– Muy bien. Ya he redactado un contrato para la sociedad.

– ¡No me refería a eso! Estaba hablando de Daniel. No creo que puedas invitarlo a cenar.

– ¿Por qué no?

– Porque tardaría dos segundos en descubrir que no eras una secretaria. Te recuerdo que vives en una mansión, «Mandy Fleming».

– Ah, es verdad. Pero tendré que decirle…

– ¿Por qué? Créeme, muchos hombres no pueden soportar que sea la mujer la que lleve el dinero a casa.

– Él no es tan obtuso.

– Es posible que no. Pero también existe el peligro de que el chófer de cuento eche un vistazo a tu casa, a tus antigüedades, a tus pinturas… y decida que le ha tocado la lotería.

– No lo conoces.

– No. Por eso estoy pensando con la cabeza, no con las hormonas.

– Déjalo, Beth. En serio.


– ¿Dónde está Sadie? – preguntó Daniel.

Bob salió de debajo de un Bentley.

– Se ha ido a comer con dos de los chicos.

– ¿Con qué chicos?

– David y Michael.

– ¿Y Ned Gresham?

– Vamos, jefe. Todo el mundo sabe que es tu hija – sonrió Bob. Daniel esperaba que todo el mundo tuviera eso en cuenta. Sobre todo, Ned Gresham.

Casi le había dado un ataque cuando descubrió que el Casanova del garaje había llevado a Sadie a casa el viernes por la noche.

– ¿No te está dando problemas?

– Es un poco larga de lengua, pero como está intentando escandalizarme no le hago caso – respondió el hombre-. ¿Va a volver al colegio la semana que viene?

– Eso espero.

Bob se levantó y se limpió las manos con un trapo. – ¿Estás seguro de que quieres que me ayude a limpiar los coches?

– Absolutamente.

– Muy bien – dijo su empleado y viejo amigo-. Sadie se estaba quejando esta mañana de que había tenido que venir en autobús a trabajar. ¿Eso eso parte del plan?

– Puedo llevarle en coche al colegio cuando quiera.

– Ya, pero estaba pensando… yo tengo una moto vieja en casa. Una moto pequeña. Sadie me ha dicho que se ha sacado el permiso para conducir motos.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Se examinó este verano, por lo visto.

– Vaya, no lo sabía. ¿Le has dicho algo de tu moto?

– Le dije que podía ayudarme a arreglarla uno de estos días – contestó Bob-. Maggie me ha preguntado por ella. Hace mucho que no la ve.

– Le diré a Sadie que vaya a verla un día de estos, pero nada de motos, Bob. No quiero que piense que está de vacaciones – dijo Daniel.

Bob y Maggie se habían portado muy bien cuando Vickie los había abandonado. Daniel no sabía qué hacer hasta que la propia Sadie le había pedido que la enviara al internado Dower con sus amigas. La niña tenía nueve años y, en ese momento, le había parecido la solución a sus problemas.

Daniel entró en su oficina, cabizbajo. Sacó las entradas para el teatro y las dejó sobre la mesa, al lado del pendiente de jade que había encontrado en el Jaguar.

El sentido común le decía que no era el mejor momento para pensar en Mandy Fleming. Sabía que lo sensato sería darle las entradas a Bob y el pendiente a Karen para que lo enviara a la agencia. Pero, ¿qué sabía el sentido común de piernas interminables, del elegante cuerpo de una mujer hermosa?, pensaba mirando el pendiente, ¿qué sabía el sentido común de la pequeña orejita de la que colgaba aquella joya? Apretando la pieza de jade en una mano, tomó el teléfono y marcó el número de la agencia.

– Agencia Garland – contestó una voz.

– Me gustaría dejar un recado para Mandy Fleming.

Al otro lado del hilo hubo una pausa.

– ¿Mandy Fleming?

– Es una de sus secretarias.

– ¿De parte de quién?

– Soy Daniel Redford.

– Señor Redford, me temo que no puedo tomar mensajes personales para nuestras empleadas.

– No es personal – dijo él. Por supuesto lo era, pero no pensaba decírselo-. Llamo de la empresa de alquiler de coches Capitol. La señorita Fleming perdió un pendiente en uno de nuestros coches la semana pasada.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y parece valioso. Si no le importa, dígale que nos llame cuando pueda.

– ¿Por qué no lo trae aquí? Yo misma se lo daré.

– No puedo hacer eso. Es regla de la compañía que los objetos perdidos se entreguen en persona.

– Ah, ya veo. En ese caso, señor Redford, veré lo que puedo hacer.


