– Gracias -murmuró ella-. Empezaba a volverme loca dentro de esa cabaña.

Cuando llegaron a la pista de aterrizaje, Joe llevó la camioneta justo al lado del Super Cub, y entonces apagó el motor.

Perrie miraba la avioneta con aprensión, ya que el Super Cub era un aparato pequeño donde sólo había sitio para dos o tal vez tres pasajeros como mucho, pero era el mejor aparato para viajar por las tierras salvajes de Alaska porque se podía despegar y aterrizar en cualquier sitio: en un río helado, o incluso en la ladera de una montaña.

– Bonito avión -murmuró ella.

– Te gustará el Cub. Es un pequeño gran avión.

– Pequeño sí que es -dijo ella. ¿Por qué se mueven las alas de ese modo?

– Están hechas de tela -contestó Joe.

– Tela.

Él saltó del camión y fue hacia su lado.

– Te encantará, ya lo verás. Además, hace un día maravilloso para volar, Kincaid. Un día perfecto.

Cuando el Cub se elevó en el aire, Joe oyó que Perrie tomaba aliento y después suspiraba despacio. Entonces volvió la cabeza para mirarla.

– ¿Estás bien?

Ella se asomó a la ventana con los ojos como platos, y entonces se volvió a mirarlo.

– Esto es increíble -gritó-. No me parece como si estuviera en un avión. Me siento como un pájaro, como si volara utilizando mi propia fuerza. Es tan… emocionante.

Joe sonrió y se desvió hacia el norte.

– Es el único modo de ver Alaska, Kincaid.

– Sabía que era salvaje, pero hasta que se ve desde el cielo no se da uno cuenta de lo desolado que está. Casi da miedo.

– Te hace sentirte pequeño, ¿verdad? Como si todos los problemas que uno tiene en la vida fueran bastante insignificantes.

– Sí -dijo ella-. Es cierto.

Volaron en silencio un buen rato, y entonces Joe desvió el avión hacia la derecha y señaló por la ventanilla.

– Eso es Van Hatten Creek -dijo él-. Y se puede ver la cabaña de los Gebhardt en el pequeño claro al sur. Te gustarán los Gebhardt.

– ¿Vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie.

– Sí, cada vez que les llevo provisiones, me quedo a almorzar con John, Ann y sus dos niños. Como están aquí perdidos en medio de estas tierras salvajes, les encanta tener visita. Y además Ann cocina estupendamente.

– ¿Pero dónde vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie con cierto pánico.

– Cariño, con este avión podría aterrizar si quisiera en el tejado de la cabaña. Tú observa. Será coser y cantar.


Perrie bajó del avión con las piernas temblorosas, agradecida de estar sobre tierra firme. No podía creer cómo habían descendido sobre un pequeño claro entre los árboles. El avión apenas había tocado el suelo cuando empezó a deslizarse y se detuvo al momento, a unos metros de unos arbustos. Le habían dicho que Joe Brennan era un piloto estupendo, y ya había visto la prueba.

Avanzó unos pasos y se tambaleó. El fue a sostenerla para que no se cayera y, para sorpresa suya, le robó un beso breve y dulce.

– ¿Estás bien? -le preguntó él mientras le ponía la mano en la mejilla.

Perrie asintió, sofocada por la repentina demostración de afecto de Joe. El beso pareció tan natural, tan fácil, que momentáneamente se olvidó de lo mucho que disfrutaba él fastidiándola.

– Yo… me alegro de que hayamos aterrizado – murmuró.

Cuando finalmente recuperó la compostura, se dio la vuelta y vio a una familia que corría hacia el avión, todos vestidos con cazadoras y botas de piel y cuero.

Joe levantó en brazos a los dos niños y empezó a dar vueltas.

– ¿Nos has traído un regalo? -preguntó la más pequeña.

– ¿Y no os lo traigo siempre, Carrie?

La pequeña asintió y agarró a Joe de la mano para tirar de él hasta el avión. Mientras él bajaba las provisiones del Cub, los padres de los dos niños se acercaron a Perrie.

– Soy Ann Gebhardt -dijo la mujer, que le tendía su mano enguantada-. Y éste es mi marido, John. Y esos son nuestros hijos, Carric, de cuatro años, y su hermano Jack de tres. Bienvenida a nuestra casa.

Joe se acercó a ella con una caja de madera debajo de cada brazo.

– John, Ann, os presento a Perrie Kincaid -hizo una pausa-. Es una… amiga de Seattle que está aquí de visita.

