Tenía la muñeca floja. Él entrelazó los dedos con los de ella para comprobar si tenía fuerza en la articulación. Su mente se centró inmediatamente en su mano, tan suave comparada con la suya; la mano de una dama. Una mano de dedos largos y delicados que bien podrían volver loco a un hombre. Joe se aclaró la voz y pestañeó.

– ¿Crees que podría estar rota de verdad? -dijo ella con voz suave, y él levantó la vista para mirarla a los ojos.

La intensidad de su mirada lo zarandeó, sin embargo no podía apartar los ojos de ella.

– No estoy seguro -dijo él mientras se inclinaba un poco más hacia ella-. ¿Qué te parece?

Él sintió su aliento suave en la cara, rápido y superficial, como si su proximidad la pusiera nerviosa.

– De verdad me duele -dijo ella, cuyo rostro volvió a crisparse de dolor.

Joe le miró los labios, y se olvidó de tratar de pillarla en una mentira. Sus labios lo tenían paralizado, y sin pensar se acercó a ella y los rozó con los suyos.

A ella se le escapó un leve gemido de la garganta, y él la besó con más ahínco para saborearla mejor. Había pensado mucho en besarla desde que había salido de Muleshoe, muchas más veces de las que quería reconocer. Pero jamás había imaginado que sería tan bueno como era en realidad.

Perrie Kincaid sabía besar a un hombre, cómo provocar y excitar sin apenas esforzarse. Su boca se movía con suavidad bajo sus labios mientras esos leves gemidos brotaban de su garganta, urgiéndole a continuar. Ella extendió los dedos lentamente sobre su pecho y metió la mano por la cazadora de plumón hasta que empezó a enroscar los dedos con suavidad en… ¡Los dedos! Joe volvió un instante a la realidad y sonrió mientras ella continuaba besándolo.

– No creo que esté rota -murmuró mientras la besaba en el cuello.

– ¿Mmm?

Él le agarró las manos que ella le había echado al cuello y muy despacio se las retiró. Aturdida por lo que había pasado, Perrie se quedó mirándolo sin comprender.

– He dicho que no creo que tengas la muñeca rota -le sostuvo el brazo delante de la cara y se lo zarandeó de modo que la mano le caía hacia delante y hacia detrás-. No soy médico, pero yo diría que tienes la muñeca perfectamente. Parece incluso como si se te hubiera pasado la torcedura. Tal vez fuera el beso.

La confusión de su mirada quedó sustituida rápidamente por la rabia. Rabia hacia él, y hacia sí misma por haber caído en su trampa.

– Lo has hecho adrede -dijo ella.

Joe arqueó una ceja.

– ¿El qué?

– ¡Tú sabes el qué! Tú… Me has besado para distraerme…

– Y tú me besaste a mí -respondió él-. Y creo que te ha gustado. Lo suficiente para olvidar tu pequeño plan para que te evacuara al hospital de Fairbanks, Kincaid.

Ella lo empujó a un lado y se levantó de la cama, entonces empezó a pasearse por la habitación.

– No puedo creerlo -murmuró-. Estoy aquí atrapada. A nadie le importa que tenga una historia muy importante que desvelar en Seattle -se paró y puso las manos en jarras-. ¿Tienes idea de lo importante que es esto?

– ¿Lo bastante importante para que te maten? -le preguntó Joe-. Ninguna historia es tan importante.

Perrie abrió la boca para contestar, e inmediatamente la cerró.

– ¿Qué te importa? -le preguntó pasado un rato.

Cosa rara, le importaba. Cuanto más tiempo pasaba con Perrie Kincaid, más le importaba lo que le ocurriera. Pero no pensaba decírselo ni loco.

– A Milt Freeman le importa. Y yo le debo un favor.

– ¿Qué clase de favor? -le retó ella.

– Me salvó la vida.

Joe no supo por qué le había dicho eso, pero no estaba listo para darle más explicaciones. Por la expresión de Perrie, Joe se dio cuenta de que tan sólo había conseguido suscitar su curiosidad.

– ¿Y cuándo fue eso? -le preguntó ella.

– No es asunto tuyo. Ahora, si te has recuperado lo suficiente, tengo trabajo que hacer. Te sugiero que vayas a la ciudad con Burdy. Él tiene que preparar los espaguetis, y tú puedes comprar algo de comida. Vas a quedarte aquí una temporada.

Y dicho esa se dio media vuelta y fue hacia la puerta, satisfecho de haber puesto fin a sus planes para escapar. Le gustara o no, tenía que aguantarla allí.

