombre al que acabo de conocer.

Amanda sabía que estaba protestando porque no quería saber nada malo de Daniel. Y eso era tan significativo como su pulso acelerado y el calor que sentía cuando pensaba en él.

– Espera un poco. Deja que lo piense.

– De acuerdo – concedió Beth, que no parecía nada convencida-. Y ahora, a trabajar.