– Perrie Kincaid se hospedará en una de las cabañas de los huéspedes.
Tanner pestañeó.
– Eso no le va a hacer mucha gracia. No tiene baño dentro, y en pleno invierno…
– Bueno, tendrá que aguantarse -contestó Joe-. Ésa no va a poner el pie en el refugio.
Tanner miró a Perrie y después a Joe.
– No parece una persona que se conforme con lo que no le guste.
– Lo sé -gruñó Joe-. Pero trataré con ese problema más adelante.
Perrie se acurrucó en el asiento del copiloto, se abrazó y empezó a dar con los pies en el suelo. El aliento se trasformaba en vaho al contacto con el aire helado, y -tenía la nariz tan fría, que estaba segura de que se le rompería si se la frotaba.
– ¿No tiene calefacción este avión?
Brennan la miró con aire ausente, como si le sorprendiera tener un pasajero a bordo. No había dicho ni palabra desde que habían despegado hacía una hora, y parecía bastante cómodo con aquel silencio. Cerró el puño y le asestó un golpe firme a un botón de la consola de mandos. Algo empezó a sonar, y poco a poco la cabina del Otter se calentó a una temperatura sobre cero.
– Espero que el resto de su avión funcione mejor que la calefacción -murmuró ella.
El emitió un gruñido como respuesta; pero su expresión quedaba escondida tras sus gafas de sol y ensombrecida por la visera de su gorra. Parecía concentrado en la panorámica que se divisaba a través del parabrisas del avión, de modo que Perrie aprovechó la oportunidad para estudiarlo.
Ella se tenía por una excelente juez de carácter, poseedora de una habilidad para discernir inmediatamente la verdadera naturaleza de una persona con un simple vistazo. En su trabajo le había ido muy bien; le había permitido separar la paja para llegar directamente al meollo de cuestión. Pero Joe Brennan desafiaba la impresión inmediata.
Sus atributos físicos eran sencillamente suficientes. Poseía un cuerpo alto y esbelto, el cabello negro y espeso, tal vez necesitado de un corte de pelo, y un rostro apuesto tras la oscura pelusilla de tres días que cubría su mentón. Pero para juzgarlo bien tendría que verle los ojos. Y desde que se habían conocido, sus ojos habían estado escondidos tras esas gafas de sol.
Perrie se volvió a mirar el paisaje más abajo, buscando algún signo de civilización. Pero lo único que vio fue bosques, cortados de tanto en cuanto por franjas blancas que supuso serían lagos o ríos en el verano. Como no podía discernir dónde estaban, volvió a centrar su atención en el piloto.
¿Qué le importaba adivinar como era Joe Brennan? Sería un gasto de energía. Cuando aterrizaran en Seattle y ella le pagara, jamás volvería a verlo. ¿Qué le importaba el carácter que se escondía tras esas gafas? Mientras fuera un buen piloto, no necesitaba saber más.
– ¿Cuánto falta para aterrizar en Seattle? -le preguntó-. Pensaba que podríamos ver ya la costa. ¿Vamos a tener combustible suficiente? ¿O tenemos que parar? La verdad es que ahora mismo me encantaría tomar una taza de café.
– Hay un termo detrás de mi asiento -dijo él-. Y no vamos a Seattle.
Perrie se echó a reír y miró por la ventanilla.
– Pues claro que sí… -su voz se fue apagando, y se volvió despacio a mirarlo-. ¿Qué quiere decir con que no vamos a Seattle? Voy a pagarle para que me lleve allí.
– La voy a llevar a Muleshoe, como le prometí a Milt Freeman.
Ella se volvió en el asiento y tiró del cinturón de seguridad con gesto frenético.
– Habíamos hecho un trato, Brennan. Dé la vuelta inmediatamente y lléveme a Seattle.
Él se bajó las gafas y se volvió a mirarla. Sus ojos de un azul cielo luminoso la contemplaron con expresión divertida. Primero la miró a la cara despacio, después continuó mirándole el cuerpo. Perrie se preguntó cuántas veces la habrían observado de ese modo tras las lentes de espejo de unas gafas. Pero de pronto su instinto empezó a fallarle, porque lo único que podía leer en los ojos azules de Brennan era una clara curiosidad sexual. Una curiosidad que ella compartió desde ese mismo momento.
