– Sabes que no hay nada que diga que no podamos ser amigos -dijo él con la atención fija en el camino.

– ¿Qué clase de amigos? -preguntó Perrie.

– De los que no pelean todo el tiempo -respondió Joe.

Llegaron al porche delantero de su cabaña, y él le agarró la mano con fuerza para que no perdiera pie al subir las resbaladizas escaleras.

– Siento haber sido tan dura contigo -dijo ella-. Entiendo que te tomes tu responsabilidad en serio -abrió la puerta y entró, y la dejó abierta adrede, como invitación para él.

Para alivio de Perrie, él la siguió al interior.

– Y puedo soportar eso -continuó Perrie mientras se quitaba la cazadora-. Si puedes entender lo importante que es mi trabajo para mí. Es toda mi vida.

Él avanzó un paso y la miró a los ojos. Suavemente, trazó la línea de su mandíbula, su mejilla, y ella se sorprendió al notar que se había quitado los guantes. El contacto le proporcionó una especie de corriente eléctrica que la recorrió de pies a cabeza.

– Tu vida es más que todo eso, Perrie -dijo él.

Ella abrió la boca para contradecirlo, pero las palabras que le salieron no tuvieron nada que ver con sus intenciones.

– Quiero que me beses -le soltó.

Sintió un intenso calor que le subía por la cara y volvió la cara de vergüenza.

Él le sostuvo el mentón entre el pulgar y el índice y le volvió la cara despacio para que lo mirara.

– Yo también quiero besarte.

Pero no se acercó a ella, ni tampoco unió sus labios a los suyos. En lugar de eso dejó caer las manos sobre sus hombros, deslizándose después hasta acariciar sus pechos.

Perrie cerró los ojos mientras él acariciaba con las palmas de sus manos sus pechos suaves y firmes, mientras su calor traspasaba las capas de lana que la cubrían hasta que casi pudo imaginar que le acariciaba la piel desnuda.

Aguantó la respiración y él continuó así un buen rato, acariciándole los pezones hasta que se pusieron duros. Cuando ella abrió los ojos de nuevo, él estaba mirándola; y en sus ojos vio la llama indiscutible del deseo.

Muy despacio, sus manos descendieron por su cuerpo, provocándole estremecimientos con cada delicioso roce. Su vientre, sus caderas, su trasero. Y entonces él le deslizó las manos por debajo de las capas de suéteres que llevaba puestos y dirigió sus caricias de nuevo hacia sus pechos.

Sin embargo continuó sin besarla, aunque se había acercado un poco más, y sus labios estaban ya muy cerca de los de ella. Su respiración suave e irregular era todo lo que rozaba sus labios. Sus palabras melosas se colaban en su consciencia. Trató de comprender su significado, y entonces se percató de que eran tan inconexas como el murmullo suplicante de ella.

Sin su beso, cada sensación que creaba con sus manos parecía más potente, más profunda, y le llegaba al fondo del alma. Deseaba quitarse la ropa, quitarle la ropa a él. Como la ropa que los cubría para protegerlos del frío, ellos habían estado cubiertos por capas y más capas de malentendidos. Ella deseaba retirar todo eso, descubrir al verdadero hombre que había debajo, vivo de deseo, vulnerable a sus caricias.

Le bajó la cremallera de cazadora y le deslizó la mano por el pecho cubierto por la camisa. Pero cuando fue a desabrocharle el botón de arriba, él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

Le besó la palma de la mano y cada dedo antes de soltarla la mano.

– Será mejor que me marche -dijo con una sonrisa de pesar.

– Pero… no tienes que irte -dijo Perrie.

– Sí. Acabamos de hacernos amigos. No podemos hacernos amantes la misma noche.

Con eso se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al frío de la noche.

Perrie se quedó a la puerta, temblando de frío, observando su marcha hacia el refugio. Cuando el aire frío le aclaró los sentidos, empezó a darse cuenta de lo que había pasado entre ellos. La próxima vez que estuvieran juntos, se harían amantes.

Perrie se abrazó mientras un estremecimiento de anticipación la sacudía con fuerza. Por primera vez desde que había llegado a Alaska, no quería marcharse. Quería quedarse allí en el refugio y aprender lo que ya adivinaba: que Joe Brennan sería un amante increíble.


– ¿Cómo sabes si estás enamorada?

Perrie miró a su alrededor, a las novias. Primero a Linda, que consideró su pregunta con total seriedad. Después a Mary Ellen, cuya mirada soñadora era la predecesora de una contestación romántica, como la de una película. Y después Allison, cuya idea del amor seguramente cambiaba como cambiaba el tiempo.

