Se incorporó y le dio unos toques a Joe en el hombro.
– ¿Dónde estamos? -el preguntó.
– Ése es el extremo sur de las llanuras del Yukon -contestó Joe-. No estamos lejos del río, o del Círculo Polar Ártico. Se me ocurrió que diéramos un rodeo; tengo algo especial que enseñarte.
– ¿Tan al norte estamos? -preguntó Perrie-. ¿Qué hacemos aquí tan arriba?
Joe volvió la cabeza y sonrió.
– Ya lo verás -dijo.
Momentos después, Perrie sintió que el avión empezaba a descender.
– ¿Qué ocurre? -preguntó mientras trataba de calmar el pánico de su voz.
– Nada, vamos a aterrizar.
Allí había espacio de sobra, pero no se veía ni una cabaña.
– Ahí abajo no hay nada.
– Hay mucho -contestó Joe mientras se asomaba por la ventana y buscaba algo con la mirada-. Sólo tienes que mirar con un poco más de atención.
Finalmente aterrizó en un claro en el bosque, con tanta suavidad que supo que habían tomado tierra por el susurro de los esquíes del avión al deslizarse sobre la nieve. Apagó el motor, la ayudó a bajarse del avión y lanzó un par de sacos de dormir a sus pies.
– ¿Vamos a pasar la noche aquí? -le preguntó Perrie.
Él cubrió el motor con una manta gruesa para que no perdiera el calor.
– Sólo si tienes un golpe de suerte -se burló. Vamos.
Se alejaron del avión. Él iba todo el tiempo mirando de un lado al otro, escudriñando el horizonte. Entonces se pararon y desenrollaron los dos sacos. Le echó uno por los hombros y le hizo una seña para que se sentara en el otro saco, extendido en el suelo. Perrie se sentó y al momento él hizo lo mismo a su lado y le pasó unos prismáticos.
– ¿Me vas a decir lo que estamos buscando?
– Tú estate callada y observa -dijo él.
Permanecieron sentados en silencio durante más de media hora. Aunque brillaba el sol y el aire estaba en calma, Perrie sintió el frío que le calaba los huesos. Estaba a punto de preguntarle cuándo se marcharían cuando él levantó el brazo y señaló el horizonte.
– Allí -murmuró.
Se llevó los prismáticos a los ojos y vio la extensión de nieve. Un movimiento en el campo de visión le llamó la atención. Entonces se quedó sin aliento cuando vio un enorme lobo gris que apareció en la nieve.
– Lo vi por primera vez hace tres años, cuando estaba llevando provisiones a Fort Yukon en el Otter; tuve un problema en el motor y no me quedó más remedio que descender. Estaba trabajando en el motor cuando de pronto levanté la cabeza y vi que me estaba observando.
– ¿Y no tuviste miedo?
– Los lobos no son agresivos. Le tienen miedo al hombre, y nunca atacarían a no ser que alguien los provocara; o que estuvieran enfermos. Creo que se siente un poco solo, aquí dando vueltas. Era un lobo solitario, un macho sin familia. Seguramente expulsado de su manada por el macho dominante.
Perrie lo miró.
– Burdy te llamó un día “lobo solitario”.
Joe sonrió.
– Supongo que lo soy. Pero no estoy tan solo como lo estaba Romeo. Estaba totalmente solo.
– ¿Romeo?
– Es el nombre que le di al lobo. Cada vez que venía por aquí, lo buscaba a ver cómo estaba. A veces pasaba meses sin verlo, y otras aparecía de pronto. En invierno es más difícil verlo porque tiene que ir más lejos en busca de comida. Pero creo que empieza a reconocer el sonido de mi avión.
– ¿De verdad? -preguntó Perrie.
Joe se echó a reír.
– No. Tan sólo me gusta pensar que somos amigos.
– La verdad es que tenéis mucho en común – dijo ella.
– Tal vez -él hizo una pausa mientras escudriñaba la zona con los prismáticos-. Al menos lo teníamos, hasta que encontró a Julieta. Mira, allí está ella.
Perrie se colocó los prismáticos delante de los ojos. A la izquierda del enorme macho gris había un lobo negro más pequeño.
– ¿Su pareja?
– Sí. Romeo decidió finalmente establecerse hace unos años. Supongo que se ha cansado de tantear el terreno.
– Tal vez deberías haberle dado algún consejo -le provocó Perrie-. Según se dice, tienes mucho éxito con las damas.
– No creas todo lo que oyes -dijo Joe.
