Andrews pestañeó con sorpresa.

– ¿De Polar Bear Air? ¿No es usted quien encontró a esa montañera en el Denali hará unas semanas?

– Sí, ese soy yo.

Andrews sonrió y le dio unas palmadas en el hombro.

– Buena vista. ¿Pero si quiere que esta señorita vaya a Seattle mañana, por qué no la lleva usted mismo?

– No estoy seguro de que vaya a marcharse al final -contestó Joe-. Espero que decida quedarse. Así que si no viene a buscarlo, no quiero que vaya usted a buscarla a ella, ¿entendido?

– ¿Pero cómo me van a pagar?

– Yo le pagaré.

Andrews consideró la petición unos momentos y entonces asintió.

– De acuerdo -dio un buen trago de cerveza-. ¿Es su novia?

– Aún no lo sé. Pero estoy a punto de averiguarlo Joe se apartó de la barra y se dio la vuelta-. Una cosa más. Si se marcha con usted y cambia de opinión durante el vuelo, tráigala de vuelta aquí. No me importa dónde esté. Dé la vuelta y tráigala. ¿De acuerdo?

– Oiga, tiene que estar usted colado por esta chica.

El hombre había descubierto la pólvora.

– ¿Lo hará? -dijo Joe.

Andrews asintió.

– Sí, si quiere volver, la traeré.

– Se lo agradeceré. Ahora llámela y dígale que el vuelo debe retrasarse.


Perrie estaba en el pasillo delante de su dormitorio, observando con nerviosismo cómo Joe abría su puerta. Sabía que llegaría ese momento, pero no estaba preparada para ello.

Joe y ella habían pasado juntos un día estupendo, nadando en las piscinas de aguas termales, disfrutando de una larga y distendida cena y dando un paseo en trineo por los bosques cubiertos de nieve. A ratos, Perrie se olvidaba de su plan para dejarlo y se dejaba llevar por su humor y su encanto.

Todo eso no habría pasado si su piloto se hubiera ajustado al plan original. Pero al final tendría que esperar hasta el día siguiente para escapar.

Joe empujó la puerta y se retiró a un lado. Perrie pasó delante de él despacio, practicando para sus adentros la excusa que le daría. Se dio la vuelta y, para sorpresa suya lo vio allí de pie, tan cerca de ella que casi podía sentir su calor.

En un abrir y cerrar de ojos la abrazó y la besó en la boca. Ella se dejó besar, sabiendo que sería de las últimas cosas que compartirían.

Pegó la frente a la de ella y la miró a los ojos, a los labios.

– Eres tan bella, Perrie. Hay veces en las que no puedo dejar de besarte.

Con suavidad le retiró un mechón de la frente y la besó allí con suavidad. Pero no siguió besándola. Era como si estuviera esperando a que ella le dijera algo.

Perrie se armó de valor y sonrió alegremente mientras se apartaba de su abrazo.

– Yo… estoy muy cansada -dijo, encogiéndose por dentro por esa excusa tan pobre-. Creo que me voy a acostar temprano -tragó saliva con dificultad-. Sola.

Él no reaccionó. En lo más profundo de su corazón, Perrie deseaba que hiciera caso omiso de su excusa, la llevara a la cama y le hiciera el amor apasionadamente. Pero Joe se limitó a encogerse de hombros y a sonreír.

– Yo también estoy cansado -dijo sin apartar la vista de su cara.

La miró largamente, como si quisiera memorizar sus facciones. Entonces pestañeó y sacudió la cabeza.

– Buenas noches, cielo -la besó de nuevo en los labios con tanta dulzura que ella estuvo a punto de olvidar su control.

Al momento se oyó que se cerraba su puerta, y aguantó la respiración mientras unos puñales imaginarios se le clavaban en el pecho.

– Adiós, Brennan -susurró con emoción.

El silencio de su habitación la envolvió. Perrie se tumbó en la cama y se puso el brazo sobre los ojos. Aquello era lo mejor para los dos. Aunque se amaran, pronto se distanciarían. Para estar juntos uno de los dos tendría que abandonar su sueño, y un sacrificio así pronto causaría pesares y recriminaciones.

Joe Brennan era piloto en las tierras salvajes de Alaska, y ella era reportera en Seattle.

Se acurrucó de lado y se quedó mirando las manillas del reloj de la mesilla, contando los segundos de cada minuto que pasaba. Los ojos se le fueron cerrando despacio y pronto estaba flotando entre la consciencia y el sueño.

