Perrie sacó sus botas de piel y se las puso, descolgó su cazadora del perchero y tomó las hojas escritas.

Desde su llegada el edificio bajo había suscitado su interés en más de una ocasión, pero había tratado de evitarlo, sabiendo que Joe vivía allí. Prefería la privacidad de su cabaña.

Mientras accedía al amplio porche, se fijó en un viejo grabado sobre la puerta: Prohibido el Paso a las Mujeres. Perrie sonrió. Sin duda los solteros que vivían dentro sentían la necesidad de protegerse de las féminas. Por debajo de ese mensaje, había otro:

– Excepto Julia -murmuró Perrie.

Perrie retrocedió mientras se preguntaba quién sería Julia y por qué ella podía entrar al refugio.

– Bueno, si Julia puede entrar, yo también – dijo Perrie.

Decidida, Perrie llamó a la puerta con los nudillos y esperó una respuesta. Cuando nadie abrió, volvió a llamar. Después de llamar por tercera vez, decidió aventurarse adentro.

El interior del refugio fue una sorpresa total.

Había esperado algo tan rústico como el exterior. Pero al entrar accedió a una enorme habitación de ambiente rústico muy acogedora, con unas paredes hechas de troncos y una chimenea de piedra. Multitud de coloridas alfombras y colchas de artesanía de Alaska cubrían el suelo y los sofás, y por toda la habitación se podían ver interesantes piezas de artesanía local. Comparado con su cabaña, el refugio resultaba lujoso.

– ¿Hola? -dijo-. ¿Hay alguien aquí?

Su llamada fue contestada por una voz y unos pasos. Entonces apareció un niño pequeño en el otro extremo del salón.

– ¡Estoy aquí! -gritó.

Cuando el niño la vio, se detuvo y se ajustó las gafas sobre su nariz respingona.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó el niño.

– Soy Perrie. ¿Y tú quién eres?

– Me llamo Sam. Vivo aquí. ¿Estás buscando a mi padre?

Perrie frunció el ceño.

– Eso depende de quién sea tu padre.

Joe no había dicho ni palabra de que tuviera un hijo, y a Hawk no le pegaba. Una de las novias había mencionado que el tercer socio del refugio se había casado recientemente, pero no llevaba tanto casado como para tener un niño tan mayor.

– Yo estoy buscando a Joe.

Sam se acercó a ella y la estudió sin timidez.

– Joe no es mi padre, es mi tío. Bueno, en realidad no es mi tío, sino más bien como un hermano mayor. Mi padre es Tanner. Es mi padrastro, en realidad. Volvimos esta mañana de Fairbanks dijo con los ojos brillantes.

– ¿Qué pasa aquí? -una mujer rubia y esbelta se plantó junto a Sam, con un paño de cocina en la man-. ¡Se te oye desde la cocina! -dejó de hablar cuando vio a Perrie, a quien miró con curiosidad.

– Lo siento -se disculpó Perrie-. Llamé a la puerta, pero nadie me oyó. Estoy buscando a Joe.

La mujer sonrió.

– ¿Eres la Perrie de Joe?

Perrie esbozó una sonrisa vacilante.

– No. Quiero decir, sí. Soy Perrie… pero no soy… -su voz se fue apagando.

El tratar de explicar lo que era exactamente para Joe Brennan se estaba complicando día a día.

– ¡Precisamente iba a bajar a tu cabaña a conocerte! -exclamó la mujer-. Me llamo Julia Lo… Julia O'Neill. Sólo llevo un mes casada; y me cuesta acostumbrarme al nombre -hizo una pausa-. ¿Y cómo ha sido tu estancia? ¿Has estado cómoda? Espero que Joe te esté cuidando bien. Normalmente no se encarga de los huéspedes, pero Tanner y yo hemos estado muy ocupados este mes, con la boda y la mudanza y… -Julia dejó de hablar un momento-. ¿Te apetece desayunar? ¿Un café y unos bollos de pasas, tal vez?

– ¿Está Joe aquí? -preguntó Perrie.

– Está en la pista de aterrizaje con mi marido. Están sacando todas nuestras cosas del avión. Sam y yo acabamos de cerrar nuestro apartamento en Chicago. Vamos a vivir aquí ahora. ¿Puedo ayudarte en algo?

– Me preguntaba si habría un fax en el refugio -dijo Perrie.

– Desde luego que lo hay. Tanner lo instaló el mes pasado. La verdad es que es de gran ayuda con las reservas y los detalles de los viajes. Está en la cocina.

Julia le hizo un movimiento a Perrie para que la siguiera, y cruzaron un enorme comedor lleno de mesas antiguas y un batiburrillo de antigüedades y sillas hechas a mano. Detrás de unas puertas de vaivén, estaba la enorme cocina, tan acogedora y rústica como el resto del refugio.

