Esquivando al Amor

Esquivando al Amor (01.07.2006)

Título Original: Dodging Cupid's Arrow! (1998)

Serie: 2º Los Hombres de Bachelor Creek

Prólogo

Cinco años atrás

Joe Brennan aguantó la respiración mientras la tosca puerta de madera se abría de par en par con un chirrido de protesta. Si el interior del Refugio de Bachelor Creek se parecía en algo al exterior, se prometió para sus adentros que se daría la vuelta y regresaría directamente a Seatle.

– Debería ir al psiquiatra -murmuró para sí mientras paseaba la mirada por el deteriorado edificio de madera.

Pasó por encima de un tablón podrido del porche y se acercó a una ventana cubierta de polvo para asomarse. Un rayo de luz iluminaba el interior, y Joe se fijó en un enorme agujero en el techo por donde parecía entrar el haz de luz.

– Mira eso -dijo Hawk mientras señalaba el dintel de la puerta, que era un tronco de madera.

Joe y Tanner levantaron la vista. Prohibido el Paso a las Mujeres, rezaba el mensaje toscamente arañado en la madera.

– No estoy seguro de que haya ninguna mujer en este planeta que de buena gana pusiera el pie aquí -dijo Joe.

Jamás debería haber dejado que Tanner O'Neill lo convenciera para llevar a cabo aquella idea tan descabellada. El tercero del trío, Kyle Hawkins, y él habían dejado atrás sus trabajos, sus familias, a sus chicas, para mudarse a las tierras remotas de Alaska a montar un negocio.

La herencia de Tanner tenía buena pinta en el papel. Consistía en un enorme refugio en plena naturaleza a una milla de la pequeñísima y remota población de Muleshoe, junto al río Yukon, y con un arroyuelo que corría detrás del refugio. Pero las fotografías no hacían justicia al edificio, que en realidad estaba prácticamente derruido. De haber sido más explícitas, tal vez Joe hubiera optado a quedarse en casa.

En Seattle había tenido un buen empleo, era socio de un pequeño bufete de abogados y tenía un salario generoso. Cada dos fines de semana, pilotaba aviones para los cuerpos militares de reserva, dando así uso a una licencia de piloto. Ocupaba el resto de su tiempo entre los deportes y las mujeres, dos de sus pasatiempos favoritos. La vida le sonreía, y él había sido muy feliz.

Sabía que había renunciado a más de lo que habría podido imaginar yéndose a vivir a Alaska; pero el plan había sido demasiado tentador como para resistirse a ello. Tanner dirigiría el refugio, o lo que quedara de ello, y Hawk haría de guía por los bosques circundantes cuando llegaran los clientes. Finalmente, Joe pilotaría el avión, un De Havilland Otter que los tres habían comprado por muy poco dinero. Él transportaría los víveres y a los clientes desde Fairbanks hasta Muleshoe, y aterrizaría en la pequeña franja de tierra tal y como Hawk, Tanner y él habían hecho hacía unos minutos.

– No juzgues tan rápido -le advirtió Tanner mientras cruzaba el umbral de la puerta-. Trata de pensar en las posibilidades.

Joe se dio la vuelta para echarle a Tanner una mirad dudosa.

– Con tantas posibilidades, creo que vamos a tener que comprar un avión más grande. Algo que pueda trasportar una máquina excavadora.

Su amigo adoptó una expresión remota, pero Joe sospechaba que tenía más o menos las mismas preocupaciones que él. Si por fuera el refugio estaba mal, el interior estaría seguramente inhabitable; con lo cual no tenían de momento sitio donde hospedarse. Hasta que se pudieran demostrar las habilidades de carpintería de Tanner, más les valdría montar una tienda de campaña.

– Veamos lo mal que está esto -dijo entre dientes mientras entraba él también.

Las motas de polvo quedaban suspendidas a la luz que entraba a raudales por el agujero del techo. Una vieja colección de muebles rústicos llenaba la pieza, y el suelo estaba lleno de pelusas. Una cabeza de alce enorme los miraba por encima de la chimenea de piedra, como burlándose de sus expectativas.

– No está tan mal -comentó Tanner mientras asimilaba el mal estado de la habitación-. En cuanto arreglemos el tejado y limpiemos un poco, estaremos bien.

– Bien para los mapaches y otros animales salvajes -contestó Joe-. Apenas tenemos un techo que nos cubra, O'Neill. Y te olvidas de que las noches aquí son mucho más frías que en Seatle.