Imágenes de Joe empezaron a llenar su mente, y ella no intentó apartarlas. Casi podía sentir sus labios trazando un camino desde la mejilla a su boca. Se los imaginó a los dos a la puerta, y un final distinto a su situación. Ella le susurraba algo al oído, y Perrie trató de dilucidar las palabras que pronunciaba. Cerró los ojos con fuerza y se centró en sus pensamientos. Entonces, oyó lo que ella misma decía.

“Te deseo. Te necesito. Te amo”.

– Te deseo -murmuró Perrie mientras abría los ojos-. Te necesito -se levantó de la cama-. Y te amo.

Una fuerza más poderosa que toda su resolución la empujó hacia la puerta. La abrió y salió al pasillo, con la vista fija en la habitación de enfrente. Perrie tocó la madera suave y con los ojos cerrados golpeó con fuerza.

Joe abrió la puerta, con el pecho al descubierto, bañado por la suave luz de su dormitorio.

– ¿Perrie? ¿Estás bien?

– Yo… Te deseo -murmuró-. Te necesito… Te…

Trató de retirarse, pero tenía los pies como pegados al suelo. Cuando no pudo moverse, cerró los ojos con la esperanza de que aquello no fuera más que un sueño. Pero entonces sintió que él la besaba, la calidez de sus labios, y supo que era real.

Él escondió la cara en la curva entre el cuello y el hombro y se agachó y la tomó en brazos. Se sentía tan bien, tan a gusto con él, que por mucho que intentara negarlo no podía pesarle su decisión. Ella y Joe estaban hechos el uno para el otro. Al menos durante una noche.

Joe le dio una patada a la puerta para cerrarla y se apoyó sobre ella.

– Quería que vinieras. Esperaba que lo hicieras.

Sus labios encontraron los suyos y las besó ardientemente, entregándole el alma con aquel beso. Cruzó la habitación y la dejó de pie con delicadeza. Y cuando Joe la miró a los ojos, Perrie vio allí un deseo misterioso y peligroso. Si lo tocaba en ese momento, nada los detendría ya. Y ella no quería detenerse.

Ella le puso la mano en el pecho y tímidamente se la deslizó por el estómago.

– Tócame -le dijo él mientras le acariciaba la parte de atrás del cuello.

Percibió la urgencia en su voz, y en ese momento se dio cuenta del poder que tenía sobre él. Joe no podía resistirse más, y ella tampoco.

Perrie extendió la mano sobre la parte delantera de sus pantalones, trazando su erección bajo la tela vaquera de los pantalones. Él aspiró hondo y gimió suavemente, como si le rogara sin palabras que le diera más. Envalentonada, ella le acarició hasta que él le retiró la mano.

Con la misma rapidez que lo había ganado, perdió todo su poder y también el control. Entonces, como si hubieran abierto la compuerta de una presa, empezaron a desnudarse el uno al otro como locos.

Cuando estuvieron los dos desnudos de cintura para arriba, él se quedó quieto un momento, contemplándola. Y entonces, con toda delicadeza, le acarició los pechos y empezó a besárselos y lamérselos, a acariciárselos con la lengua y los labios mientras le deslizaba las manos por los hombros, la espalda y la cintura.

Y cuando se arrodilló delante de ella continuó desvistiéndola con parsimonia, besándola en cada pedazo de piel que dejaba al descubierto; los tobillos, los dedos de los pies, la curva de la pantorrilla y la cara interna de los muslos.

Perrie apoyo las manos en sus hombros mientras él avanzaba y penetraba con su lengua el corazón húmedo de su deseo. Perrie cerró los ojos. Las rodillas no la sujetaban y gritó su nombre mientras las oleadas de deseo puro la recorrían de arriba abajo. Él la tumbó de nuevo sobre la cama y la acarició desde el cuello a la cadera, dejando un rastro de fuego con sus manos.

No había otro hombre para ella, ni en ese momento ni nunca. Después de esa noche, no volvería a sentir esa pasión o el poder de sus caricias. Envejecería sabiendo al menos que un hombre había llegado a explorar las profundidades de su alma, y la había librado de su inhibición.

Con Joe se sentía mujer, con el corazón y con toda el alma. Con sus caricias despertaba a la vida, transformada por el placer que se daban mutuamente. Arqueó su cuerpo y sintió la suavidad de su vello mientras él hacía magia con la lengua. Dejó de pensar con coherencia y sólo quedó un placer puro e intenso.

Una y otra vez él la llevaba al borde del placer con delicioso cuidado. Frustrada, le tiró del pelo, impaciente con su juego.

– Ya basta -le dijo ella.