– El fax está allí al lado del teléfono -dijo Julia-. ¿Por qué no envías tus papeles y luego nos sentamos un rato y charlamos?

Como Ann, Julia parecía encantada de tener compañía femenina. Perrie sospechaba que acostumbrarse a la vida en Muleshoe resultaba difícil, sobre todo viniendo de una ciudad como Chicago. Sin embargo Julia parecía increíblemente feliz y emocionada, al igual que Ann. Tenían a sus maridos, a su familia y una vida llena de emociones.

Perrie tenía su trabajo. Eso siempre le había bastado, siempre había sido emocionante, a veces más de lo que hubiera deseado. Pero si lo comparaba con vivir en Alaska, su trabajo de reportera de investigación parecía perder un poco de su lustre.

Cierto era que la gente de Seattle la conocía y quería leer sus historias. Y ella esperaba impacientemente a que alguien cometiera un error. Ése era el resumen de toda su carrera profesional. Si no hubiera delincuentes ni personas corruptas, no tendría trabajo.

Cuando lo miraba sí, de pronto veía su carrera profesional desplegándose delante de ella. ¿Qué haría en cinco, en diez años? ¿Seguiría observando y esperando, esperando a que alguna persona prominente diera un paso en falso y trasgrediera la ley? ¿O encontraría un nuevo camino, tal y como habían hecho Ann y Julia?

– ¿Perrie? ¿Sabes manejar el fax?

Perrie volvió de su ensimismamiento y asintió a Julia.

– Sí… Sólo trataba de recordar el número.

Página a página, su historia fue enviada a través de las líneas telefónicas, desde Muleshoe hasta Seattle. En pocas horas, Milt lo leería. Casi podía oír ya su perorata mientras se preguntaba dónde estaba su historia de las novias. En unos días, tomaría parte en los juegos de Muleshoe y entonces terminaría la historia que le había sido asignada. Después, volvería a su cómodo apartamento y a su emocionante profesión.

– ¿Te apetece sentarte y tomar un café?

Perrie se quedó mirando ensimismada mientras las últimas páginas eran suavemente devoradas por la máquina.

– Yo… no puedo. Tengo un montón de cosas que hacer.

La verdad era que, toda vez que había evitado la compañía de Joe, quería salir del refugio antes dé que él volviera. No estaba del todo segura de que tuviera la determinación suficiente como para no desearlo como lo había deseado la última vez que se habían visto.

– No puedo creer que estés cómoda en esa cabaña -dijo Julia-. Aquí en el refugio tenemos un dormitorio de sobra. Si te apetece, puedes venirte para acá.

– Mi cabaña está bien -contestó Perrie.

– Pero salir de noche al retrete y tener que arrastrar esa bañera para darte un baño…

– Todo ello forma parte de la experiencia de estar aquí.

– Bueno, yo desde luego no lo soportaría – dijo Julia.

Perrie frunció el ceño.

– Pero tú vives aquí -dijo Perrie.

– Y tenemos un baño -dijo Julia.

Perrie emitió un gemido entrecortado.

– ¿Un baño? ¿Un baño dentro de casa? ¿No tenéis que salir fuera a medianoche?

– Por supuesto que no -dijo Julia-. Por eso no entendía por qué elegiste quedarte en una de las cabañas en lugar de venir aquí.

– ¿Podría haberme quedado aquí en el refugio?

– Eso hice yo cuando vine por primera vez – dijo Julia-. Aunque no me extraña que Joe no quisiera invitarte a quedarte aquí, teniendo en cuenta la leyenda.

– ¿Qué leyenda?

– Hay un grabado en el dintel de la puerta. Los buscadores de oro que vivieron aquí durante la época de la fiebre del oro decían que cualquier mujer que cruzara el umbral se casaría con uno de los que vivían en el refugio.

– ¿Y yo he tenido que salir a esa caseta con temperaturas bajo cero y bañarme en esa bañera sólo porque Joe Brennan piense que tal vez decida casarme con él?

Julia consideró un momento las palabras de Perrie, y después asintió como si la lógica fuera muy aceptable.

– Sí, supongo que sí.

– Julia, ¿dónde te dejo estas cajas?

La voz de Joe resonó en la casa, y a Perrie se le aceleró el pulso. Las puertas de la cocina se abrieron y apareció Joe con las manos llenas de cajas, de modo que ni se le veía la cara.

– Puedes dejarlas ahí -dijo Julia, mirando con nerviosismo de Perrie a Joe.