– Un momento, don encantador -le llamó ella-. Me gustaría hablar de la situación del baño contigo.

Joe apoyó la mano contra el marco de la puerta, pero se negó a darse la vuelta.

– ¿Y cuál es esa situación?

Ella cruzó la habitación y se colocó entre él y la puerta.

– ¿Dónde está mi baño? Burdy me llevó fuera, con la nieve que hay, a una maldita cabina fuera de la casa.

– Deberías estar contenta de tener agua corriente -le contestó Joe-. La mayoría de los habitantes de Muleshoe siguen sacando el agua del pozo del pueblo.

– Exijo una cabaña con instalaciones adecuadas.

La empujó con suavidad y abrió la puerta de la caseta.

– Tienes agua caliente. Y hay una bañera en el porche trasero. La metes dentro y la llenas. O puedes darte una sauna con Burdy, Hawk y conmigo todas las noches si lo otro te resulta pesado.

Ella lo siguió al porche.

– ¿Y a esto lo llamas civilización?

Joe se volvió hacia ella y vio su mirada enfadada.

– Esto es Alaska, Kincaid -le dijo en tono sereno, ahogando el deseo de besar el gesto duro de sus labios para suavizarlos-. Se supone que es un sitio agreste; eso es parte de la experiencia. Te dije que es un lugar duro, sobre todo para una mujer.

Él esperaba que ella volviera a rogarle que la sacara de allí; pero para su sorpresa, Perrie se cuadró y lo miró con gesto obstinado.

– ¿Quieres decir que no soy lo bastante dura para Alaska?

Joe se encogió de hombros, desarmado con sus cambios de humor tan volubles.

– Eres tú la que te estás quejando de que no haya cuarto de baño dentro de la cabaña. Ahora, si no hay nada más, tengo que hacer un vuelo.

Ella abrió la boca para protestar, pero él levantó la mano.

– No, no te voy a llevar conmigo.

– ¡No iba a decir eso! -gritó ella mientras él avanzaba por el camino con brío-. Si tú puedes vivir sin cuarto de baño en la casa, yo también.

– Bien -gritó Joe, volviendo la cabeza-. Porque no te quedan demasiadas alternativas.

Burdy lo alcanzó a medio camino entre las cabañas y el refugio.

– Supongo que no querrás decirle que hay baño en el refugio, ¿verdad?

– ¿Y que se venga a vivir con Hawk y conmigo?

– Hay una habitación vacía hasta que Sammy, Tanner y Julia vengan en verano.

Joe se paró en seco y echó a Burdy una mirada de incredulidad.

– ¿Querrías tú vivir con ella?

– Bueno, la verdad es que ella no vino aquí voluntariamente. Podrías hacer que se sintiera un poco más cómoda -le sugirió Burdy.

– No hay sitio en el refugio para ningún invitado. Tanner y su nueva familia volverán dentro de unos días. Y tú sabes lo que pasó cuando Julia puso el pie en el refugio. No voy a arriesgarme.

Burdy se echó a reír.

– Supongo que Hawk y tú conoceréis a vuestras futuras parejas dentro de poco -hizo una pausa y sonrió-. Tal vez tú ya la hayas conocido.

Joe suspiró.

– No empieces. Tengo bastante en la cabeza tratando de dirigir Polar Bear Air. Con Tanner ocupado con su esposa y su nuevo hijo, últimamente no ha sido de mucha ayuda en el refugio. Y a Hawk ya le toca desaparecer como suele hacer de tanto en cuanto.

– ¿Entonces por qué no haces lo que te pide la señorita y la llevas a Seattle? Debes de tener una deuda muy gorda con su jefe.

– Mejor será que te ocupes de tus cosas, Burdy -rugió Joe.

Burdy negó con la cabeza y silbó para llamar a Strike. Cuando el perro imaginario llegó a su lado, se inclinó hacia delante y le acarició la cabeza.

– Parece que estás protestando demasiado.

Y con eso, el viejo fue hacia el refugio hablando con Strike por el camino.

Joe se quitó la gorra y se pasó la mano por la cabeza. Lo cierto era que le encantaría llevar a la mujer de vuelta a Seattle; pero Joe Brennan no se echaba atrás cuando tenía una obligación. Le debía a Milt Freeman la vida y no iba a dejar a su amigo en la estacada.

Aunque ello significara que tuviera que soportar a Perrie Kincaid durante unas semanas más.

4

Perrie estaba en el porche delantero de la cabaña de las novias. Llevaba cuatro días en Alaska y ya estaba que se subía por las paredes.

