Su subconsciente tenía la manía de hacerse preguntas en los momentos menos adecuados, pero en aquella ocasión lo ignoraría con total impunidad. Aquella noche tenía una cita y lo pasaría bien sin comprometerse a nada. Y, después del teatro, tomaría un taxi y volvería a su casa sola. ¿O no?
– ¿Has tenido mucho trabajo hoy? – preguntó Daniel, volviendo con el zumo de naranja.
– Sí – contestó Amanda-. Pero no he llegado tarde por eso. He llegado tarde porque no quería que te creyeras irresistible.
Daniel se quedó momentáneamente sin respiración. Hubiera deseado tomarla del brazo y salir del teatro con ella…
– No te preocupes por eso. Ya sé que no soy irresistible – sonrió él-. En realidad, he estado a punto de llamarte para decir que no podía venir – añadió, sin dejar de mirarla a los ojos-. ¿Qué harías tú si una niña de dieciséis años te dijera que se va a un pub?
– ¿Tu hija? Pues no sé, supongo que tendría que decirle que no.
– ¿Supones?
– Sí. Pero a los dieciséis años a mí también me gustaba ir a los pubs con mis amigas.
– ¿Y tu padre te dejaba?
– En realidad, yo no le pedía permiso – sonrió ella, pestañeando de una forma que lo dejaba sin aliento.
– En otras palabras, que debería dar gracias porque mi hija no es tan lista como tú.
– No estaría yo tan segura. Las adolescentes son peligrosísimas.
– Supongo que tienes razón – murmuró él.
– Entonces, ¿por qué estás aquí, en lugar de vigilando a tu progenie?
– Bob, uno de mis… uno de mis compañeros de trabajo me ha salvado. Ha invitado a mi hija a cenar con él y su mujer y, de paso, le ha pedido que lo ayude a arreglar una vieja moto.
Amanda sonrió.
– ¿A tu hija le gustan las motos?
– Le encantan – contestó él. Después se quedó pensativo unos segundos-. Acabo de darme cuenta de que he metido la pata. Ahora Sadie creerá que puede quedarse con la moto.
– ¿Sabe conducir?
– Yo mismo la enseñé el verano pasado. Lo que no sabía era que se había sacado el permiso… – en ese momento, el timbre que anunciaba el comienzo de la función lo interrumpió-. Como tú has dicho, peligrosísimas.
Ir al teatro había sido buena idea, pensaba Amanda. Pero después, el roce de sus brazos en una butaca demasiado pequeña para un hombre de la estatura de Daniel, el de sus rodillas cuando pasaba alguien por delante para buscar su asiento, el de sus hombros cuando se inclinó para escuchar algo que él decía… enviaban escalofríos de anticipación por todo su cuerpo. Una mujer sensata se habría apartado. Pero una mujer sensata se habría quedado en casa en lugar de hacerse pasar por una de sus empleadas, pensaba.
– ¿Qué has dicho? – preguntó. Lo había oído perfectamente, pero quería estar más cerca, quería sentir su aliento en la mejilla. Lo deseaba. Lo deseaba aquella misma noche y no podía evitarlo.
Y lo que veía en sus ojos la ponía aún más nerviosa. Amanda estaba acostumbrada a las miradas de cachorro de sus acompañantes, pero aquel hombre no era ningún cachorro. Él no seguiría su paso.
La butaca era demasiado pequeña y Daniel se sentía incómodo. Era una locura. Él nunca había sentido aquel deseo, aquella urgencia. Todos sus sentidos estaban alerta. El perfume de ella, suave y exótico, el roce de su pelo, la perfección de su piel que sabía sería como seda al tacto…
Amanda lo miró entonces y en sus ojos vio que no estaba solo, que ella sentía lo mismo. Era mejor que se hubieran encontrado en un lugar público porque, de no ser así, en aquel mismo instante estarían arrancándose la ropa como un par de sedientos excursionistas frente a un oasis. Aunque no sería agua lo que estarían buscando.
Daniel tomó su mano. Era tan pequeña que lo hacía sentirse grande y torpe, pero no la soltó. Miraba el escenario, pero no podría haber contado cuál era el argumento de la obra. Solo prestaba atención al tacto de seda de Amanda, un tacto que pronto lo envolvió por completo.
Amanda intentaba prestar atención a los actores, pero el contacto con la mano de Daniel lo hacía imposible. La seductora intimidad de la caricia podría hacer que cualquier mujer sensata acabase haciendo una locura.
Dos horas después, la función terminó y los dos aplaudieron calurosamente. No habían visto nada, no habían oído nada.
– ¿Tienes hambre? – preguntó él, aclarándose la garganta.
