Pero por ver aquella sonrisa todo merecía la pena.

– Estupendo. ¿A las ocho te parece bien?

– Me parece muy bien – contestó él. ¿Cómo demonios podía sonar su voz tan tranquila cuando por dentro se sentía como un crío en su primera cita-. ¿Cuál es la dirección?

Ella abrió su bolso y la anotó en un papel.

– Toma. También he escrito el número de mi móvil. Por si acaso… – Daniel dejó de escuchar su voz cuando ella lo miró a los ojos. Estaban tan cerca, su boca era tan suave, tan invitadora…

– ¡Papá! – Daniel se apartó inmediatamente, como un niño al que hubieran pillado haciendo una travesura. Se había olvidado de Sadie.

– Hola, Sadie. Te presento a Mandy Fleming.

– Hola – sonrió Amanda, ofreciendo su mano. Pero Sadie no la aceptó.

– Ah, la del pendiente. No debería dejar los pendientes por ahí ¿sabe? – dijo, sarcástica, antes de volverse hacia su padre-. Te estamos esperando en el pub, si te dignas a ir.

Daniel estaba tan enfadado que hubiera querido zarandearla.

– No puedo ir. Y tú tampoco puedes estar en el pub. Bob debería saberlo – dijo, enfadado. Su hija lo miró desafiante durante unos segundos y después salió del garaje-. Lo siento – se disculpó Daniel-. Encontró tu pendiente en la mesilla y ha creído que…

– Está en una edad difícil – dijo Amanda, conciliadora.

– ¿Es que hay alguna fácil? – sonrió él-. ¿Quieres que te lleve a alguna parte? Solo tardaré un minuto en lavarme las manos.

Ella negó con la cabeza.

– No, ve a hablar con tu hija. Yo tomaré un taxi.


– Me voy a casa. ¿Quieres que te lleve? – preguntó Daniel a las seis y media.

– No, muchas gracias – Sadie se había vuelto la amabilidad personificada. Mal síntoma-. Bob y yo vamos a terminar de arreglar la moto esta noche. Maggie me ha invitado a cenar.

– ¿Otra vez? – preguntó su padre-. ¿Dónde está Bob?

– Se está lavando – contestó ella, sin mirarlo-. Él me llevará a casa.

– Muy bien – dijo Daniel, sacando la cartera-. Toma, será mejor que le compres unas flores a Maggie. Pero no llegues a casa después de las doce, ¿eh?

– ¿A qué hora vas a llegar tú?

Daniel estaba empezando a enfadarse, pero hizo un esfuerzo para no demostrarlo. Lo último que necesitaba en aquel momento era una pelea con su hija.

– Voy a cenar fuera.

– ¿Con la de los pendientes?

– Se llama Mandy Fleming. Pero tú puedes llamarla señorita Fleming. Puedes decirle, por ejemplo, «perdone que sea tan maleducada, señorita Fleming».

– ¿Por qué? ¿Es que la vas a llevar a casa? El cuerpo de Daniel reaccionó con traidor entusiasmo ante la idea, pero no quiso seguir hablando del asunto con su hija.

– ¿Has escrito a la señora Warburton? Sadie lo miró por un momento, sin contestar.

– La escribí ayer – contestó por fin.

– Me alegro – dijo él. Quizá podría intentar algo-. Sadie, ¿tienes un casco? Ella lo miró, sorprendida.

– Sí. Me compré uno hace un par de meses. Tenía que tener casco para el examen.

– Dile a Bob que hablaré con él sobre esa moto. Si la sigues queriendo, claro.

Esperaba, deseaba, que su hija por fin empezara a comportarse de forma normal. Pero, con el despreciativo talante de los adolescentes, Sadie se encogió de hombros.

– Me lo pensaré.

– Pues no te lo pienses mucho.

Por primera vez en toda la semana, Sadie sonrió.

– Lo siento, papá. Gracias – dijo, con los ojos brillantes-. Bob había dicho que entrarías en razón con el tiempo.

– ¿No me digas? – dijo él, irónico. No había entrado en razón, más bien había tenido que aceptar lo inevitable. Además, eso la pondría de buen humor para hablar sobre la inevitable vuelta al colegio el lunes. O eso esperaba.


Amanda era un manojo de nervios. Había roto una copa. Un susto, pero nada importante. Y también se había roto una uña, un desastre irreparable. Entonces sonó el timbre y el frasco de pimienta que estaba abriendo se le cayó al suelo, cubriendo el precioso suelo de la cocina de Beth de granos negros.