Así que la única elección era seguir las órdenes de Milt y escribir aquella maldita historia sobre las novias por correo. Le llevaría una hora hacer las entrevistas y otra escribirla. Aunque, teniendo en cuenta lo que ella pensaba del matrimonio, por lo menos podría ofrecer un punto de vista imparcial.

Jamás había tenido en su vida tiempo para los hombres, más allá de breves y apasionados romances. No era que no quisiera formar parte de la vida de ningún hombre. Le gustaban los hombres: hombres cultos con profesiones interesantes; hombres encantadores con sonrisas inteligentes y ojos de cielo.

Una imagen de Joe Brennan le llenó el pensamiento y cerró los ojos tratando de disiparla. Sí, Joe Brennan era atractivo. Y si no estuviera tan empeñado en hacerle la vida imposible, tal vez lo considerara como algo más que una vía de escape conveniente para dar rienda suelta a su frustración. Pero en los momentos críticos, suponía que probablemente sería como el resto de los hombres que había conocido. Él jamás podría soportar su vida: el trabajo a deshoras, los compromisos incumplidos y su devoción al trabajo.

Para ser sinceros, tras unos meses con un hombre normalmente acababa sintiéndose aburrida. Y por su profesión, en cuanto averiguaba todo lo que había que averiguar, había poco más que hablar.

La única razón por la que tenía un ligero interés por Joe Brennan era porque no había conseguido resquebrajar esa fachada pícara y manejarlo a su antojo.

Y tener un marido dedicado y una familia cariñosa estaba bien para otras mujeres, pero no para ella. Hacía tiempo que había tomado otro camino, que había elegido perseguir sus sueños ella sola. No podía echarse atrás y cambiar de opinión. Había llegado demasiado lejos. Aquello era todo lo que tenía, su trabajo, y estaba feliz con esa elección.

Llamó a la puerta, que se abrió momentos después. Perrie se encontró con la sonrisa vacilante y cálida de una rubia esbelta; una de las tres jóvenes que había visto en el bar.

– Eres esa mujer de Seattle que está de visita, ¿verdad?

Perrie no debía sorprenderse; después de todo, en una población tan pequeña como aquélla las noticias volarían.

– Sí. Hola, soy Perrie Kincaid del Seattle Star. Me han enviado aquí a entrevistarte a ti y a las otras novias por correo. ¿Puedo pasar?

Entró despacio en la cabaña e hizo un rápido inventario visual del interior. Unas cuantas frases descriptivas para situar la historia le añadían color a los relatos de interés personal. La cabaña era mucho mayor que la suya, tenía dormitorios separados y contaba con más modernidades. Estuvo a punto de gemir en voz alta cuando abrió una puerta y vio que era un cuarto de baño, con ducha e inodoro.

– Me llamo Linda Sorenson -dio la mujer-. Debo decir que me ha extrañado ver a una mujer a la puerta. Todas nuestras visitas han sido hombres.

– Me lo imagino -murmuró Perrie, recordando la escena en el bar de Doyle-. Estoy aquí para escribir una continuación del artículo ya publicado en nuestro periódico -se paró delante de la chimenea-. Es una casa muy bonita. Estáis tres personas viviendo aquí, ¿verdad?

Linda sonrió mientras colocaba unas revistas sobre la gastada mesa de madera.

– Las otras están fuera. ¿Te apetece una taza de café?

Perrie no pudo evitar dejar a un lado su actitud profesional. Linda parecía tan simpática; y en ese momento le hacían falta todos los aliados posibles, ya que Brennan tenía a la mayor parte de Muleshoe observando cada uno de sus movimientos. Tal vez las tres novias pudieran ofrecerle ayuda de algún tipo para sus planes de huida.

– Claro -respondió con una sonrisa mientras sacaba el cuaderno del bolsillo antes de quitarse la cazadora-. Me está costando aclimatarme al frío, de modo que cualquier cosa caliente me conviene -hizo unas cuantas anotaciones y esperó hasta que Linda volviera de la cocina con el café para sentarse en el sofá.

Linda se pasó las palmas de las manos por los pantalones.

– ¿Qué te gustaría saber?

– ¿Por qué no me cuentas por qué decidiste venir a Alaska? -le preguntó Perrie tras dar un sorbo.

Linda aspiró hondo antes de soltar el aire despacio.

– Es difícil de explicar sin parecer algo tonta. ¿Crees en el destino, Perrie?

Perrie la miró por encima del borde de su taza.

– ¿En el destino?