La cabaña de las novias reflejaba toda la excitación por la fiesta del día siguiente. Había ramos de flores de invernadero decorando cada rincón; y Perrie se había enterado de que cada uno de los pilotos de aquella zona había hecho un viaje especial a Anchorage para llevar todos los pedidos de los solteros de Muleshoe.

Varias cajas de caramelos cubrían la mesa de centro, y diversos detalles románticos llenaban la habitación. Las novias debían volver a casa a finales de mes, y la competición para que se consolidaran las parejas estaba llegando a su punto culminante. Después de los juegos de Muleshoe, Perrie adivinaba que las chicas recibirían distintas proposiciones de matrimonio; aunque no estaba segura de si las aceptarían o no.

– No sé si hay modo de explicarlo -dijo Linda-. Supongo que cuando una lo está, lo sabe.

– Creo que suenan campanillas en tu cabeza -dijo Mary Ellen-. Te sientes contenta y temblorosa, y tienes ganas de recorrer las estrellas.

Allison gimió.

– Eso sólo ocurre en las películas, boba. A mí me parece que es posible amar casi a cualquier hombre, si una de verdad quiere.

– ¿Quieres decir si es lo suficientemente guapo, si no se limpia los mocos con la manga de la camisa, y si tiene dinero suficiente para hacerte feliz? -le preguntó Linda.

Allison sonrió.

– Eso lo resume bastante bien.

– Pero tiene que haber más -dijo Perrie-. No puedo creer que tantas personas de este mundo se hayan enamorado y que no hayan escrito sus impresiones en algún sitio.

– ¿Esto es para tu historia? -le preguntó linda-. ¿O acaso estás interesada por razones personales?

– Para la historia -mintió Perrie, aunque se daba cuenta de que Linda ya la había calado-. De acuerdo. Tal vez necesite la información para evaluar mis sentimientos hacia un… conocido.

– ¿Hawk o Joe? -le preguntó Allison-. Si dices Burdy, voy a gritar.

– Es Joe. Aunque tanto Hawk como Burdy han sido dos perfectos caballeros conmigo, dulces y amables, me atrae el más canalla. El hombre que ha salido con todas las mujeres de Alaska, se deleita haciéndome infeliz, y no le importa nada mi profesión -Perrie hizo una pausa para pensarse lo que estaba a punto de decir-. Y creo que, en contra del sentido común, podría estar enamorada de él.

Habían pasado juntos casi cada minuto desde la noche de la aurora boreal. De día la llevaba a algún sitio especial alrededor de Muleshoe. Y por la noche se sentaban delante de la chimenea en su cabaña y charlaban. Ella solía trabajar en sus historias, y él las leía.

Y más tarde, cuando caía la noche, se besaban y tocaban. Aunque estaba segura de que un día serían amantes, Joe había tenido cuidado de no ir demasiado deprisa. Y cuando parecía que lo único que quedaba por hacer era el amor, Joe le daba las buenas noches y se marchaba, dejándola con la duda de por qué él insistía en esperar.

Mary Ellen palmoteó con deleite, trasportándolas a la realidad.

– ¡Ay, qué bonito! Es como el destino, ¿no es así? Es como esa película antigua con Cary Grant y esa actriz francesa. Sólo que ellos se encuentran en una isla tropical y vosotros estáis en Alaska. Y él no era piloto. Pero era tan romántico…

– ¿Crees que él siente lo mismo por ti? -le preguntó Linda.

– No lo sé -contestó Perrie-. Para ser sincera, no tengo experiencia con estas cosas. Quiero decir, nunca he estado enamorada. Y no creo que ningún hombre haya estado enamorado de mí. He tenido relaciones, pero con ninguna me he sentido como me siento ahora.

– Joe Brennan es sin duda un buen partido -dijo Allison-. Tiene un buen negocio, es guapo y estoy segura de que besa de maravilla.

Perrie suspiró.

– Sí, de maravilla.

– ¿Por qué crees que estás enamorada de él? -le preguntó Linda.

– Al principio no estaba segura. Pero entonces, después de pensarlo, me di cuenta de que era algo muy tonto. Por eso quería preguntaros a vosotras.

– Es por sus ojos, ¿verdad? -le preguntó Allison-. Tiene esos ojos de un azul tan increíble.

– Seguro que se trata de que es piloto -aventuró Mary Ellen-. Los pilotos son tan atrevidos y bravos.

– Es porque le gusta cómo escribo.