Aunque su descripción de ella debería haberle parecido extraña, tuvo que sonreír. ¿De verdad Joe la consideraba una amiga? Ella había asumido que era un engorro; un engorro a quien le encantaba besar de tanto en cuanto, pero un engorro de todos modos. Pero tal vez estuviera naciendo entre ellos una amistad. La idea no le resultaba desagradable; sobre todo si ello significaba que se estarían besando con regularidad.

Ann se agarró del brazo de Perrie y la condujo hacia la cabaña.

– Parece que por una vez Joe me ha traído un regalo. Creo que no he mantenido una conversación adulta con otra mujer en lo menos dos o tres meses.

Perrie la miró, sorprendida por la revelación.

– No me lo puedo creer.

– La última vez que salimos de la cabaña fue el día de Acción de Gracias. Fuimos a visitar a unos amigos que viven a cuarenta kilómetros de aquí en Woodchopper. Los inviernos son un poco solitarios. Pero en cuanto viene el verano viajamos un poco.

– Me gustaría que me contaras algo más de tu vida aquí -le preguntó Perrie mientras subían las escaleras del porche.

– ¿Y qué podría interesarte de mi vida?

Perrie se echó a reír.

– Soy periodista. Me interesa la vida de todo el mundo.

En realidad no podía evitar admirar a una mujer que había elegido vivir en aquellas tierras salvajes, una mujer que se enfrentaba a retos reales cada día.

Ann abrió la puerta de la cabaña e invitó a Perrie a entrar. La casa era pequeña pero muy acogedora, con un alegre fuego en la chimenea y el olor a pan recién hecho flotando en el aire.

– Ésta es mi vida -dijo Ann mientras se quitaba el parca y los mitones y los colgaba de un gancho junto a la puerta-. Cuesta creer que antes vivía en un apartamento en Manhattan y que trabajaba para una de las empresas más importantes de la ciudad.

– ¿Dejaste la ciudad de Nueva York para venirte a vivir aquí? Eso debió de ser un cambio enorme.

Después de servirle una taza de café, Ann invitó a Perrie a que se sentara junto al fuego.

– Hace seis años vine aquí de vacaciones; y cuando llegó el momento de volver a casa, no pude. No pude volver a la locura de la vida de la ciudad, de modo que lo dejé todo y me vine para acá. Tenía ahorrado bastante dinero, lo suficiente como para vivir unos cuantos años. Tuve varios trabajos y luego conocí a John. Estaba dando clases de Botánica en Columbia y estaba aquí durante el verano con una beca para estudiar la vegetación del Ártico. Pasado un mes me pidió que me casara con él, y entonces decidimos quedarnos aquí en Alaska para que él pudiera continuar con su trabajo. Y aquí estamos, con dos hijos, viviendo en plena naturaleza y disfrutando al máximo.

Mientras Perrie se tomaba el café, se enteró de muchas más cosas de la familia Gebhardt. Media hora después, le daba la impresión de que Ann y ella se conocían desde hacía años.

Perrie siempre se había tenido como una persona emprendedora e ingeniosa, pero comparada con Ann Gebhardt, Perrie Kincaid era una niña de ciudad mimada, que no podría sobrevivir ni una semana sin teléfonos, tiendas de ultramarinos o electricidad. Tal vez Joe tuviera razón. Tal vez no tenía lo que había que tener para vivir en las tierras salvajes de Alaska.

La conversación durante la deliciosa comida fue sobre temas triviales. Los Gebhardt se interesaban por cualquier información que les llegara del mundo civilizado, y Joe les contó todo lo que estaba ocurriendo en Muleshoe, incluidas las últimas novedades sobre el concurso de las novias por correo y los próximos juegos que se celebrarían en la población cercana. Una y otra vez, sus miradas se encontraron, sentados como estaban el uno frente al otro a la mesa, y Perrie no hizo intención de desviar la suya.

Ann y John escuchaban las historias con interés, riéndose con los divertidos comentarios que Joe añadía a cada historia, y Perrie empezó a sentirse cada vez más embelesada con su compañero. Era tan cálido y genial, que sería capaz de derretirle el corazón al interlocutor más reacio.

Cuando finalmente se quedó sin noticias que contar, John y él agarraron a los dos niños y se sentaron delante de la chimenea a entretenerse con un juego de mesa.

– Bueno, ya te he contado todo lo que querías saber de la vida en estas tierras salvajes. Ahora te toca a ti hablarme de Joe y de ti. Es tan estupendo saber que por fin ha encontrado a alguien.