– Si estuviera escribiendo una historia sobre tu vida amorosa, Brennan, tendría pruebas más que suficientes para acompañar el texto -Perrie estudió a los lobos un rato, y después se retiró los prismáticos de los ojos y miró a Joe-. ¿Y tú qué, Brennan? -le preguntó-. ¿Alguna vez piensas en encontrar a alguna Julieta?
– Los lobos se emparejan de por vida. No estoy seguro de ser de los que se quedan con una mujer para siempre.
– Ni yo -dijo Perrie-. Quiero decir, con un hombre. Supongo que muchas personas son felices así. Pero yo nunca he conocido a ningún hombre con quien quiera pasar el resto de mi vida.
– Tal vez no hayas conocido a tu Romeo -dijo él en tono suave, mirándola.
– Y tal vez tú no hayas conocido a tu Julieta – respondió ella.
Se miraron a los ojos. Pensó que él iba a besarla. Pero entonces volvió la cabeza hacia el frente.
– Mira -dijo-. Ahí está el resto de la familia.
Otros tres lobos aparecieron detrás de Julieta, más o menos del mismo tamaño que su madre, pero más larguiruchos.
– El verano pasado tenían cinco cachorros -le explicó Joe-. Pero perdieron a dos de ellos durante el otoño. No estoy seguro de lo que pasó.
– Eso es triste -dijo ella.
– Así es la vida en las tierras salvajes -contestó.
La miró de nuevo. Entonces, sin vacilación, se inclinó hacia ella y rozó sus labios con los suyos. Tenía los labios increíblemente calientes, y Perrie sintió un ardor que la recorrió de arriba abajo y pareció ahuyentar el frío.
Él le provocó con la lengua, y por un instante ella pensó en retirarse. Pero su sentido común la había abandonado, y se quedó sólo con el instinto y un deseo irresistible que le pedía más.
Aquel beso fue distinto a los anteriores. Fue lento y delicioso, lleno de un deseo que ella no sabía que podría existir entre ellos.
Esa vez no quería que dejara de besarla. Lo que en realidad quería era que se echara encima de ella y averiguar lo que de verdad sentía Joe Brennan por ella. Y lo que ella sentía por él. Como si le hubiera leído el pensamiento, él la empujó con suavidad encima del saco de fino plumón sin apartar sus labios de los suyos.
Todo lo que se interponía entre los dos, las discusiones, la desconfianza, el tratar de dominarse, se disolvió simplemente, arrollado por la pura soledad de aquellas tierras salvajes. Estaban completamente solos, con un cielo de un azul brillante sobre sus cabezas y rodeados de nieve y bosques.
Perrie se sentía salvaje, primitiva, desinhibida, como los lobos que habían estado observando, movida por un instinto y un deseo puros. Quería tocarlo, sentir su piel, acariciar su cabello. Con impaciencia, se quitó los mitones y le agarró de la cazadora de plumas para apretarlo contra su cuerpo.
Él gimió suavemente, su aliento cálido sobre sus labios.
– Lo estamos haciendo de nuevo -murmuró-. Me estás volviendo loco, Kincaid.
– Lo sé -dijo Perrie sin aliento-. Deberíamos parar. Pero no quiero parar.
– No, no deberíamos parar -dijo Joe mientras se quitaba los guantes-. Esta vez no -le retiró el gorro para hundir las manos en sus cabellos.
Le echó la cabeza hacia atrás y la besó, esa vez más apasionadamente, más tiempo, hasta que a Perrie le daba vueltas la cabeza de tan incontrolable deseo.
Joe los cubrió a los dos con su saco de dormir, creando una especie de tienda de campaña. Muy despacio, él le bajó la cremallera de la cazadora y después deslizó los dedos por debajo de las capas de suéteres que ella llevaba puestos. Cuando finalmente le tocó la piel cálida, Perrie le oyó aspirar con un gemido entrecortado.
– Éste no es el sitio adecuado para hacer esto -dijo Joe-. Estamos a diez grados bajo cero.
– No hace frío aquí -dijo Perrie.
Joe se incorporó y la miró juguetonamente mientras le deslizaba el dedo por el labio inferior.
– Pero hay sitios mucho más acogedores, cariño. No tenemos que arriesgarnos a sufrir congelación por estar juntos.
Perrie cerró los ojos.
– ¿Sabes?, nos arriesgaríamos a mucho más que a una mera congelación si dejamos que esto vuelva a ocurrir -recuperado su sentido común, Perrie se cerró la cremallera cíe la cazadora-. Esto es ridículo, Brennan. No podemos seguir haciéndolo.
– ¿Por qué no? -preguntó Joe-. Si quieres que te sea sincero, se nos da muy bien.
