Por un instante deseo que Joe estuviera allí con ella. Quería compartir eso con él, igualmente que él había compartido a los lobos con ella; quería hablarle de la primera vez que se había dado cuenta de que quería ser reportera. Pero entonces se acordó de cómo estaban las cosas entre ellos.

Eran como un par de imanes, que a veces se atraían y otras se repelían. Entendía lo último. ¿Pero de dónde surgía la atracción? Sin duda él era guapo, pero a ella nunca le habían importado los atributos físicos. Asumía que era inteligente, aunque jamás había mantenido una conversación intelectual con él. Desde luego era encantador, el tipo de hombre a quien la mayoría de las mujeres encontraban irresistible.

Tal vez fuera otra cosa, algo menos obvio. Aunque él era lo suficientemente simpático, siempre parecía parar cuando se trataba de hablar de sí mismo. La mayoría de los hombres que había conocido eran capaces de hablar de sí mismos durante horas, sin embargo no había sido capaz de sacar ni un gramo de información personal acerca de Brennan, aparte de su deuda con Milt Freeman. Cuando le había preguntado, él se limitaba a ignorar su curiosidad con una respuesta hábil o un comentario provocador.

Perrie estaba segura de que no había mujer en todo el planeta que hubiera podido penetrar en el pensamiento o en el corazón de Joe Brennan. Ella no iba a ser la primera… Y tampoco quería serlo.

7

El bosque estaba a oscuras y silencioso cuando regresó a casa, y el suave crujido de sus botas resonaba y desaparecía en la noche. Perrie había pasado el día entero lejos de Bachelor Creek Lodge, sencillamente para evitar volver a ver a Joe. Había tomado el desayuno en Doyle's, almorzado con las novias y después por la tarde había practicado juegos. Incluso había pasado una hora antes de cenar en Doyle's examinando de nuevo lo que quedaba del Muleshoe Monitor.

En realidad no estaba enfadada con Joe. Pero tampoco estaba dispuesta a perdonarlo aún. Un paso hacia la tregua normalmente acababa en otro paso hacia atrás. ¿Por qué no podían llevarse bien y punto? Ella estaba allí en Alaska de donde no se podía mover de momento, obligada a verlo cada día, le gustara o no. Lo menos que él podía hacer era dejarla en paz.

¿Pero quería de verdad que él hiciera eso? A medida que pasaban los días, las horas, notaba que deseaba más y más estar con él. Y lo peor era que disfrutaba de sus discusiones, de sus trifulcas, de la batalla continua por tener el control. Joe Brennan era el primer hombre que había conocido que no se dejaba pisar de ninguna manera.

Siempre había sido una persona resuelta, una mujer que daba a conocer sus opiniones. Los hombres se habían sentido atraídos por ella en parte por su notoriedad, por su posición como reportera de éxito. Pero Joe no era parte de su mundo; él vivía fuera de la órbita del Seattle Star. No le importaba que ella fuera Perrie Kincaid, la periodista que había ganado tantos premios. Él la conocía como Perrie Kincaid, un verdadero engorro, la huésped descontenta, la mujer que sólo tenía una misión, y era salir de Alaska, a cualquier precio.

Pero últimamente no había estado tan obsesionada con escaparse como cuando había llegado. Durante su sesión de entrenamiento de esa tarde con las novias, se había olvidado de la razón por la que había participado en la competición. Mientras practicaba caminar con las raquetas de nieve, mientras partía troncos o mientras conducía el trineo, sólo podía pensar en Joe y en cómo le demostraría que podía soportar los rigores de la vida en las tierras salvajes.

Algo había cambiado entre los dos, un cambio tan sutil que ella apenas lo había notado. Desde el día que habían estado con Romeo y Julieta, ella había dejado de ver a Joe Brennan sólo como un obstáculo para su plan de escribir la historia sobre Tony Riordan. Él se había metido en su cabeza, en su vida, provocándola con sus bromas y sus burlas, desafiándola cada vez. En su mente, y en su corazón, Joe se había convertido en un hombre terriblemente intrigante, sexy y atractivo.

Perrie empujó abrió la puerta de su cabaña con la firme resolución de dejar fuera sus pensamientos. ¿Por qué no podía darle sentido a todo aquello? Siempre había sido capaz de controlar sus sentimientos. Pero Joe Brennan desafiaba cada intento suyo por definir sus sentimientos, por dominar su fascinación… por controlarse para no enamorarse de él de pies a cabeza.