– ¿Hambre? – repitió ella, aún confusa.
– Cerca de aquí hay un excelente restaurante italiano.
– ¿Podremos encontrar mesa tan tarde?
– He reservado una – contestó él-. Por si acaso te gustaba la comida italiana.
– ¿Y si no me hubiera gustado?
– Hay un puesto de perritos calientes a la vuelta de la esquina – sonrió Daniel. Era un lugar público, lleno de gente. Quizá era allí donde deberían ir. De otro modo, estaba seguro de que acabarían haciendo una tontería.
– Prefiero el restaurante italiano – dijo Amanda.
En la calle, Daniel soltó su mano, pero solo para ayudarla a ponerse el chal sobre los hombros. Después, hizo un gesto e, inmediatamente, un taxi paró frente a ellos.
– ¿Cómo lo has hecho? ¿Es un gesto especial entre conductores?
– Podría ser – contestó él, entrando en el taxi y dándole al conductor la dirección-. O también podría ser que nos estuviera esperando. Es el taxi que me ha traído al teatro – añadió, con una sonrisa. Estaba claro lo que Daniel tenía planeado, pensaba ella. Sabía que irían juntos a cenar y después… Amanda sintió un escalofrío-. ¿Tienes frío?
– No – contestó, apartándose un poco. Sabía, sin mirarlo, que Daniel estaba sorprendido por el repentino cambio de actitud.
– No creo que tú tengas problemas para llamar la atención de los taxistas – dijo él. Algo en su voz había cambiado también.
– Si has venido en taxi, debes vivir cerca de aquí.
– No demasido lejos. ¿Y tú?
Era una pregunta inocente, pero la tomó completamente por sorpresa.
– Yo… en este momento vivo en casa de una amiga. Cerca de Camdem – contestó, por si él quería dejarla en la puerta. Si era así y tenía que sacar a Beth de la cama, tendría que dar muchas explicaciones. Pero el hecho de que se sintiera tentada, de que aceptara tranquilamente que podría sucumbir, que deseara sucumbir aquella misma noche, la hacía sentir miedo-. Estoy redecorando mi apartamento y soy alérgica a la pintura… Oh, me he olvidado la llave – mintió, mirando su bolso-. Mi amiga me matará si tengo que despertarla para que me abra la puerta.
– Ya entiendo – murmuró Daniel, sin mirarla.
– Mira, quizá cenar no es buena idea. Se está haciendo tarde, yo tengo que trabajar mañana y tú quizá deberías ir a ver a tu hija…
– ¿Por si acaso se ha ido al pub? – terminó él la frase-. ¿Es eso lo que tú habrías hecho? – preguntó. Amanda no contestó y Daniel se inclinó hacia el taxista-. Pare aquí, por favor.
– Daniel…
– Ha sido una noche estupenda, Mandy. Muchas gracias – dijo él, dándole unos billetes al taxista-. Solo tienes que decirle dónde quieres ir.
– Pero… – Daniel ya había cerrado la puerta y se alejaba por la calle. Amanda murmuró una maldición.
– ¿Dónde vamos, señorita? – preguntó el taxista.
¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¿Tan estúpida, tan cobarde? No podía recordar cuándo había deseado a un hombre con aquella intensidad. Por un momento, consideró la posibilidad de decirle al taxista que diera la vuelta y lo siguiera. Pero no lo hizo. Le dio su dirección y se dejó caer sobre el asiento.
Los nervios. Los estúpidos nervios. No había tenido una cita en muchos años y no sabía cómo actuar. Con su actitud, había dejado claro que conocía las intenciones de Daniel y no pensaba seguir adelante. Como una quinceañera asustada.
Por primera vez en mucho tiempo, Amanda estaba a punto de ponerse a llorar.
– ¿No vas a ir a trabajar?
Daniel, medio dormido, abrió un ojo y miró a su hija. ¿Es que nunca se ponía nada que no fuera negro?
– Iré más tarde – contestó.
– Veo que lo pasaste bien anoche.
– ¿Me has despertado para torturarme?
– ¿Qué es esto? – preguntó Sadie.
Daniel volvió a abrir un ojo y vio a su hija con el pendiente de Mandy en la mano.
Lo había encontrado en su bolsillo al llegar a casa, después de un largo y reconfortante paseo. Hasta entonces, había estado felicitándose a si mismo por haber escapado. Había escuchado suficientes mentiras de Vickie como para saber cuándo lo estaban engañando. Y no pensaba soportarlo de nuevo. Aunque su cuerpo protestara enérgicamente.
– Es un pendiente. ¿Es que no te enseñan nada en el colegio?
Sadie hizo una mueca.