La idea zarandeó sus sentidos y una inesperada oleada de deseo le recorrió la sangre. Se dijo que debía dejar de mirarlo, segura de que sus preciosos ojos eran de algún modo los culpables de aquel lapso momentáneo. El tipo era sin duda alguna un encantador de primera categoría; y estaba utilizando todo ese encanto para renegociar los términos de su acuerdo, empleando todas las armas disponibles, incluida su debilidad recién descubierta por un rostro apuesto y una sonrisa pícara. Aunque desde luego ella no pensaba dejarse camelar por eso…
– Yo… quiero volver a Seattle -dijo ella, tratando de dominar su voz trémula.
Él arqueó las cejas.
– Parece olvidar quién pilota el avión, Kincaid. Usted irá a donde vaya yo. A no ser, por supuesto, que quiera saltar. No tengo paracaídas, pero eso no debería importarle a una mujer como usted.
Azul celeste. Sus ojos eran más celestes que zafiro. El mismo azul claro del cielo más claro y luminoso. Tragó saliva mientras trataba de ignorar el calor que le subía por el cuello y la cara.
– ¿Qué se supone que significa eso de una mujer como yo?
– Conozco a las de tu tipo. Nada se le pone por delante, ¿verdad?
No. Perrie jamás dejaba que nada se interpusiera entre su trabajo y ella. Pero, de algún modo, viniendo de él, el comentario le pareció más bien un insulto. Se puso tensa, y su repentina atracción pareció atemperada por el despecho.
– Y un cuerno si piensa que voy a ir a Donkeyleg -le repitió, y soltó una palabrota mientras agarraba los controles de su lado del copiloto.
Él se echó a reír y se arrellanó en el asiento; se cruzó de brazos y la miró con expectación.
– Si quiere pilotarla, adelante. Si puede llevarnos a Seattle, le pago el viaje, cariño.
No había pilotado un avión en su vida, pero no podía ser tan difícil. Era una mujer inteligente, una mujer que una vez había conducido por el centro de Chicago durante una tormenta de nieve en hora punta. Al menos allí no pasarían taxis a toda velocidad ni molestos peatones. Sólo había arriba, abajo, derecha e izquierda. Aunque «abajo» era una dirección que no le interesaba en ese momento.
Plantó los pies en los pedales y agarró el mando con fuerza.
– Cree que no soy capaz de pilotar este avión, ¿verdad? -dijo con los dientes apretados.
– Se perfectamente que no sabe pilotar este avión. Pero estoy dispuesto a darle una oportunidad.
Apretó los dientes mientras giraba despacio el mando. El aeroplano respondió ladeándose un poco hacia la derecha. Pero al girar, el morro del avión descendió ligeramente, y Perrie abrió los ojos como platos.
– Está perdiendo altitud -comentó él.
– Eso lo sé -cerró los ojos y trató de recordar todo lo que sabía de aviones; entonces tiró del mando despacio hacia atrás.
El morro del avión empezó a elevarse y una sonrisa de satisfacción curvó sus labios. Aquello no era tan difícil. Echó un vistazo a la brújula. Al sur. Tendrían que dirigirse al sur para llegar a Seattle. Y cuando llegaran allí, intentaría aterrizar el avión. Si sabía algo de Joe Brennan, era que no le dejaría chocarse con su maravilloso avión por un estúpido juego.
– Antes de meterse en esa borrasca que tenemos por delante, será mejor que presente un nuevo plan de vuelo en Fairbanks. Necesitarán saber dónde buscarnos una vez que caigamos.
– No vamos a caernos -dijo ella.
– Si va directamente hacia esa tormenta, Kincaid, le garantizo que caeremos. Las alas se congelarán y no tendremos la potencia suficiente para mantener la velocidad en el aire. Perderemos altura lentamente y sin duda nos estrellaremos en algún lugar de los Montes de Alaska. Tal vez, si tiene suerte, caeremos en el Monte McKinley.
– Se lo está pasando muy bien, ¿verdad? -le soltó ella enfadada.
– No sabe cómo.
Las nubes negras que tenían delante seguramente pondrían fin a su corta carrera de piloto.
Si continuaba aquel juego con Joe Brennan, tal vez acabaría perdiendo la vida. Maldición. Iría a Donkeyleg con él. Pero no le dejaría ganar. Se metería en el primer autobús que la sacara de aquel congelador y volvería a Seattle por sus propios medios.
– De acuerdo, lo haremos a su modo -dijo ella mientras apartaba las manos de los mandos de control-. Por el momento -añadió entre dientes.
Él sonrió, se volvió a poner las gafas de sol y lentamente desvió el avión hasta que apuntaba de nuevo hacia el noreste.