Al entrar y cerrar la puerta para que no entrara el frío, vio un sobre en el suelo. El corazón le dio un vuelco. ¿Podría ser de Joe? Cuando vio la letra infantil en el sobre, se reprendió para sus adentros por su ridícula reacción.

Con una leve sonrisa, sacó una tarjeta de San Valentín hecha a mano; y fue entonces cuando se dio cuenta de pronto de que el día de San Valentín llegaría muy pronto. Jamás le había prestado demasiada atención a esa fiesta. En cuanto había dejado la sección de Lifestyles, no había vuelto a encargarse de los artículos dulzones de corazones y flores, de sentimientos románticos.

– «De todas las flores, tú eres la más bella» -leyó Perrie-. «Me alegro de tener una nueva amiga como tú. Sam».

Trazó con el dedo las letras infantiles del nombre del pequeño y una oleada de afecto le llenó el corazón. No recordaba jamás haber recibido una tarjeta por San Valentín, aparte de las que habían intercambiado en el instituto. Ningún niño, ningún hombre, se había molestado en expresarle su cariño de un modo tan dulce como ése.

Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. No era el momento de arrepentirse de nada. Nunca había estado enamorada en su vida. Pero había tenido un éxito en el terreno profesional que había superado sus fantasías. Su trabajo era tan agotador, que nunca se había fijado en el apartamento vacío donde llegaba cada noche. ¿Entonces por qué de pronto ya no le parecía suficiente? ¿Por qué le daba la sensación de que merecía algo más en la vida?

Perrie dio un puñetazo a la puerta. En ese momento, otros golpes sonaron a su puerta, y Perrie se apartó de ella asustada.

– Perrie, sé que estás ahí. He estado esperando a que volvieras. Abre la puerta.

Fue a abrir y entonces retiró la mano. Aspiró hondo, trató de relajarse y de olvidar todas las ideas románticas que le rondaban el pensamiento cuando pensaba en Joe Brennan, como si de algún modo él pudiera adivinarlas cuando abriera la puerta. Pero lo que no había anticipado fue la emoción que sintió cuando lo tuvo de nuevo frente a frente.

Él le sonrió. El suave destello de luz del interior de la cabaña iluminó su rostro apuesto y los ángulos de su cara.

– Hola.

Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Tenía un modo extraño de aliviar la tensión entre ellos, de ahuyentar la animosidad con una palabra provocativa o con una sonrisa pícara.

– Hola -contestó ella, sin saber qué más decir.

¿Pero qué demonios le pasaba? Se sentía como una adolescente enamorada. ¿Cómo había podido pasar de la frustración total a una palpitante atracción en un día? ¿Qué era lo que había cambiado?

– ¿Seguimos enfadados? -le preguntó él.

Perrie suspiró. ¿Sería posible de verdad estar mucho rato enfadado con Joe Brennan? Le parecía que no.

– No. Seguramente me acordaré de todos tus antepasados cuando tenga que salir al baño. Pero de momento, me siento generosa.

Él fue a tomarle la mano.

– Bien. Porque tengo algo especial que quiero enseñarte -tiró de ella al exterior y cerró la puerta de la cabaña.

– ¿Adónde vamos?

– No vamos lejos -respondió él.

Sacó una linterna de un bolsillo de su cazadora y echaron a andar por el camino que se adentraba en el bosque. Aunque estaba muy oscuro sabía que se dirigían hacia el río.

Caminaron el uno junto al otro, en silencio salvo por el ruido de sus pasos sobre la nieve. Él le agarraba con firmeza la mano cubierta por la manopla; y cuando ella se resbaló, él le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.

Todo parecía tan natural entre ellos, aquel roce casual, como si hubieran cruzado una línea invisible en su relación que les permitiera ver el respeto mutuo. Le gustaba la sensación de sus manos agarrándola, sin matices sexuales.

– ¿Ya estamos llegando?

– Casi -lijo él-. Párate ahí mismo.

Ella miró a su alrededor, pero sólo vio lo que había visto en los últimos minutos: un bosque tan tupido, que casi ocultaba el brillo de las estrellas. La nieve que cubría ambos lados del camino, iluminada por el leve destello de su linterna.

– ¿Qué es?