– Vamos, Brennan, ¿dónde están tus ganas de aventura? -se burló Tanner-. Sí, vamos a pasar un tiempo un poco incómodos… Aguántalo y sé un hombre.

Joe negó con la cabeza.

– Supongo que siempre podría dormir en la cabina del avión.

– O bajo las estrellas -dijo Hawk, distraído mientras contemplaba el hogar y se asomaba por el tiro de la chimenea-. Ardillas -fue su único comentario.

Joe consideró la sugerencia de su amigo. Para Hawk dormir al aire libre no era tan duro. En realidad, Joe sospechaba que a Hawk no le importaría vivir en esas condiciones primitivas. Hawk ya no tendría que salir de casa para disfrutar de la naturaleza, como había hecho en Seattle; donde a veces había desaparecido durante dos o tres semanas sin decir palabra. Su amigo siempre estaba dispuesto a lanzarse a la aventura, y cuanto más desafiantes e inesperadas fueran, mejor.

Tras la inspección visual, Tanner se volvió hacia sus amigos.

– Sé que esto no es lo que esperabais -dijo-. Y supongo que si alguno de vosotros quiere echarse atrás, ahora es el momento -hizo una pausa mientras colocaba las manos en jarras-. Pero antes de que toméis una decisión, quiero que sepáis que estoy empeñado en que esto funcione; con o sin vosotros.

Todos permanecieron unos minutos en silencio; entonces Hawk se encogió de hombros.

– Yo no me retiro.

Miró a Joe con un desafío claro en su mirada. Un buen amigo se quedaría a su lado, y los tres eran los mejores amigos del mundo. Y llegado ese momento, a Joe no le quedaba mucho en Seattle salvo varias mujeres decepcionadas y un almacén donde tenía guardadas todas sus cosas.

Joe se pasó la mano por la cabeza. ¿Pero qué demonios estaba haciendo? Un solo vistazo al pequeño pueblecito de Muleshoe era suficiente para ver que en aquel lugar perdido de Alaska no había demasiada vida social. No era que no pudiera vivir sin las mujeres, pero sí que tenía ciertas necesidades.

– ¿Qué va a ser, Brennan? ¿Te quedas o te marchas?

Joe se volvió hacia Tanner.

– Estoy imaginándonos dentro de cincuenta años. Tres solterones desdentados recordando los viejos tiempos en Seattle; pensando en la última vez que habíamos visto a una mujer bonita.

– En Alaska hay mujeres preciosas -dijo Tanner-. Sólo están desperdigadas por un área geográfica muy grande. Tiene uno que salir a buscarlas.

Joe le echó una última mirada al refugio antes de hacer una mueca de pesar.

– Debo de estar loco. Pero si vosotros os quedáis, yo también.

Tanner le dio una palmada en la espalda y se echó a reír.

– Sabía que no te resistirías. Desde que te conozco, jamás has dejado de lado un desafío.

– Pues esta vez me gustaría ser más cretino -dijo Joe mientras negaba con la cabeza

Estiró el brazo con la mano mirando hacia arriba; Tanner colocó la suya encima y lo mismo hizo Hawk.

– Por los chicos del Refugio de Bachelor Creek -dijo Tanner.

– Por Bachelor Creek -repitió Hawk.

– Creo que nos hemos vuelto todos locos -dijo Joe, preguntándose por qué siempre acababa en situaciones imposibles.

No estaba seguro de si era o no una particularidad de su carácter, pero allí en las tierras salvajes de Alaska, con un futuro de desafíos por delante, sabía que no le costaría mucho averiguarlo.

1

– Uno de estos días debería ir al psiquiatra.

Joe se inclinó hacia delante y rascó el hielo que cubría el parabrisas de su Super Cub. Se fijó en el indicador de la temperatura del aire, un insidioso recordatorio de un peligro omnipresente. La temperatura exterior era de cuarenta grados bajo cero, y su eliminador de escarcha había llegado al límite.

Se asomó por el parabrisas a los riscos más abajo, tan escarpados, que la nieve ni siquiera se adhería a sus paredes.

Denali, «El Alto», como lo habían llamado los nativos atabascos. El monte MacKinley era el pico más elevado de Norteamérica y un reclamo para los alpinistas del mundo enero. Y entre Talkeetna y la montaña estaban los aviadores del Denali, esos pilotos que transportaban alpinistas y equipamientos al Kahiltna, el nombre dado al glaciar que estaba al final de la ruta de montaña.