Amanda paseaba inquieta por el salón de su casa. Le había dicho a Beth que necesitaba un poco de tranquilidad, pero lo que iba a hacer en realidad era llamar a la empresa Capitol. Y no quería que Beth supiera que había dejado caer un pendiente en el coche cuando Daniel no se daba cuenta. Era una treta más sutil que darle su número de teléfono. Una oportunidad que Daniel no podía dejar pasar, a menos que no estuviera interesado.

Amanda tomó el auricular y marcó un número de teléfono.

– Capitol. ¿Dígame?

Amanda tuvo que tragar saliva. Pero no sabía por qué. No había nada de extraño en llamar para preguntar por un pendiente olvidado en un coche.

– Buenos días, soy Mandy Fleming. El otro día perdí un pendiente y creo que ha debido ser en uno de sus coches – dijo. Mentira podrida, claro.

– Muy bien – dijo Karen-. ¿Cuándo lo perdió?

– El viernes pasado. El conductor era Daniel Redford – explicó, solo por el placer de pronunciar su nombre-. ¿Podría preguntarle si ha encontrado un pendiente de jade? Le dejaré mi número de teléfono…

– Espere un momento. Voy a preguntarle.

¿Daniel estaba allí? Los nervios de Amanda se desataron.

– ¿Mandy? – oyó una voz masculina al otro lado del hilo. Amanda se sentía como una quinceañera enamorada del capitán del equipo de rugby del instituto-. ¿Hola?

– ¿Daniel? – pudo decir por fin, con un nudo en la garganta-. Pensé que estarías trabajando – añadió, tuteándolo por primera vez.

– Hoy no – contestó él. Amanda no podía verlo, pero sabía que estaba sonriendo.

– Ah, pues… yo llamaba porque he perdido un pendiente. Creo que se me cayó en el Jaguar el viernes pasado.

– Si es de jade, lo tengo yo. La verdad es que acabo de llamar a la agencia para dejarte un mensaje.

– Ah, qué bien – murmuró Amanda, encantada.

– ¿Quieres que lo lleve a la agencia?

– No, no – contestó ella rápidamente. Lo último que deseaba era que Beth tuviera oportunidad de interrogarlo-. Yo misma iré a buscarlo…

– No – la interrumpió él. Si Mandy iba al garaje, se enteraría de quién era en realidad-. Tengo una idea mejor – dijo, pasándose los dedos por el cuello de la camisa-. Sigo teniendo las entradas para el teatro. Si quieres venir conmigo, te devolveré tu pendiente.

– Es muy amable por tu parte, Daniel, pero ¿no prefieres llevar a tu hija?

– Sadie está castigada – dijo él-. Pero hay un problema. Las entradas son para mañana por la noche.

– ¿Eso es un problema?

– Lo digo porque no he podido avisarte con tiempo. No sé si tienes algún plan.

Con planes o sin ellos, Daniel Redford era demasiado importante como para hacerse la dura.

– ¿Y perderme la oportunidad de ver el mejor musical del año? No, mañana me parece muy bien.

– ¿Puedo ir a buscarte?

A su casa no, desde luego.

– No sé dónde voy a estar – contestó Amanda. Estaba empezando a gustarle el juego-. ¿Por qué no me dejas la entrada en la taquilla y nos vemos en la cafetería del teatro?

– Muy bien. Entonces, a las siete, en la cafetería.

Amanda colgó el teléfono, mordiéndose los labios para no gritar. Él había llamado primero y había dejado un mensaje en la oficina… No sabía por qué era tan importante, pero lo era. Su teléfono empezó a sonar. Era Beth.

– Así que te dejaste un pendiente en su coche, ¿no, «Mandy Fleming?» Qué lista eres…

CAPÍTULO 4

– POR LA VOZ, yo diría que es guapísimo – decía Beth, que había insistido en ayudarla a elegir el vestido que se pondría para su primera cita con Daniel-. Y muy sexy.

– Tiene una voz normal, Beth. Profunda, pero normal – dijo Amanda. Mentía, claro-. ¿Qué te parece este? – preguntó, mostrando un traje gris con chaqueta del mismo color.

– Por favor, no vas a tomar el té al palacio de Buckingham. Ponte el negro. Y tacones altos. Los hombres no se pueden resistir frente a un par de tacones.

– No quiero que piense que voy a meterme en la cama con él en la primera cita.

– ¿No es eso lo que quieres?

– ¿Y no eras tú la que me decía que tuviera cuidado?

– Todos cometemos errores. Creo que deberías disfrutar todo lo que puedas.