Amanda lanzó un grito y tuvo que apoyarse en la mesa para tranquilizarse. Entonces miró el reloj y se dio cuenta de que no podía ser Daniel. Solo eran las ocho menos cuarto y él no llegaría tan pronto. Sería Beth, para comprobar si lo tenía todo listo y si le había dado un ataque de pánico.

Pero aquella noche se portaría como una mujer madura. Aunque tampoco le dejaría ver a Daniel lo que sentía por él. Había elegido unos pantalones grises y una blusa blanca de seda y se había pintado los labios de color rosa pálido. Al fin y al cabo, solo iba a ser una cena.

Amanda miró el suelo cubierto de granos de pimienta y lanzó un gemido. Ella, la viva imagen de la eficiencia hecha un manojo de nervios por una simple cena con un hombre al que encontraba atractivo. Cuando volvió a sonar el timbre, salió de la cocina. Beth. Beth lo arreglaría mientras ella se retocaba un poco.

Pero cuando abrió la puerta se quedó sin respiración.

– Daniel – murmuró. Daniel, con vaqueros, una chaqueta colgada a la espalda y dos botellas de vino en la mano.

– Llego un poco pronto – sonrió él. A la luz del pasillo, podía ver que se había puesto colorada. Estaba deliciosamente despeinada y tenía los labios entreabiertos, aquellos labios que parecían estar pidiéndole a gritos que la besara.

– No importa – dijo Amanda, pasándose nerviosamente los dedos por el pelo-. Entra, estaba terminando de preparar la cena.

– No podía esperar. Lo siento, pero…

No podía esperar. Las palabras eran como un hechizo mágico y Amanda se sintió casi mareada, como la princesa dormida a la que despertaba el príncipe encantado. Todos aquellos hombres elegantes y amables con los que se había relacionado siempre la habían convertido en una virgen emocional. Pero Daniel nunca haría lo que ella esperaba que hiciera. Daniel tenía su propia forma de hacer las cosas y ella estaba deseando que la tomara en sus brazos… cuando se dio cuenta de eso, dejó de preocuparse por su pelo y por todo lo demás e hizo lo que había estado deseando hacer desde el primer día.

Se puso de puntillas y lo besó.

CAPITULO 6

EL TIEMPO pareció pararse cuando Amanda puso los labios sobre los del hombre. Daniel no quería llegar tan pronto, pero había aparcado frente a la casa y no podía dejar de pensar en Mandy, de desearla. Como un adolescente.

¿Cómo se comportaría aquella noche?, se preguntaba. ¿Sería la bromista y coqueta cliente que había llevado el primer día en el Mercedes? ¿La mujer despreocupada que, después de una llamada de teléfono, había asumido una actitud profesional, obsesionada por llegar a tiempo a una cita de trabajo con un actor de cine? Los celos que había sentido en aquel momento deberían haberlo advertido de lo que iba a ocurrir. ¿Sería la que había aparecido aquella mañana en el garaje, o la mujer insegura de la noche anterior?

Daniel se había hecho todas esas preguntas antes de salir del coche, pero ni en sus mejores sueños hubiera anticipado ese recibimiento.

Aquello sí que era una sorpresa. Un beso que decía: «Te estaba esperando. Deseándote». Un beso que entregaba, pero no pedía nada. Puro y, sin embargo, como una mecha para sus pensamientos pecaminosos. Un beso que un hombre recordaría en su corazón hasta el día de su muerte.

Mandy tenía los ojos cerrados y una mancha de harina blanqueaba su mejilla, dándole un toque de vulnerabilidad a sus aristocráticas facciones.

La certeza de que ella también lo deseaba era como un balón de oxígeno para su deseo. El fuego corría por sus venas de tal forma que tenía que contener el aliento. Pero no quería perder el control, había visto demasiado, había vivido demasiado como para eso. Cuando Amanda se apartó un centímetro, suspirando, mirándolo con aquellos ojos grises, Daniel supo que estaba perdido.

– No me han besado así desde que tenía dieciséis años – dijo, con voz ronca de deseo; un deseo que lo golpeaba por dentro, enloqueciéndolo.

– ¿Y eso es bueno o malo? – susurró ella.

Habría deseado apretarla contra su cuerpo, dejar que ella decidiera si era bueno o malo, pero lo único que hizo fue limpiarle la harina de la cara.

– Bueno – murmuró-. Muy bueno. Y muy malo.

– ¿Por qué es malo? – preguntó Mandy. Él tomó su cara entre las manos, como si fuera un frágil tesoro, enredando los dedos en su pelo.