– No se trata de eso -lo regañó mientras lo empujaba.
– ¿Entonces de qué se trata?
– No lo sé.
Lo cierto era que sí sabía; pero le daba mucha vergüenza expresar sus sentimientos. Le gustaba Joe Brennan y le gustaba cuando la besaba y la tocaba. Y pensaba en él mucho más de lo que quería. El problema era que no quería ser como todas las demás mujeres a quienes Brennan había roto el corazón.
– Yo… No sé -repitió en tono suave.
– Bueno, pues hasta que lo sepas voy a seguir besándote, cuando y donde quiera.
Perrie se abrochó la cazadora y se puso a buscar los mitones y el gorro.
– Creo que será mejor que nos marchemos.
Joe le tomó de la mano y tiró de ella de nuevo. Un largo y lánguido beso zarandeó los cimientos de su determinación, y Perrie acabó cayendo de nuevo en el pozo del deseo del que acababa de salir.
– Cuando sea y donde sea -murmuró Joe mientras le mordisqueaba el labio inferior.
Con una sonrisa pícara le besó en la punta de la nariz, antes de ponerse de pie. Le ofreció una mano y ella la aceptó, esperando que él la abrazara de nuevo.
Pero no lo hizo. En lugar de eso, enrolló los sacos de dormir y se los puso debajo del brazo.
– Vamos, Kincaid. Quiero llevarte a casa, donde estarás a salvo y al abrigo del frío.
6
La historia le salió de dentro, palabra por palabra, frase por frase; como si todo el texto llevara allí mucho tiempo. Los lobos y los Gebhardt: dos familias que vivían en medio de aquellas tierras salvajes, empeñadas en sobrevivir. Perrie se había quedado toda la noche en vela, poniendo en papel sus pensamientos, reescribiendo cada frase hasta que le quedó lo más perfecta posible.
No sabía qué le había llevado a tomar papel y lápiz. Nada más entrar en su cabaña se había sentado y había empezado a escribir. Y hasta que no había empezado, no se había dado cuenta de lo mucho que la había afectado aquel día con Joe.
Joe la había llamado cuando ella había echado a correr hacia su cabaña, deseosa de poner cierta distancia entre ellos. Cada vez que estaban juntos, parecía verse privada de su voluntad. O bien peleaban como dos perros rabiosos, o bien se tiraban el uno encima del otro como dos adolescentes con las hormonas revolucionadas. Y hasta que no averiguara lo que sentía por Joe Brennan, iba a mantener las distancias con él. Así que se puso a escribir.
El día había tocado a su fin, pero en lugar de encender la luz, se llevó una vieja lámpara de queroseno a la mesa. El suave destello de la lámpara parecía envolverla en un mundo inventado por ella, un mundo sin inconveniencias, fechas de entrega o fuentes, reuniones o correctores. Por primera vez en muchos años, escribió con sus sentimientos, no sólo con su cabeza. Y así volvió a descubrir el verdadero placer de escribir una frase bella, o de llevar al lector en potencia a un lugar donde jamás hubiera estado.
Había trabajado toda la noche, durmiendo a ratos antes de que otra idea invadiera sus sueños, y ella necesitara levantarse para apuntarla. Entonces se volvía a dormir, y a ratos, mezcladas con las imágenes de los lobos, veía a Joe y lo incorporaba a su historia, personificando al lobo que había vagado libremente durante varios inviernos.
Había tratado de no pensar en su encuentro en aquel paraje de la espesura, pero cada vez las imágenes regresaban. Al principio, entregarse a su trabajo había sido como un antídoto, la manera ideal de olvidar sus besos. Pero más tarde había disfrutado de los recuerdos, se había deleitado con ellos mientras escribía, y había sentido sus manos acariciándola, sus labios besando los suyos.
El día había amanecido claro y brillante, y al despertar Perrie había visto los papeles desperdigados sobre la cama. Despacio, releyó lo que había escrito y lo copió a limpio. Aunque se había llevado su ordenador portátil, esa historia no podría ser escrita en ordenador. Aquella historia era más como una carta; una carta desde las tierras salvajes de Alaska.
Aunque ella no solía escribir ese tipo de historias, estaba orgullosa de cómo le había salido. Y ansiosa por descubrir si Milt pensaba que escribirla tenía algún mérito. Y no porque fuera a publicar la historia; tal vez su jefe sólo disfrutaría de sus reflexiones sobre Alaska.
– Un fax -murmuró mientras se ponía un suéter grueso-. Tienen que tener un fax en el refugio.
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