– No puedo simplemente… bueno, ya sabes – empezó a decir Amanda-. Tengo que conocerlo un poco mejor… ¡Deja de mirarme así!

– ¿Así cómo?

– Sonriendo. Esto no tiene ninguna gracia. Es muy serio, Beth.

– ¿O sea que no puedes… ya sabes?

Amanda, que no se había ruborizado desde que se le había roto la goma de las braguitas en una fiesta cuando tenía ocho años, sintió que sus mejillas ardían.

– Esta es solo una cita para conocernos un poco. Es posible que no quiera volver a verme. O que yo no quiera volver a verlo…

– Si juegas bien tus cartas, esta noche puede ser definitiva. ¿Lo de las medias es intencionado?

– Siempre llevo medias.

– ¿De seda negra, con liguero? – preguntó Beth, irónica. Amanda la miró, irritada-. Bueno, solo era una pregunta. ¿Y dónde vais a ir después?

– ¿Después de qué? – preguntó Amanda, casi gritando.

– Después del teatro. Aquí no podéis venir – contestó su amiga, con una calma irritante-. Lo mejor será que busques un nido de amor.

Amanda se sentó sobre la cama y miró a su nueva socia.

– Te lo estás pasando bomba, ¿verdad?

– No me lo había pasado tan bien desde que descubrí que la nata viene en aerosol.

– Qué cara tienes – dijo Amanda, intentando no sonreír. Eran nervios, solo nervios-. Estás despedida.

– No puedes despedirme. Soy tu socia – replicó su amiga, sin molestarse en mirarla-. Este es el vestido. Definitivamente.

El vestido que Beth tenía en la mano era negro, corto y sexy como el pecado.

– No sé – dudó Amanda. ¿Cuándo había sido la última vez que dudaba sobre qué vestido ponerse?, se preguntaba.

– Este vestido cubre lo suficiente como para demostrar que eres una señora y revela lo suficiente como para dejarlo con la lengua fuera – dijo Beth-. ¿No es ese el efecto que quieres conseguir?

– Es el efecto que quieren conseguir todas las mujeres – admitió Amanda, poniéndose el vestido con manos temblorosas-. ¿Qué tal?

– Muy…

– ¿Muy qué?

– Muy… ya sabes – contestó Beth con una risita perversa.


Mandy Fleming llegaba tarde. Daniel acariciaba el pendiente que llevaba en el bolsillo, preguntándose si le daría plantón. Quizá sería lo mejor. Las mujeres eran mejor de una en una, sobre todo si una de ellas era Sadie. Su hija, que aquella tarde le había dicho tranquilamente que se iba al pub.

– ¿Cómo? ¿Tú sola? – había preguntado Daniel, intentando disimular una nota de histeria en su voz.

– No. Con mi amiga Annabel.

Su amiga Annabel acababa de convertirse en persona non grata para Daniel.

– Pues tendrás que decirle que no. Además de que estás castigada, te recuerdo que no tienes edad para ir a un pub.

– Annabel dice que nos dejan entrar.

Desgraciadamente, tenía razón. Sadie podría convencer a cualquiera de que tenía dieciocho años y, por eso, cuanto antes volviera al internado, mejor.

– Me da igual que os dejen entrar. No tienes edad…

En ese momento, apareció Bob y le preguntó a Sadie si quería cenar en su casa y echar un vistazo a la moto. Bob, como siempre, echándole un cable.

Daniel miró su reloj, impaciente. Hacía mucho tiempo que no esperaba a una mujer. Faltaban solo diez minutos para que empezase la función…

– Daniel – oyó una voz a su espalda. Él se levantó como por un resorte. Quedarse en casa con su hija quizá hubiera sido lo más sensato, pero cuando la alternativa se llamaba Mandy Fleming, el sentido común no servía de nada-. Perdona, siempre te hago esperar – sonrió ella. Por encima del murmullo de voces del bar, la voz de Mandy le llegaba suave y un poco ronca, acariciando su oído.

– Merece la pena esperarte – dijo él, nervioso como un crío-. ¿Quieres tomar algo?

Amanda se sentó frente a él, intentando no mirarlo como una adolescente enamorada. Pero algo le decía que aquel hombre era especial, diferente de los demás. Y que había conseguido descarrilar todos sus planes.

– Gracias. Un zumo de naranja.

Amanda lo observó abrirse camino hacia la barra… y observó también cómo lo miraban las camareras. Con un traje de color claro, camisa azul cielo y corbata de seda, en realidad lo que la sorprendía era no tener que pelearse por él.

¿Por qué lo habría abandonado su mujer?, se preguntaba.