– Por esto – murmuró, a un milímetro de sus labios, a un milímetro del cielo, haciéndola esperar, adorando la expresión ansiosa de ella. Mandy no se movía, apenas respiraba. Después, cuando la tensión se hizo insoportable, vio que sus ojos se oscurecían y sus labios se abrían casi imperceptiblemente. Era la señal que esperaba. Daniel rozó los labios femeninos, un roce nada más y las pestañas de ella se cerraron en un gesto de rendición. Pero aún así la hizo esperar. Un suave gemido escapó de los labios femeninos. Un gemido impaciente que le rogaba que siguiera-. ¿Bien? – murmuró, besándola suave, muy suavemente, rozando sus labios con la punta de la lengua. Como un baile. Un baile lento, sensual…

– Muy bien – suspiró ella, mordiendo su labio inferior-. Y muy mal.

– Dime cómo entonces – se besaban como si no lo estuvieran haciendo, como si fuera el sensual tango de una película en blanco y negro. Lento, lento…

– No tengo que decirte nada. Tú ya lo sabes.

Mandy enredó los brazos alrededor de su cuello y Daniel supo que ella deseaba más, que lo deseaba todo. Su corazón latía con violencia y, durante unos segundos, la besó con pasión… pero era demasiado pronto. No podían… Daniel la tomó de la mano.

– Vamonos.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está tu chaqueta?

– Ahí – contestó ella. Daniel vio una chaqueta colgada del perchero y se la puso a toda prisa, como si fuera una niña-. ¿Dónde vamos? ¿Y la cena?

– Olvídate de la cena – contestó él, apagando el horno.

– ¡Mi soufflé! – protestó Mandy-. Me ha costado mucho trabajo…

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Vamos a desperdiciarlo?

– Nos quedemos o no, nadie se lo va a comer, Mandy.

La noche anterior, Amanda había tenido miedo de perder el control, miedo de que Daniel Redford le hiciera perder la cabeza. Pero aquella noche no tenía miedo. Aquella noche sabía que había perdido la cabeza y le daba igual.

Quizá la espera había hecho que todo fuera tan especial. Quizá por eso él la sacaba apresuradamente del apartamento. Quizá era la anticipación, el deseo, lo que la hacía sentirse en una nube. O quizá era amor. No estaba segura, pero era diferente de todo lo que había sentido hasta entonces.

– ¿Dónde vamos? – preguntó, mientras caminaban a buen paso por la calle.

– No lo sé – contestó él-. Estoy poniendo un poco de distancia entre nosotros y la cama. Me parece que estoy como tú estabas anoche, Mandy. Deseando que ocurra, pero pensando que es demasiado pronto.

– Ah. Ya veo.

– Habíame. Cuéntame cosas de ti.

– Podríamos haber hablado mientras cenábamos – insistió ella.

– ¿Tú crees?

– ¿Qué quieres saber? – sonrió Amanda.

– Todo. Sé que trabajas como secretaria, que te gusta el teatro y que eres alérgica a la pintura. Pero no sé nada más. Empieza por el principio.

– ¿Por el principio? Podríamos tardar toda la noche.

– Tenemos hasta las doce.

– ¿Hasta las doce? ¿Tienes que volver a casa a las doce?

– Sadie es quien tiene que volver a las doce. Y yo tengo que estar en casa para comprobarlo – contestó él-. La paternidad es una pesadez.

Amanda sonrió.

– Lo sé todo sobre la paternidad. Yo también tengo un padre – dijo, intentando seguir su paso. Muy bien, Cenicienta, te haré un resumen. Vamos a ver… tengo veintinueve años… bueno, en realidad, estoy a punto de cumplir treinta.

– Me gusta que me digas la verdad – la interrumpió Daniel, mirándola a los ojos-. ¿Te molesta cumplir treinta años?

– No. ¿Por qué?

– Treinta es una edad importante – se encogió él de hombros-. Para un hombre no es un trauma, pero sí para algunas mujeres. Muchas que conozco no admitirían tener más de veintinueve – añadió. Su ex mujer era una de ellas. Sadie era la prueba de que tenía muchos más y Daniel sospechaba que esa era una de las razones por las que Vickie no quería saber nada de su hija.

– Tener treinta años no me molesta; es solo un recordatorio de las cosas que no he hecho todavía…

– Aún tienes mucho tiempo.

– Para la mayoría de las cosas sí, pero no para todo – murmuró ella. Daniel tenía la impresión de que había tocado un tema doloroso y no había que ser un genio para imaginarse qué era-. Nací en Berkshire, fui a un internado y después pensaba ir a la universidad, pero mi padre necesitaba una secretaria… – «para dictarle sus memorias durante su larga enfermedad», recordaba Mandy- y eso hice hasta que murió.