– Muy gracioso – dijo, dejando el pendiente en la mesilla-. No voy a avergonzarte preguntando qué hace en tu dormitorio. Seguro que soy demasiado joven para saberlo.
– Efectivamente. Eres demasiado joven.
– ¿De quién es?
– Sadie, vete a trabajar.
– ¿No vas a levantarte? He pensado que, como es tan tarde, podrías llevarme. Eso sí no tienes demasiada resaca.
– No tengo resaca. Simplemente, he pasado una mala noche.
– A juzgar por el pendiente, muy mala no ha sido.
– Cariño, – suspiró Daniel, incorporándose- si pensara pasarlo bien, te prometo que no lo haría contigo en la habitación de al lado.
– ¿Por qué? ¿Es que grita mucho?
Daniel ni siquiera quería pensar en eso, así que miró su reloj, disimulando la turbación. «Malditas adolescentes», pensó.
– Tienes diez minutos para irte a trabajar.
– ¿O?
– O puedes ir buscando otro trabajo.
Amanda llegó tarde a la oficina. Las gafas de sol escondían sus ojeras.
– No preguntes – dijo, cuando vio la expresión de Beth-. Ni una palabra.
– ¿Zumo de naranja, café, té? – preguntó Beth suavemente.
– Café. Solo, con mucho azúcar.
– He leído que el café dificulta las posibilidades de quedarse embarazada – dijo Beth, poniendo una taza de tila y una pastilla sobre la mesa.
– ¿Qué es eso?
– Vitamina B6. 10 miligramos. He leído que, si se toma durante unos meses antes de quedarse embarazada, evita las nauseas matinales.
– Lees demasiado.
– Y mi padre me ha dado unas espinacas de su huerto. Están en la nevera.
– ¿Espinacas, nevera? – repitió Amanda, confusa.
– Me pediste que comprara una y ha llegado esta mañana. La he llenado de leche desnatada, zumo de naranja y yogures.
– ¿Leche desnatada?
– Mucho calcio, poca grasa.
– Leche desnatada y espinacas, qué alegría de vivir – murmuró Amanda. Se sentía enferma y ni siquiera estaba embarazada.
– Tienes que tomar muchas verduras.
Amanda decidió cambiar de conversación.
– Estoy esperando el contrato de las oficinas del piso de abajo. ¿Ha llegado ya?
– Quítate las gafas de sol y verás que lo tienes delante. ¿Qué ha pasado? ¿Una mala noche?
– No ha pasado nada. No he dormido bien, eso es todo – contestó. Pero, dándose cuenta de que su respuesta ofrecía múltiples interpretaciones, decidió ampliarla-. Nos despedimos después del teatro. Fin de la conversación – dijo, tomando un sorbo de tila. Después, se puso la mano en la sien-. Necesito una aspirina.
– Lo que necesitas es un poco de lavanda – dijo Beth, poniéndole delante un frasquito de cristal con un líquido verde-. Es muy aromática y quita el dolor de cabeza.
– Beth, necesito una aspirina – replicó Amanda, con los dientes apretados-. Ahora mismo.
CAPITULO 5
– ENTONCES, el plan de tener un hijo queda en suspenso, ¿no es así?
– ¿Qué dices? – preguntó Amanda, volviéndose bruscamente hacia Beth. Inmediatamente, hizo un gesto de dolor.
– Ponte un poco de lavanda en las sienes.
Amanda se quitó las gafas para mirar a su nueva e irritante socia.
– Me estás poniendo de los nervios, Beth.
– Nada más lejos de mi intención.
Amanda se daba cuenta de que era con ella misma con quien estaba furiosa, por meterse en algo que su sentido común le había advertido que era una estupidez. Y, una vez empezado, por no haber tenido valor para seguir adelante.
– Vale, me pondré la maldita lavanda – murmuró, poniéndose un poco del líquido verde en las sienes. En realidad, el aroma era muy relajante.
– ¿Qué pasó?
– Nada. Cuando terminó la función me preguntó si quería cenar con él y yo le dije que sí. Pero, en el taxi, le mentí. Le dije que vivía con una amiga y que me había olvidado la llave de su casa…
– ¿Por si acaso se ponía pesado?
– Por si acaso, yo me ponía pesada.
– Ooooh – murmuró Beth. Había un mundo de significado en aquel monosílabo y Amanda empezó a ponerse lavanda por litros-. ¿Y?
– Simplemente, le di a entender que no iba a haber nada después de la cena.
– ¿Qué? – preguntó Beth, sentándose frente a ella. Amanda sabía que no se movería de allí hasta saber todo lo que había pasado, con pelos y señales-. ¿Qué le dijiste?
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