– Sí. El sábado por la noche. El FBI detuvo a Tony Riordan y a Dearborn. Se les va a caer el pelo. Pensé que estarías aquí ayer para poder incluir tu artículo en la edición del lunes. Tuve que pedirle a Landers que escribiera la historia original. Revisé tus…
– ¿Han pillado a Riordan y a Dearborn? ¿Pero cómo lo han hecho? Me llevé todas las pruebas a Muleshoe.
– Son el FBI, Kincaid. Su especialidad es cazar a criminales, y ya tenían muchas pruebas de sus acciones.
Perrie frunció el ceño.
– Si no me hubieras enviado a Muleshoe, habría sido mi primicia. Yo… -hizo una pausa-. ¿Dices que llamaste al refugio el sábado por la noche?
– ¿Pero no acabo de decírtelo?
– ¿Y qué les dijiste?
– Le dije al socio de Joe que podías volver, que se lo dijera a Joe cuando lo viera para que te lo comunicara. Supuse que le pedirías a Joe que te trajera nada más enterarte. ¿Dónde demonios estabas?
A Perrie el pensamiento le iba a cien por hora. Joe debía haberse enterado cuando había ido al refugio esa noche, después de los juegos de Muleshoe. ¿Le habría dado Tanner el mensaje? ¿Y si había sido así, por qué no le había dicho nada Joe?
Una sola idea le ocupó el pensamiento. ¿De verdad habría querido que ella se quedara? Perrie se tapó la cara con las manos y se frotó los ojos, tratando de aclarar la situación.
Desde que había salido de Alaska tenía algo en la cabeza que quería tomar forma, pero que no lo había hecho hasta ese momento. De pronto lo tuvo muy claro. Él no le había dicho que se podía marchar; y cuando lo había hecho, no había tratado de detenerla. En realidad, había estado a punto de abrirle él mismo la puerta.
– ¡Sólo quería sexo! -gritó, sin darse cuenta que estaba allí su jefe hasta que fue demasiado tarde.
– ¿Quién quería sexo?
Perrie sacudió la cabeza y le hizo a Milt un gesto distraído con la mano. Joe no le había dicho nada adrede. Frunció el ceño. Lo cierto era que había sido ella quien se había presentado a su puerta, no él. De haberse quedado en su habitación, no se habrían acostado la noche anterior.
Amor. La palabra le resonó en los oídos. Él le había dicho palabras de amor cuando ella había fingido estar dormida. «Te amo Perrie, y sé que tú me amas a mí». En ese momento había pensado que las había dicho porque estaba en la cama con ella.
¿Pero y si Brennan lo había dicho de corazón? Perrie miró a Milt y negó con la cabeza.
– Estoy tan confusa -gimió-. Creo que tal vez haya cometido un grave error.
– ¿Con la historia de Riordan?
– Oh, al diablo con Riordan, Milt. Estoy hablando de Joe y de mí. Acabo de dejarle plantado. Aunque me da la impresión de que él creía que yo quería quedarme.
– ¿Dónde?
– En Alaska.
Milt la miró con la cabeza ladeada, como si hubiera perdido la cabeza totalmente.
– Por cierto, enseñé tu historia de los lobos. Un trabajo maravilloso. En realidad, en uno de los periódicos de nuestro grupo editorial lo leyeron y me llamaron. Quieren pagar mucho dinero para que escribas más. Les dije que no vivías en Alaska y que no habría más.
– Podría vivir en Alaska -dijo Perrie, a quien la idea ya no le parecía tan ridícula como antes.
– No, no podrías -contestó Milt-. Trabajas en Seattle.
– No tendría por qué. Podría trabajar en Muleshoe. Podría llamar a ese periódico y venderles mis historias. Tengo muchas más. Y podría trabajar para el periódico de Fairbanks o de Anchorage. O podría montar mi propio periódico; hay una prensa en el ático de la taberna de Doyle. Quiero decir, tendría que modernizar el equipamiento, conseguir un ordenador, tal vez incluso una prensa nueva. Y no hay mucha circulación. Pero Joe vuela todo el tiempo por las tierras salvajes. Estoy segura de que a esas familias les gustaría leer las noticias locales. Y dirigir un semanal sería…
– ¡Kincaid! ¡Basta! Estás hablando como lo haría una demente. No puedes vivir en Alaska.
Perrie sonrió despacio.
– Sí que puedo. Puedo vivir donde quiera, Milt.
– ¿Pero y tú carrera profesional?
– Soy escritora. Puedo escribir en cualquier sitio, incluido Muleshoe, en Alaska.
– Es culpa mía, o bien sufres desfase horario. Vete a casa y descansa. Mañana podrás escribir la historia de Riordan.
Perrie metió la mano debajo de la mesa y sacó su bolso.