Joe dejó el montón en el suelo. Entonces se puso derecho y se encontró cara a cara con Perrie. Él pestañeó con sorpresa y entonces esbozó una sonrisa incómoda.

– Buenos días -murmuró Joe.

Ella esperaba sentirse incómoda con él, sobre todo después de lo que había pasado el día anterior. Pero también había pensado que se habían hecho amigos y se había equivocado.

– ¿Tú has metido a Perrie en la cabaña? -le preguntó Julia-. ¿Sin calefacción ni aseo? ¿Has consentido que se prepare sus propias comidas y se haga su cama? ¿Ése es el modo de tratar a un huésped?

Joe miró a Julia con el ceño fruncido.

– Ella no es realmente un huésped.

– ¿Acaso no nos paga su periódico? ¿No es cierto que nuestro precio incluye todas las comidas?

– Bueno, sí, pero éste es un caso diferente.

Julia se acercó despacio a Joe hasta que estuvieron frente a frente.

– La situación es la siguiente. Quiero que vayas a la cabaña de la señorita Kincaid, que recojas sus pertenencias y que las traigas aquí al refugio. Y después quiero que hagas lo posible para que nuestra invitada esté cómoda.

Perrie se puso tensa y se obligó a sonreír.

– En realidad no es necesario. Estoy perfectamente bien en la cabaña.

Con eso le echó a Joe una mirada asesina; una mirada que le decía que no habría más besos entre ellos. Y que lo que menos deseaba hacer era dormir bajo el mismo techo que él.

Salió de la cocina con fastidio y maldiciendo entre dientes con cada paso que daba. Sus pensamientos, una mezcla de rabia y frustración, concibieron sorpresivamente una imagen de Joe Brennan desnudo, dormido entre sábanas revueltas… con aquel pecho musculoso y aquellos brazos largos y fuertes…

– Basta -se dijo en voz alta-. Tendría que estar pensando en cómo volver a Seattle, y no preguntándome cómo es Joe Brennan en la cama.


Joe observó a Perrie salir de la cocina muy enfadada. Negó con la cabeza y miró a Julia.

– Te encanta hacerme sufrir, ¿verdad?

Julia sonrió y entonces se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

– Voy a transformarte en un hombre sensible, aunque me cueste toda la vida.

Joe gimió.

– Debería haber imaginado que vosotras las mujeres os apoyaríais.

– Aquí en el refugio somos muy pocas -dijo Julia mientras le limpiaba a Joe la mejilla de carmín-. Haré todo lo posible por contrarrestarlo un poco.

Joe recogió la caja y la colocó sobre el mostrador.

– Ni siquiera lo pienses. El hecho de que Perrie Kincaid haya cruzado la puerta de la casa no quiere decir que vaya a casarme con ella. Ni siquiera nos gustamos.

Joe tuvo que reconocer para sus adentros que eso no era del todo cierto. Perrie le gustaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aunque estaba seguro de que en ese momento no tendría muy buena opinión de él.

– Parece una mujer encantadora -dijo Julia-. A mí ya me gusta.

Hawk y Tanner entraron en la cocina en ese mismo momento, con Sam pisándoles los talones.

– Eh, acabo de ver a Perrie Kincaid en el porche -dijo Tanner-. ¿Ha entrado?

Joe soltó una imprecación y le echó a Tanner una mirada venenosa.

– No empieces conmigo. Tu esposa ya ha hablado suficiente del tema. No, no me voy a casar con Perrie Kincaid. Maldita sea, si se va a casar con alguien, será con Hawk. No para de hablar de él.

Sólo de pensarlo sintió unos celos persistentes; pero había llegado el momento de que averiguara qué estaba pasando entre ellos dos.

Tanner y Julia se volvieron ambos a mirar a Hawk con curiosidad.

– Y bien -dijo Julia-, ¿tú qué tienes que decir?

– Le di unas botas de piel -dijo Hawk-. Y la estoy preparando para los juegos de Muleshoe.

Joe se quedó boquiabierto.

– ¿Tú la estás ayudando?

Hawk asintió.

– ¿Sabes por qué quiere participar en el concurso de las novias? Para poder llegar a Cooper y buscar a un piloto que la lleve a Seatle, donde seguramente alguien le pegará un tiro en cuanto se enteren de que está allí. Está aquí en Muleshoe por su propia seguridad.

– Pareces muy preocupado por la señorita -comentó Tanner.

– Por una señorita que ni siquiera le gusta -añadió Julia mientras se acercaba al fax-. Perrie se ha dejado aquí sus papeles. ¿Por qué no se los llevas a la cabaña, Joe? Y mientras estás allí, podrás disculparte por tu actitud tan poco hospitalaria. Invítala a cenar con nosotros y dile que puede quedarse en el dormitorio de invitados.