Desde que Joe había llegado a Alaska, hacía cinco años, había oído incontables historias sobre sus hazañas, sobre sus arriesgados aterrizajes y sus osados rescates, que los definían como verdaderos artistas tras los controles de sus aeroplanos. Él los había admirado de mala gana, hasta que había sido aceptado en el grupo. Después de eso, su respeto hacia ellos había aumentado.

Su iniciación se había logrado más por casualidad que por osadía. Estaba con un cliente haciendo una visita panorámica, cuando había visto una mancha de color cerca del borde del Glaciar Kahiltna, muy próximo a la base del Denali. Descendió y describió un círculo en el aire, muerto de curiosidad. Lo que había encontrado le había dejado helado. Un Cessna panza arriba, pero apenas visible en la nieve, que rápidamente lo había casi cubierto. Si no hubiera estado mirando justo hacia allí en ese momento, no lo habría visto, ni tampoco los demás pilotos que pasaban por la zona.

Con la aprobación de su pasajero, sediento también de aventura, Joe había aterrizado junto al lugar del siniestro y se había acercado al avión accidentado con mucho cuidado. Los dos habían sacado a tres pasajeros heridos y al piloto del Cessna, que estaba inconsciente. Y más tarde, cuando se había enviado más ayuda y todos habían sido evacuados al hospital de Anchorage, habían dicho que él le había salvado la vida a uno de los pilotos favoritos del Denali, Skip Christiansen, y le habían hecho miembro honorario de la fraternidad de élite. Le habían apodado Ojos de Águila.

Era Skip el que le había metido en el lío en el que estaba en ese momento: la búsqueda de una montañera sueca que se había arriesgado a hacer en solitario el ascenso del Denali en pleno invierno. Skip había llevado a la mujer una semana antes, y en ese momento estaba encargado de coordinar la búsqueda desde el aire para ayudar a los guardabosques del parque. Seis aviones sobrevolaban la ruta de montaña.

De haber estado Joe sano y salvo en casa en Muleshoe en lugar de en un bar en Talkeetna, tratando de convencer a una preciosa joven para que pasara la noche con él, jamás habría tenido que tomar parte en el rescate, para lo cual tenía que volar a grandes alturas, con un frío glacial, y viéndose obligado a respirar oxígeno de una botella de tanto en cuanto para no marearse.

Pero Joe Brennan jamás rechazaba un desafío. Y el hecho de tener que volar poniendo al límite sus talentos y las casi limitaciones mecánicas de su avión era exactamente la subida de adrenalina que ansiaba. Aún así, eso no significaba que no pudiera cuestionar su sentido común cuando ya estaba metido de lleno en otra aventura arriesgada.

– De acuerdo, Brennan -murmuró entre dientes-. Revaluemos tu plan de huida.

Aunque Joe estaba considerado como un piloto atrevido por sus camaradas del Denali, atemperaba esa característica con una buena dosis de instinto de supervivencia; independientemente de dónde volara, sobre hielo o rocas, bosques o montañas. Además, siempre tenía un plan de emergencia, una salida por si se quedaba sin gasolina o le fallaba el motor.

Localizó un pequeño claro de nieve hacia el norte y lo fijó en su mente. Si las cosas se ponían feas podría dejar allí el Cub; aterrizaría cuesta arriba para aminorar la velocidad del avión y después daría la vuelta para despegar cuesta abajo. Una corriente de aire que golpeó en ese momento la ladera de piedra vertical zarandeó el avión, y Joe maldijo entre dientes.

– Un ascenso en solitario en pleno invierno en Alaska -murmuró entre dientes-. Muy buena idea, sí señorita. ¿Por qué no tirarse por un precipicio y terminar antes?

Lo cierto era que entendía perfectamente la pasión de la alpinista por enfrentarse a un nuevo reto. Desde que él había empezado a volar por esa zona, había aceptado un trabajo peligroso tras otro, siempre al corriente de sus limitaciones, pero nunca temeroso de ir un poco más allá. Había aterrizado sobre glaciares y bancos de arena, sobre lagos y pistas de aterrizaje en condiciones muy variadas, y con un tiempo no apto para volar. Y le encantaba.

Retiró otro pedazo de hielo del parabrisas.

– Vamos, cariño. Enséñame dónde estás. Señálame el camino.

Se retiró las gafas de sol sobre la cabeza y miró a su alrededor. Aunque estaba ligeramente al oeste de la ruta que normalmente tomaba, sabía que un alpinista podría marearse perfectamente por culpa de la altitud o del agotamiento.