– Creo que Muleshoe le parecerá infinitamente más soportable que chocarse contra la ladera nevada de una montaña. Tenemos una taberna, un almacén, un supermercado y nuestra propia estafeta de correos. Y los sábados por la noche sirven espaguetis en el parque de bomberos.
– Ay, Dios mío -murmuró Perrie-. Espaguetis. Trataré de contener la emoción.
– Bienvenida a Muleshoe, Kincaid.
Joe observó que Perrie se asomaba por el parabrisas cubierto de escarcha de su Blazer, que había aparcado en medio de la calle principal del pueblo. No tenía que fijarse mucho para ver la ciudad; sobre todo porque casi toda estaba alineada a un lado de la calle.
Los edificios eran un destartalado conjunto de pintura descolorida y porches desvencijados, ventanas congeladas y volutas de humo enroscándose sobre los tejados. Los patios delanteros estaban atestados con una variedad de posesiones cubiertas de nieve: viejos neumáticos, trineos, botas de piel, latas de combustible, canoas oxidadas, pieles de animales y cualquier cosa que mereciera la pena utilizar en el futuro. Para el que venía de fuera tal vez le pareciera un tanto decrépito, pero para Joe era su hogar.
– Santo cielo -murmuró ella-. Es peor de lo que yo imaginaba.
Joe ahogó una respuesta desdeñosa. En ese momento, no estaba de humor para meterse en otra discusión con Perrie Kincaid, sobre todo en defensa del sitio que él había elegido para vivir.
– El refugio está a kilómetro y medio al norte de la población.
– ¿Y dónde vive usted?
– En el refugio.
Perrie soltó un gemido entrecortado.
– ¿Y yo voy a hospedarme allí? -dijo con desesperación.
– En realidad va a hacerlo en una de las cabañas para los huéspedes que pertenecen a la propiedad. Es un sitio muy bonito; caliente y acogedor. Le pedí a Burdy McCormack que llenara la cabaña con todo lo que pudiera necesitar para su estancia. Si conozco bien a Burdy, tendrá un fuego en la chimenea y una cafetera lista. Él será su vecino mientras esté aquí. Cuando se hiela el río Yukon, Burdy se traslada a la cabaña que está junto a la suya para pasar el invierno. Va al pueblo cada día, así que si necesita algo de allí o quiere ir, levante el banderín que hay en el porche delantero y él se parará.
Ella soltó el aire despacio y se frotó los brazos.
– No se moleste con la cabaña, Brennan. Lléveme adonde esté el transporte público más cercano. La estación de autobuses me viene bien.
¿Cuándo se daría por vencida? Brennan se dijo que jamás había conocido a una mujer más testaruda y con más determinación que aquélla. Además, todavía tenía que analizar por qué a pesar de eso le resultaba atractiva.
– No puedo hacer eso -le contestó él mientras se arrellanaba en el asiento y la miraba con recelo.
– Pues será mejor que lo haga -ella levantó el mentón de nuevo como había hecho antes-. De otro modo iré caminando hasta allí. No puede impedirme que me marche.
– Eso sería un poco duro, ya que la estación de autobuses más cercana está en Eairbanks.
Perrie cerró los ojos y apretó la mandíbula. Joe se temió lo peor. Ella había estado deseando tener otro enfrentamiento con él desde la discusión del avión. Pero cosa rara la mujer dominó su genio y esbozó una sonrisa superficial.
– De acuerdo, me plantaré en Main Street y sacaré el pulgar. Tiene que pasar algún camión que se dirija a algún lugar civilizado. A no ser que me diga que no tienen ni carreteras ni camiones aquí.
– Oh, sí, tenemos carreteras. Y camiones también. Pero no en invierno. Éste es el final de la autopista, Kincaid, y una vez que uno está en Muleshoe después de la primera nevada importante, se queda aquí durante toda la estación. Hasta el deshielo de la primavera, claro está.
Perrie arqueó una ceja con expresión dubitativa.
– ¿Y qué hay de esta carretera? ¿Adónde lleva?
– En este momento a ningún sitio. Erv maneja la máquina quitanieves. Mantiene limpia la carretera en dirección a la pista de aterrizaje y hacia el norte un poco más allá del refugio. Pero tratar de retirar la nieve mucho más es como tratar de limpiar el polvo en una tormenta de arena. En cuanto termina uno, cae una nueva tormenta que vuelve a bloquear las carreteras.
– ¿Quiere decirme que no hay modo de salir de la ciudad?
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