Una sonrisa plácida curvó sus labios mientras la observaba con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué quieres? Dímelo.

– Te deseo a ti -dijo Perrie-. Dentro de mí.

Él se puso de pie y se desnudó del todo. Entonces se volvió y buscó en su bolsa un preservativo. Mientras Perrie admiraba la belleza de su cuerpo, le deslizó el preservativo por el miembro en erección con dedos temblorosos, y ambos se echaron sobre la cama.

Nada en el mundo la había preparado para la fuerza de su unión amorosa. Mientras él se hundía entre sus piernas, ella perdió la noción de la realidad, del tiempo y del espacio, girando en un vórtice de placer. La sangre le golpeaba ardiente en las venas, al tiempo que unos gemidos suaves e incoherentes se escapaban de su garganta. Al tiempo que él aumentaba la velocidad, también crecía la tensión.

Sus músculos se tensaron y dejó de respirar, y de pronto sintió que alcanzaba la cima del placer mientras Joe continuaba embistiéndola. Él gritó al mismo tiempo, y ella le clavó las uñas en la espalda mientras él también encontraba su liberación.

Mientras regresaban suavemente a la realidad, sus pensamientos se aclararon y se vio invadida por una cálida sensación de dicha. Ésa era su realidad. Amaba a ese hombre como no había amado a otro. Más tarde, en la oscuridad de la noche, podría pensar en todo lo que iba a perder. Pero de momento Joe y ella estaban juntos.

Ella esperó a que él le dijera algo, pero no dijo riada. Sólo la apretó contra su cuerpo y la abrazó con tanta fuerza, que Perrie se preguntó si podría dejarla ir.

Perrie cerró los ojos e hizo como si se durmiera; con la esperanza de evitar cualquier declaración apasionada de amor. Pero eso no iba a ser así, ya que un buen rato después, en el silencio de la noche, Joe la abrazó y le dijo:

– Te amo, Perrie -sus labios cálidos le acariciaron el hombro-. Y sé que tú me amas a mí.

Horas después, mucho después de que Joe se quedara dormido, Perrie seguía despierta. Aunque era de madrugada, aún no había amanecido. Se levantó de la cama, recogió su ropa y se vistió en silencio. Aunque lo intentó, no pudo apartar sus ojos de él. Tenía un aspecto tan dulce, tan vulnerable, con las sábanas revueltas medio cubriendo su cuerpo y el cabello despeinado.

Pero aquello no era más que un sueño. Había pasado dos semanas viviendo la vida de otra persona, la de una mujer que apenas conocía. No podía cambiar su vida sólo porque se había permitido el lujo de perderse en una fantasía durante un breve espacio de tiempo.

Con todo el coraje que poseía, Perrie miró a Joe por última vez y salió de la habitación. Todo iría bien. Sería capaz de olvidar todo aquello cuando volviera a Seattle.

10

Perrie se quedó con la vista fija en el monitor del ordenador. Había salido de Alaska al amanecer, y eran casi las ocho de la tarde. En lugar de ir a casa, se había ido directamente a la oficina. Pero había estado fuera tanto tiempo, que cuanto antes regresara a la rutina, antes podría olvidar aquellas dos semanas.

Además, tenía que terminar la historia de las novias, lo cual le traía recuerdos y una insidiosa sensación de arrepentimiento. No podía pensar en su estancia en Muleshoe sin pensar en él y en todo lo que habían compartido.

– ¡Kincaid! ¡Has vuelto!

Perrie salió de su ensoñación, casi agradecida por la distracción. Se puso derecha para prepararse para la reprimenda de Milt. Su editor no se alegraría de verla, pero tendría que aguantarse. No dejaría que volviera a enviarla a Alaska. No pensaba moverse de Seattle.

– Ah, Kincaid Te he echado de menos. Pensé que vendrías antes -le dijo mientras le daba unas palmadas en el hombro.

– Bueno, lo habría hecho. Pero gracias a ti me he pasado dos semanas encerrada en Muleshoe. Traté de largarme, pero desgraciadamente tu amigo Joe Brennan se aseguró de que no hubiera modo de salir de aquel pueblo.

– Buen hombre, ese Brennan. Sabía que podría confiarle el trabajo.

– Desde luego lo ha hecho bien -dijo ella.

– Cuando llamé el otro día, el socio de Joe dijo que habíais salido tú y él. ¿Así que Brennan y tú habéis hecho buenas migas?

– Sí, nos hemos llevado bien -dijo ella, y de pronto frunció el ceño-. ¿Llamaste al refugio?