– ¿Encontrar a alguien? -Perrie hizo una pausa, entonces sonrió avergonzada-. Tú crees que Brennan y yo… Ay, no; sólo somos amigos. Quiero decir, ni siquiera somos amigos. La mayor parte del tiempo nos detestarnos.

Ann se echó a reír.

– No me lo puedo creer. Tal y como te mira él, y cómo lo miras tú a él… Está claro lo que sentís el uno por el otro.

– Yo… nosotros… Quiero decir, en realidad sólo somos amigos. Apenas nos conocemos.

– Está enamorado de ti. Hace mucho tiempo que conozco a Brennan; y en ese tiempo ha conocido a muchas mujeres. Pero nunca le he visto mirar a nadie como te mira a ti.

– ¿A cuántas mujeres? -le preguntó Perrie, sin poder detener su curiosidad-. Sólo una cantidad aproximada.

– Bueno, yo salí con él unos meses -reconoció Ann-. Hasta que conocí a John. Pero entre nosotros no hubo nada, la verdad.

– ¿Saliste con Joe? -lijo Perrie con incredulidad-. ¿Queda alguna mujer en Alaska con la que no haya salido?

– Es un encanto. Pero eso ya no importa toda vez que te ha encontrado a ti.

– No me ha encontrado -dijo Perrie-. Más o menos aparecí en su vida accidentalmente. Ni siquiera le gusto.

– Oh, desde luego que le gustas. Tal vez aún no se haya dado cuenta -dijo Ann-. Pero lo hará. Tú espera y verás.

– No voy a quedarme el tiempo suficiente como para eso. En cuanto pueda, regresaré a Seattle; a la civilización.

– Eso es lo que dije cada día de mis vacaciones de hace seis años. Pero este sitio me agarró y no me soltaba. Y pensar que estuve a punto de irme dos semanas a París en lugar de venir aquí. A veces hay decisiones pequeñas que son capaces de cambiar el rumbo de nuestras vidas. Debió de ser el destino.

Lo último fue dicho con una sonrisa de nostalgia mientras se volvía a mirar a los dos niños que jugaban sentados delante de la chimenea.

Continuaron charlando de cosas inconsecuentes, pero Perrie no podía dejar de pensar en lo que Ann le había dicho de Joe. Perrie no había visto nada en su comportamiento que le indicara que se interesara por ella. Sí, la había besado un par de veces. Pero según Ann había debido de besar a la mitad de las mujeres de Alaska.

No. Definitivamente no había nada entre ellos. Perrie Kincaid era una experta en cuanto a juzgar los motivos de las personas que la rodeaban, y por parte de Joe no percibía nada que no fuera hostilidad y desdén, puntuados por un par de locos momentos de pasión.

Minutos después, Joe volvió a la mesa con la taza de café vacía.

– Me temo que nos tenemos que marchar. Perrie y yo tenemos que hacer una parada más antes de volver a Muleshoe.

– ¿Tan temprano? -gritó Ann-. Me parece como si acabarais de llegar.

Cinco minutos después, Joe ayudaba a Perrie a montarse en el avión, mientras ella miraba a la familia que los despedía desde el porche.

– Están viviendo la vida de verdad, ¿no? -murmuró Perrie mientras él se sentaba delante de ella.

– Sí dijo Joe-. Es la verdad.

– Ella es muy valiente. No creo que yo pudiera vivir aquí mucho tiempo.

– Estoy seguro de que podrías -replicó Joe-. En realidad, podrías hacer cualquier cosa que te propusieras, Perrie. Sólo necesitas una buena razón para hacerlo.

– ¿Qué haría yo aquí? Quiero decir, no hay periódicos para los que escribir, ni políticos a quienes desenmascarar, ni lectores que quieran saber la verdad.

– No puedes saber de lo que eres capaz hasta que no lo intentes.

Joe arrancó el motor y Perrie se preparó para un despegue complicado. Tal vez Joe tuviera razón. Tal vez hubiera estado tan ocupada con su carrera profesional en Seattle, que jamás había considerado otras opciones.

¿Pero por qué iba a hacerlo? Le encantaba su trabajo. Y estaba perfectamente satisfecha con su vida personal. ¿Qué más podría desear? No tenía respuestas para eso, pero le daba la impresión de que de algún modo Ann Gebhardt, una mujer que vivía en medio de la espesura, tenía mucho más de lo que ella tendría jamás.


Perrie miró por la ventana del Super Cub mientras cruzaba el vasto y llano paisaje, infinitamente blanco. Todo parecía tan distinto de las montañas que rodeaban Muleshoe. Miró el reloj y vio que llevaba en el aire casi media hora, el tiempo suficiente para regresar a Muleshoe.