– No, Milt -dijo mientras le colocaba el bolso en las manos-. Tú puedes escribir la historia de Riordan. Aquí están todos mis apuntes, mi investigación y mis pruebas.
– Esta historia es tuya, Kincaid. Tienes que escribirla.
Ella se puso de pie.
– No. En este momento tengo que volver a Alaska y averiguar si Joe Brennan me ama de verdad.
– ¿Joe Brennan te ama? ¿Mi Joe Brennan?
Perrie se echó a reír.
– Era tu Joe Brennan; a partir de ahora, será mi Joe Brennan -descolgó el teléfono-. Tengo que llamarle y decirle que voy -volvió a colgarlo-. No, tal vez sea mejor que vaya y hable con él -negó con la cabeza-. Llamaré a Julia. Le diré que voy a ir. Ella podrá recogerme en la pista.
Se fue al despacho de Milt y, cuando encontró la tarjeta del refugio, marcó el número.
– ¿Joe? -dijo una voz femenina.
– ¿Julia?
– ¿Quién es?
Perrie se aclaró la voz.
– Soy yo, Perrie Kincaid.
– Oh, Perrie. Menos mal que has llamado. ¿Joe se ha puesto en contacto contigo?
– No, no me ha llamado. ¿Es que no está ahí?
Un largo silencio siguió a su pregunta.
– Perrie, tengo malas noticias. Joe iba a llevar provisiones a una ciudad cercana al Ártico y no apareció. Avisó por radio antes de salir para que lo esperaran antes del anochecer. Se llevó el Cub. Al principio pensamos que podría haber ido a verte.
– ¿A mí?
– Tanner me dijo que después de irte tú estaba muy disgustado. Pensamos que habría ido a Seattle a aclarar las cosas.
– Él… no está aquí, Julia dijo Perrie-. No ha llamado.
– Hawk dice que Joe jamás se desviaría de su plan de vuelo. Por eso estamos preocupados.
– Es un buen piloto -murmuró Perrie-. El mejor. Él nunca…
El corazón se subió a la garganta mientras asimilaba las palabras de Julia. El avión de Joe había caído en la espesura y no sabían dónde estaba.
Se llevó la mano a los labios para no gritar y ahogó las repentinas lágrimas que estaba a punto de derramar.
– Voy para allá -dijo Perrie en tono sorprendentemente sereno-. Tal vez tenga que volar a Anchorage y después a Fairbanks, pero por la mañana estaré allí. Lo prometo.
– Perrie, no tienes que…
– Quiero estar allí. Mi sitio está en Muleshoe.
– De acuerdo. Llama al refugio antes de salir de Fairbanks y enviaré a Hawk para que vaya a esperarte al aeropuerto.
– Estaré allí lo antes posible. ¿Y, Julia?
– ¿Sí?
– ¿Si lo encuentran antes de que llegue yo, querrás decirle que lo amo? ¿Y que todo se arreglará?
La diminuta pista de aterrizaje de Muleshoe apareció en la distancia. Perrie llevaba toda la noche volando, primero de Seattle a Anchorage, y de allí a Fairbanks. Le había costado encontrar a un piloto de madrugada; pero finalmente habían salido hacia Muleshoe justo antes del amanecer.
– Parece que hay alguien ahí abajo -gritó el piloto, señalando el final de la pista.
Perrie entrecerró los ojos y vio el Blazer aparcado junto a una fila de aviones. Cuando el piloto dio la vuelta a la pista, vio a Hawk que miraba hacia el avión. Había hablado con él antes de salir de Fairbanks, y entonces no se había sabido todavía nada de Joe.
Nada más aterrizar el avión, Perrie saltó del aparato y se echó a los brazos de Hawk, que a su vez la abrazó con fuerza antes de retroceder un poco y mirarla a la cara.
– Me alegro de que hayas venido -le dijo Hawk.
– ¿Hay alguna noticia?
Hawk negó con la cabeza.
– Ahora van a enviar unos aviones de rescate en su busca. Lo encontraremos.
– ¿Y qué hay de su radio? ¿No ha tratado de ponerse en contacto con nadie?
– Tal vez no le funcione -dijo Hawk.
– Pero entonces eso quiere decir que…
Perrie no quiso continuar.
– Hay muchas razones por las cuales podría haber perdido el contacto por radio -le aseguró Hawk-. Si está en un valle, las montañas pueden bloquear la señal.
– Sabrás la ruta que estaba haciendo, ¿no?
– Iba a llevar provisiones a Fort Yukon.
– ¿A Fort Yukon? -preguntó Perrie.
– Iba a llevar allí provisiones. Así que si ha tenido que aterrizar de emergencia, tiene sacos de dormir y comida enlatada, y podrá esperar a que lleguemos.
De pronto a Perrie se le ocurrió una idea cuando Hawk mencionó los sacos de dormir.