Él se colocó detrás de ella y le tapó los ojos con una mano. Le colocó la otra mano en la cintura para que no se cayera.

– Unos metros más -dijo él-. No tengas miedo. No te voy a dejar caer.

– No tengo miedo… -dijo Perrie en tono suave.

Cuando ella había dado el número de pasos requeridos, él la detuvo, entonces retiró la mano despacio. Le llevó unos momentos que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad, y entonces emitió un gemido entrecortado.

Estaban al borde del bosque, mirando la extensión helada del río Yukon. Y allí, en el cielo del norte, colgaba un caleidoscopio de colores que se movían en espiral, tan extraño que le dio miedo hasta de respirar. El rojo el morado y al azul teñían el horizonte del brillo, como un espíritu gigante que se elevara en el cielo vestido de joyas.

– Sabía que querrías verlo -dijo él.

– Yo… no sé qué decir -respondió ella.

Él le rodeó la cintura con los brazos y dejó que se recostara contra su cuerpo alto y esbelto. Apoyó la barbilla sobre su cabeza.

– No tienes que decir nada. Quería ser yo quien te lo enseñara.

– Es increíble.

– Jamás he visto una aurora boreal tan bonita en la mitad del invierno. Normalmente ocurren en primavera y otoño. Pero de vez en cuando, en una oscura noche de invierno, el cielo se llena de vida y de luz. Casi se puede sentir en el aire.

– ¿Sabes por qué ocurren? -le preguntó Perrie.

– Los protones y electrones de las manchas solares empiezan a flotar en el espacio -le explicó Joe mientras se apoyaba sobre su hombro, de tal modo que ella pudo sentir el calor de su aliento en la mejilla-. Son atraídos a nuestra atmósfera cerca de los polos magnéticos, y se encienden y mueven para dar un espectáculo semejante.

– ¿Por qué no lo he visto cuando volvía a casa esta noche?

– Tal vez por las luces de la camioneta, o por los árboles del bosque. O a lo mejor no estabas mirando.

Perrie se dio la vuelta en sus brazos y lo miró. No veía su rostro en la oscuridad, pero quiso creer que estaba mirándola.

– Gracias por traerme aquí.

– Quería enseñártelo. Me encantaría que lo vieras desde el aire, porque resulta incluso más glorioso. Tal vez algún día… -su voz se fue apagando cuando se dio cuenta, como ella, de que no habría nada así entre ellos-. Se me ocurrió que tal vez quisieras escribir otra historia.

– Lo haré.

Se quedaron allí mucho tiempo, el uno frente al otro, Perrie imaginando sus facciones fuertes, su mandíbula esculpida y sus labios, tan potentes como un vino con solera. Quería que él la besara, en ese momento, mientras estaban bajo aquella luz mágica. Quería rodearle el cuello con los brazos y apretarlo contra su cuerpo hasta que sus pensamientos pasaran a la acción, hasta que sus palabras se trasformaran en una caricia dulce, en un beso apasionado.

La intensidad de sus sentimientos la sorprendió.

¿Cómo había podido pasar tantos días con ese hombre, y sin embargo no haberse dado cuenta hasta ese momento de lo que sentía? Unos días atrás no había querido más que olvidarse de él. Y en ese momento sólo podía pensar en estar a su lado.

Quería que él la besara, que la abrazara y que le hiciera el amor hasta que el sol borrara con su luz aquellos colores del cielo. La revelación la hizo estremecerse y se echó a temblar.

– Tienes frío -dijo él-. Deberíamos volver.

– De acuerdo.

De vuelta por el camino del bosque, Perrie no dejaba de pensar en el modo de alargar la noche. Podría agarrar a Joe y besarlo, igual que lo había agarrado aquel primer día en la camioneta, retándole a que revelara lo que verdaderamente sentía por ella.

Pero no quería forzar nada. Si Joe Brennan la deseaba tanto como ella a él, entonces tendría que tener paciencia. Por primera vez en su vida no quería tener el control. Necesitaba que Joe diera el primer paso.

Pero tenía que encontrar el modo de animarlo a ello, de demostrarle lo que sentía. Perrie se aclaró la voz.

– Esto ha sido un detalle por tu parte, Joe… -no le resultaba natural pronunciar su nombre de pila; se había acostumbrado de tal modo a llamarlo Brennan, que Joe le parecía una intimidad reservada a los amantes.