– ¡Derecha, Loki! ¡Derecha!
Esa vez, el trineo giró a la derecha. Perrie pensó en las órdenes, en el modo de decirlas mientras estudiaba con cuidado el modo en que Hawk maniobraba el trineo. Continuaron hasta el Yukon por un camino estrecho y después dieron la vuelta en dirección al refugio.
Cuando llegaron, Hawk se bajó del trineo, y Perrie fue hacer lo mismo, pero él negó con la cabeza.
– Pruébalo tú sola.
Ella pestañeó.
– ¿De verdad?
Él asintió.
Perrie aspiró hondo y tiró del gancho de remolque.
– Adelante, Loki -gritó-. Adelante, perros.
– ¡Arre!
Y esa vez los perros salieron con paso ligero.
Al principio, Perrie se mostró algo miedosa de arrear a los perros para que fueran más deprisa.
Pero después de dar unas cuantas vueltas y varias curvas con éxito, les gritó con entusiasmo, a lo que los perros respondieron con un arranque de velocidad. Sin el peso de Hawk sobre el trineo, éste pareció volar sobre el suelo nevado, y Perrie tuvo que tomar las curvas con mucho cuidado para no perder el control.
A su alrededor sólo estaban los tranquilos bosques, y tan sólo el leve chirrido de los esquís del trineo y el ruido de las patas de los perros arrastrándose por la nieve rompían el cristalino silencio. Perrie completó el circuito desde el río hasta el refugio tres veces, hasta que Hawk le hizo una seña para que se detuviera. Entonces saltó del trineo sin aliento.
– Ha sido maravilloso -gritó-. No puedo creer que fuera tan fácil.
– No siempre es fácil. A veces hay hendiduras abiertas y árboles caídos, o alces que quieren compartir el camino -Hawk se colocó delante del trineo y empezó a desenganchar a los perros.
Sin pensárselo dos veces, Perrie se apresuró para hacer lo mismo.
– No estoy segura de que Brennan aprobara esto -aventuró.
Hawk arqueó una ceja pero no la miró.
– ¿Y por qué no?
– Desde que llegué a Muleshoe, Brennan ha decidido que de algún modo soy demasiado débil como para saber lo que me conviene. Cree que me protege dándome órdenes. Pero me está volviendo loca.
– Tú lo confundes -dijo Hawk.
Perrie abrió la boca para cuestionar su comentario, pero él se dio la vuelta antes de que pudiera hablar.
– Ahora vamos a darles de comer a los perros -dijo él.
Ella lo siguió.
– Un momento. ¿Qué quieres decir con que lo confundo?
– Precisamente lo que he dicho -le pasó un par de cubos de casi cinco kilos de capacidad cada uno-. Ve a tu cabaña y llénalos de agua.
– Es él quien me confunde a mí -dijo Perrie. De pronto me está gritando, y de pronto me tira a la nieve y… -se quedó callada, consciente del rubor que tiñó sus mejillas heladas-. Yo… No sé lo que quiere de mí. Yo soy capaz de tomar mis propias decisiones. Si quiero volver a Seattle, debería poder hacerlo, sin pedirle permiso, ¿no?
Hawk la miró largamente, y ella pensó que iba a estar de acuerdo con ella, o incluso que le explicaría el porqué del comportamiento de Brennan.
– El agua -dijo finalmente, echando una mirada a los cubos.
Con un suspiro de resignación, Perrie subió a su cabaña para llenar los cubos. ¿Si Kyle Hawkins y Joe Brennan eran tan buenos amigos, por qué la estaba ayudando Hawk?
Tal vez él no estuviera de acuerdo con lo que Joe estaba haciendo con ella. Parecía un hombre razonable… aunque en realidad, costaba decirlo. Hawk decía lo suficiente para hacerse entender, pero era un profesor bueno y paciente. Lo único que no podía discernir era de qué lado estaba.
Uno por uno, transportó seis cubos de agua a las perreras. Cuando terminó, Hawk le enseñó cómo se mezclaba la comida para los perros. Además de la comida para perros habitual, añadió en los enormes cuencos pedazos de hígado de alce cocinado y de pescado seco. Entonces salió del cercado y observó cómo Loki y sus compañeros devoraban el festín con entusiasmo.
– Entrenaremos mañana otra vez -dijo Hawk sin dejar de mirar a los perros.
– ¿Por qué lo estás haciendo? -le preguntó ella.
Hawk se encogió de hombros.
– No tengo nada mejor que hacer -dijo él, que se dio la vuelta para volver al refugio.