– Creo que tal vez sepa dónde está -dijo ella-. ¿Y si aterrizó por alguna razón, y luego no pudo despegar de nuevo?
– ¿Y para qué iba a hacer eso?
– Para ver a Romeo y Julieta, los lobos -dijo ella-. Sabes, la familia de lobos que él va a observar a las llanuras del Yukon. Me llevó a verlos.
– ¿Joe va a ver a una familia de lobos? -Hawk parecía sorprendido por la revelación-. ¿Te acuerdas de dónde aterrizasteis?
– Estábamos en casa de los Gebhardt.
– ¿En Van Hatten Creek?
Perrie asintió. Entonces empezó a describirle lo que recordaba del recorrido desde casa de los Gebhardt hasta donde habían aterrizado, pero había cosas de las que Perrie no estaba segura.
El piloto que la había llevado a Muleshoe le llevó sus cosas. Perrie lo agarró del brazo.
– ¿Cuánto combustible le queda?
– Suficiente para volver a Fairbanks.
– ¿Y para volar a Fort Yukon? -le preguntó Perrie.
– Por el combustible no hay problema; repostaremos aquí -intervino Hawk.
– Pero tengo que regresar para…
– Es una misión de rescate -le explicó Hawk.
La expresión del piloto cambió totalmente.
– ¿A quién buscamos?
– A Joe Brennan.
– ¿De Polar Bear Air? Conozco a Brennan.
– Creemos que podría haber aterrizado en algún punto de la llanura ayer por alguna razón.
– Entonces repostemos y salgamos lo antes posible. Tal vez podamos encontrarlo y que no tenga que pasar otra noche en el frío.
En veinte minutos prepararon todo, avisaron a Tanner de sus planes y enseguida estaban en el aire.
Perrie se asomó a la ventanilla desde su asiento detrás del del piloto, tratando de recordar el paisaje. Cuando sobrevolaron la cabaña de los Gebhardt, se irguió en el asiento, esperando que el avión de Joe estuviera delante. Pero Perrie no vio nada salvo un poco de humo saliendo de la chimenea.
El pilotó viró al oeste y Snowy Peak apareció delante de ellos.
– Sí, es por aquí. Tomamos esta dirección. Estábamos más o menos a la altura del pico cuando Joe viró hacia el norte.
El piloto esperó hasta estar más cerca de la montaña y entonces giró a la derecha. El paisaje a sus pies no le resultaba familiar, y a Perrie se le encogió el corazón.
– No me suena -dijo-. No lo reconozco.
Perrie aspiró hondo y se llevó la mano al pecho, donde sintió el crujido del papel bajo la tela de la cazadora. Entonces metió la mano en un bolsillo y sacó la tarjeta de San Valentín de Joe.
No podía estar segura del rato que pasó pasando los dedos por la tarjeta, con los ojos llenos de lágrimas, recordando el día que él se la había dado.
– Eh, caramba.
Perrie levantó la vista y vio a Hawk mirando por su ventana, con unos prismáticos pegados a los ojos.
– ¿Qué pasa? ¿Ves algo?
Hawk se retiró los prismáticos y se volvió hacia ella con una sonrisa.
– Tenías razón. Está ahí abajo. Y parece que el avión está de una pieza.
Perrie se acercó corriendo la otra ventana y vio algo rojo sobre el fondo blanco de la nieve.
– ¿Está bien? ¿Lo ves tú? -le preguntó a Hawk.
Hawk miró de nuevo y asintió.
– Nos ha visto y está agitando la mano.
Perrie se recostó en el asiento y cerró los ojos, llena de alivio y de aprensión. ¿Y si se había equivocado y Joe no la amaba?
– Voy a aterrizar -dijo el piloto.
– ¿Está… seguro? Quiero decir, podría venir otro avión a rescatarlo. Usted ya ha hecho tanto…
Hawk se volvió y la miró a los ojos.
– Estará encantado de verte.
Sus palabras fueron tan directas y confiadas, que Perrie no pudo evitar creerlas.
Cuando el avión se detuvo por fin, fue Hawk el primero en bajar. Perrie se quedó un momento allí sentada, sin poder moverse. Después de abrazarse, los dos amigos charlaron unos minutos. Perrie rezó una oración más, empujó la puerta y salió.
Pero cuando salió de la sombra del ala, Joe se había vuelto hacia su avión. Entonces, Hawk llamó a Joe. Éste se volvió con una sonrisa en los labios, y entonces la vio. Sus miradas se encontraron y finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, Joe echó a andar despacio hacia ella. Con cada paso que daba su sonrisa se hacía más amplia, y Perrie se sentía cada vez más aliviada. Él se detuvo, se echó a reír y le tendió los brazos. Con un grito de felicidad, Perrie corrió hacia él y se tiró a sus brazos, de tal modo que estuvieron a punto de caerse los dos en la nieve.
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