Las tres mujeres se volvieron hacia ella con expresión confusa.

– Yo… Escribí una historia sobre una familia de lobos de las llanuras que él me llevó a ver. Y la combiné con la historia de una familia que vive en las tierras salvajes. A mí no me pareció nada del otro mundo, pero a Joe sí. Y ahora me lleva a todos estos sitios especiales y me pide que escriba historias sobre esos sitios. Y después… Después las leemos juntos.

– ¿Ya está? -dijo Allison.

– No, no del todo. Yo siempre he trabajado mucho mis artículos, pero por mucho que consiguiera, nunca me parecía suficiente. Siempre albergaba una vaga ambición que deseaba satisfacer, un objetivo fuera de mi alcance. Pero cuando Joe dice que le gustan mis historias, es suficiente. Es todo lo que necesito. De pronto un Pulitzer no me importa tanto.

– Él te respeta -dijo Linda-. Y está orgulloso de ti. Eso es algo maravilloso.

Perrie sonrió.

– Lo es, ¿verdad? Es tan extraño, pero siento que mientras él crea en mí, es bastante -se pasó la mano por la cabeza mientras emitía un gemido-. Al menos eso es lo que creo. ¿Pero cómo voy a estar segura? Llevo tanto tiempo apartada de mi trabajo habitual, que ya no estoy segura. Tal vez no lo ame. Tal vez estuviera aburrida y él es una distracción conveniente.

– No tienes por qué decidirte ya -dijo Linda-. Tienes tiempo.

– ¡No! -gritó Perrie-. Tarde o temprano, tendré que volver a casa. Tengo que pensar en mi profesión, y si no vuelvo pronto, no querré volver. ¿Y si me quedo y me doy cuenta de que no estoy enamorada? ¿O y si vuelvo a casa y me doy cuenta de que lo estoy?

Mary Ellen se acercó a Perrie y le dio unas palmadas en la mano.

– Venga, no te disgustes tanto. Creo que debes seguir lo que te dicte el corazón. Cuando llegue el momento de decidir, lo sabrás.

– Tiene razón -dijo Linda-. Hazle caso al corazón. No analices esto como si fuera una de las historias que escribes para el periódico. No intentes buscar todos los hechos y las estadísticas. Simplemente deja que ocurra como tenga que ocurrir.

Perrie asintió y entonces se puso de pie.

– De acuerdo, eso será lo que haga. Le haré caso al corazón -fue adonde tenía la cazadora y se la puso-. Puedo hacerle caso al corazón. ¿Por cierto, tenéis alguna novedad vosotras tres en cuanto al corazón?

– Yo he estado saliendo con Luther Paulson -dijo Linda-. Es un hombre muy dulce; tan amable y cariñoso…

– George Koslowski me ha invitado a su casa esta noche a ver una película -dijo Mary Ellen-. Tiene Vacaciones en Roma. Un hombre a quien le guste Audrey Hepburn no puede ser tan malo.

– Y yo he decidido centrarme en Paddy Doyle -terminó de decir Allison-. Sigue siendo un hombre joven y tiene un negocio floreciente. Es guapetón y fornido. Y lleva dos años viudo. Ya es suficiente.

Perrie asintió distraídamente, puesto que no había dejado de pensar en Joe.

– Qué bien -murmuró mientras se acercaba a la puerta-. Os veo mañana en los juegos.

Necesitaba estar sola con sus pensamientos. Mientras caminaba por la calle principal de Muleshoe, pensó en todo lo que habían dicho las novias, y en todo lo que ella les había dicho a ellas. Toda vez que había dado voz a sus sentimientos, no le parecían tan confusos.

Estaba enamorada de Joe Brennan. Y eso era lo único que necesitaba saber de momento.


El sol se reflejaba en la nieve con tanta fuerza, que Joe tuvo que ponerse la mano delante de los ojos a modo de pantalla para ver más allá del refugio. En la distancia, Perrie partía leña metódicamente delante del cobertizo. Hawk le había dado troncos suficientes y un hacha bien afilada, y ella se empeñaba en la tarea con una determinación inquebrantable.

Tenía que admirar su tenacidad, aunque no estuviera de acuerdo con su propósito. Aunque había mejorado mucho en sus habilidades para defenderse en aquellos parajes, Joe no había tenido valor para decirle que seguramente no ganaría. Además de las tres novias, había otras cuatro mujeres solteras que llevaban años viviendo en la zona y que deseaban pasar un fin de semana en el balneario, todas ellas poseedoras de mucha práctica y talento.