Perrie corrió detrás de él, tratando de no quedarse rezagada.
– Si de verdad quieres darle en las narices a Brennan, me ayudarías a regresar a Seattle. Debes de conocer a otro piloto que pueda llevarme de vuelta. Estaría dispuesta a pagarte.
– Ten a los perros enganchados para mediodía -dijo Hawk, que avanzó más deprisa y le sacó ventaja.
Perrie se detuvo y observó su retirada, maldiciendo entre dientes. Estaba claro que Hawk estaba firmemente del lado de Joe Brennan. Y no iba a ser de ninguna ayuda en su plan de regresar a Seattle.
5
Joe paseaba por el porche y de tanto en cuanto echaba una mirada hacia el bosque, por donde se entreveía la cabaña de Perrie. Se detuvo y miró con atención, y entonces continuó paseándose.
– ¿Pero qué demonios estás haciendo, Kincaid? -murmuró entre dientes.
De no haber sabido que no era posible, habría sospechado que ella ya se había escapado de Muleshoe. En los últimos días, apenas la había visto. En realidad, cada vez que él estaba por allí, ella parecía desaparecer. Cuando Joe le había preguntado a Burdy por lo que habían estado haciendo últimamente, él había contestado con evasivas.
No sabía lo que habían estado haciendo, pero fuera lo que fuera le habían quitado de encima a Perrie. No estaba seguro si seguía entrenando para el concurso de las novias de los juegos de Muleshoe. Y que él supiera ella no había intentado hablar con ningún piloto. Tal vez finalmente se hubiera hecho a la idea de que era mejor quedarse allí en medio de aquellas tierras salvajes hasta que Milt Freeman dijera que estaba bien marcharse a casa.
Sólo pensar en Perrie saliendo de Muleshoe le causaba una punzada de pesar. Para ser sincero, le gustaba su compañía. Aunque se pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo, ella le resultaba un desafío. A diferencia de las demás mujeres que conocía, Perrie no había sido víctima de sus encantos en un abrir y cerrar de ojos. Tenía la sospecha de que, si ponía en marcha su arte de seducción, a ella no le interesaría. No sólo era inteligente, sino también muy astuta; y tenía una mente rápida y la habilidad para entrever sus motivos. Le gustaba charlar con ella porque a ella no le daba miedo ponerse a su altura. Y por otra parte lo sorprendía porque nunca estaba del todo seguro de lo que diría o haría para demostrar sus argumentos… Y Perrie siempre demostraba sus argumentos.
Sin embargo, él había dado con un punto débil de ella. Le gustaba besarlo. Y a él desde luego también. Su pensamiento volvió al beso que se habían dado delante de la cabaña, en el suelo, y pensó en las sensaciones de su cuerpo estirado debajo del suyo, en el sabor de sus labios y en la seda de su piel.
Si ella no hubiera puesto fin al revolcón en la nieve, no estaba seguro de hasta dónde habrían llegado. Lo único que sabía era que Perrie Kincaid tenía un modo de poner a prueba los límites de su control. De haber querido, podría haberle provocado para que él la llevara a la cabaña y le hiciera el amor.
Pero no había querido. Le había llevado lo suficientemente lejos como para demostrar quién tenía el control, y después había pisado el freno. ¿Pero habría sido para ella tan sólo un juego? ¿O habría experimentado el mismo deseo que él? Había algo en su modo de besarlo que…
Normalmente, no se controlaba con las mujeres y dominaba sus sentimientos. Pero cuando se acercaba a dos metros de Perrie era como si de pronto bajara la presión y empezara a perder altitud. E hiciera lo que hiciera, no era capaz de recuperarse.
Si no supiera que no era posible, diría que se estaba enamorando de ella. ¿Claro que cómo iba a saberlo? Él nunca había estado enamorado en su vida. Y no estaba seguro de que fuera capaz de reconocer el amor aunque lo tuviera delante.
Ése era el problema. En todas las relaciones que había tenido con las mujeres, todo había sido siempre tan fácil… Desde que había sido lo bastante mayor como para fijarse en el sexo opuesto, ellas también se habían fijado en él con clara apreciación.
Había cultivado su talento para conquistar a las mujeres desde muy tierna edad, y de momento le había ido bien. Pero siempre parecía muy sencillo… demasiado sencillo. Y cualquier cosa que fuera tan sencilla no merecería la pena tenerla.
Lo único que merecía la pena eran las cosas por las cuales había que luchar, las cosas que presentaban un desafío. Joe jamás había abandonado un desafío en su vida. Maldición, por eso mismo había terminado en Alaska, por eso había aprovechado la ocasión para utilizar su profesión para salvar vidas, y por eso continuaba sintiendo esa tremenda atracción por Perrie Kincaid.
Cuando levantó la vista, vio que estaba a la puerta de la cabaña de Perrie. Con el ceño fruncido se volvió y miró al refugio, preguntándose cómo habría terminado allí. Pero de pronto tuvo una idea y decidió llamar.
– ¿Hawk? -llamó ella desde el otro lado de la puerta.
Los celos encendieron inesperadamente su temperamento. ¿Desde cuándo había ido Hawk a la cabaña de Perrie? ¡Ni siquiera sabía que se conocieran! Hawk desde luego no le había dicho nada. ¿Además, qué podían tener en común ellos dos?
– ¿Burdy? -dijo ella al ver que no le contestaba nadie.
– Soy yo, Joe -dijo Joe finalmente.
– ¿Qué quieres?
Por su voz, Joe se dio cuenta de que era la última persona a la que deseaba ver. Abrió la puerta despacio y se quedó mirándolo, mientras se abotonaba la gruesa rebeca de lana, como si quisiera protegerse.
– ¿Botas nuevas? -le preguntó Joe al fijarse en el calzado nuevo.
Ella se miró los pies.
– Me las ha dado Hawk -dijo ella.
Joe sintió otra punzada de celos, pero ahogó una respuesta defensiva y esbozó una sonrisa forzada.
– ¿Entonces lo has conocido?
– Hace unos días. ¿Dime, qué quieres?
Sintió que su impaciencia crecía, y tuvo que inventarse una razón para explicar su visita.
– Me preguntaba si te gustaría hacer una pequeña excursión.
Joe maldijo para sus adentros. ¡Eso no era lo que tenía la intención de decirle! ¿Por qué diablos estaba haciéndolo, por qué la estaba invitando a que lo acompañara en un vuelo para traer provisiones? De ese modo tendrían que estar juntos en el avión, por lo menos durante unas horas.
Perrie lo miró con suspicacia y frunció el ceño.
– ¿Qué clase de viaje?
– Es un vuelo a Van Hatten Creek, a unos setenta u ochenta kilómetros al noroeste de aquí, a llevar provisiones. Y se me ocurrió que tal vez te apeteciera venir. Pero no tienes que hacerlo si no te apetece -dijo, casi esperando que ella se negara-. Tengo que advertirte que si vienes vas a tener que prometerme que no intentarás escaparte para volver a Fairbanks.
– ¿Hoy? -le preguntó ella.
– No, al mes que viene -respondió Joe con sarcasmo-. ¿Qué? ¿Tienes otros planes?
Joe observó que ella se pensaba la invitación durante largo rato. ¿Qué otra posible alternativa podría tener? No se trataba de que tuviera mucho que hacer en Muleshoe. A no ser que Hawk y ella tuvieran planes juntos… Ahogó sus celos y esbozó otra sonrisa superficial. Había pensado que la sugerencia de salir de Muleshoe le resultaría tentadora. ¿Después de todo, no era eso lo que había pretendido ella desde que había llegado?
– De acuerdo -contestó-. Supongo que te acompañaré.
Él no esperaba sentirse tan contento por su respuesta, y sin embargo lo hizo. En realidad, estaba deseando pasar el día con Perrie. Tal vez podría olvidar la animosidad que se mascaba entre ellos y firmar una tregua. Tal vez así no tuviera que buscar la compañía de Hawk.
– Y si estás pensando en escaparte disimuladamente a Seattle, será mejor que sepas que el asentamiento más cercano a la cabaña de Gebhardt está a unos cuarenta kilómetros por un terreno bastante agreste. Y tampoco hay carreteras. ¿Todavía quieres ir?
– No estoy pensando en escaparme ni nada -le soltó ella enfadada-. ¿Por qué me da la ligera impresión de que no confías en mí, Brennan?
Él sonrió, rompiendo la tensión entre ellos.
– Vaya, Kincaid, no es de extrañar que seas una reportera tan buena. ¡Y yo que pensé que te estaba engañando! Venga, ponte la cazadora y los mitones, y un poco más de ropa. Salimos dentro de cinco minutos.
Cuando sacó la camioneta del cobertizo y le dio la vuelta, ella ya iba camino del refugio. Se montó de un salto en la camioneta y cerró la puerta antes de volverse hacia Joe. Entonces, para sorpresa suya, le sonrió. No fue una sonrisa calculadora, sino una sonrisa dulce y genuina que le calentó la sangre y le hizo olvidar su determinación.
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