– Supongo que no le gustarán mucho los perros. Strike está educado para hacer sus necesidades limpiamente.

Ella lo miró a él y después a la puerta.

– Perdone, ¿su perro está fuera? -abrió la puerta de nuevo y se asomó, pero no vio nada salvo nieve y árboles y una fila de huellas que morían a la puerta-. Me temo que no está aquí fuera.

– Vamos, Strike -lo llamó Burdy-. Entra al calor, perrucho. Muy bien, chico.

Perrie vio cómo Burdy se agachaba y acariciaba el aire justo al lado de su rodilla. Pero no había acariciado nada, puesto que allí no había ningún animal. Perrie se mordió el labio inferior. ¡El pobre viejo pensaba que tenía un perro!

Por un momento pensó en dejar la puerta abierta por si ella necesitaba escaparse, pero estaba entrando frío en la cabaña, así que decidió arriesgarse y estar caliente.

– Qué bonito perro tiene. Y muy obediente.

Burdy asintió y sonrió tanto, que su sonrisa parecía ocupar toda su cara curtida por el clima y los años.

– ¿Entonces, tiene todo lo que necesita aquí? Joe me pidió que viniera a ver cómo está de vez en cuando.

Perrie se frotó las manos y estudió a Burdy McCormack con astucia. Parecía inofensivo, un hombre que tal vez pudiera apoyar su causa.

– En realidad, hay algo con lo que podría ayudarme. No encuentro el baño.

Burdy se rascó la barbilla.

– Eso está fuera de la cabaña, en la caseta que tiene la luna en la puerta.

Perrie emitió un gemido entrecortado.

– ¿Fuera de la casa? ¿En pleno invierno? -se dio la vuelta y empezó a pasearse por la habitación-. Tiene que ayudarme a salir de aquí. Puedo vivir sin televisión y sin comida basura; pero no puedo vivir en una casa sin cuarto de baño. ¡No lo haré!

Burdy movió un dedo torcido en dirección suya mientras sacudía la cabeza.

– ¡Ah, ni lo sueñe! Joe me advirtió que trataría de convencerme para que la sacara de aquí. Pero eso no va a ocurrir. No voy a dejarme llevar por las palabritas dulces de una mujer bonita.

Perrie añadió otra razón a la lista de por qué besar a Joe Brennan quedaba descartado. Era un bocazas. Seguramente toda la gente que vivía allí sabría ya que se quería largar de Muleshoe.

– No lo entiendo -dijo Perrie con calma-. Tengo que volver a Seattle. Es un asunto de vida o muerte. Tiene que haber un modo de salir de aquí.

– Hay muchas maneras de salir de aquí. En Muleshoe viven más de siete u ocho pilotos, y cada una de ellos posee una bonita avioneta, además.

– ¿Pilotos? ¿Quiere decir que Brennan no es el único que tiene el monopolio de los vuelos?

– Señorita, estamos en Alaska. Aquí no se puede vivir sin un avión.

– Entonces tiene que llevarme hasta esos pilotos. Estoy dispuesta a pagarle. Mucho. Podría comprarse cualquier cosa. Un perrito nuevo.

El viejo se echó a reír.

– ¿Para qué iba a querer un perro nuevo teniendo a Striker? Nunca ladra, y apenas come, y nos llevamos muy bien.

– Eso ya lo veo.

Y también veía que Joe Brennan la había dejado en manos de un loco y su perro invisible. Burdy se retiró el sombrero y la miró con sus ojos de un azul brillante.

– A Joe no le gustaría mucho si la ayudara a marcharse. Y supongo que les habrá dicho a todos los demás pilotos que no la lleven tampoco. Pero supongo que no por eso dejará de intentarlo.

– Desde luego que no -dijo Perrie-. Tiene que haber un piloto en esta ciudad dispuesto a volar por dinero.

Burdy suspiró y se frotó la frente.

– ¿Le gustaría venir a Muleshoe? Estaba a punto de ir a comer algo en St. Paddy's, y me encantaría tener la compañía de una muchacha bonita como usted.

– ¿Tienen iglesia aquí?

Burdy se echó a reír.

– St. Paddy's no es una iglesia; es la taberna del pueblo. La lleva Paddy Doyle. Acabamos llamándola Si. Paddy's porque la mayoría nos pasamos allí los domingos por la mañana. Prepara un buen desayuno irlandés, con huevos fritos, tartaletas de patata y pan fermentado y salchichas caseras; pero no permite que nadie hable durante el servicio religioso.

– ¿Es un cura, entonces? preguntó ella.

Un religioso la ayudaría. Vería que la estaban reteniendo en contra de su voluntad y le exigiría a alguno de los pilotos locales que la sacara de allí.

– Bueno, sí que preside los funerales del pueblo, pero no es un cura propiamente dicho. Sólo nos obliga a ver la misa en la enorme pantalla de televisión que tiene en el local.

Las ilusiones de Perrie se desvanecieron. No había cura.

– Todos lo soportamos porque el desayuno es exquisito -continuó Burdy-. Y porque Paddy se toma su religión muy en serio. La misa empieza a las ocho y poco después se sirve el desayuno.

A Perrie se le hizo la boca agua sólo de oír la descripción de Burdy. No había comido nada desde la noche anterior. Era casi la hora de la cena, y con ello llegaba la necesidad de ponerse a cocinar, una habilidad que no dominaba más allá de las palomitas en el microondas.

– ¿Y sirven una buena cena en St. Paddy's?

– La mejor del pueblo -contestó Burdy-. Salvo las cenas de los sábados en el parque de bomberos. Soy yo quien cocina. Mañana por la noche toca espaguetis.

– ¿Y los pilotos de la ciudad comen en casa de Doyle?

– La mayoría.

– Entonces creo que iré con usted al pueblo, Burdy. Tengo un poco de hambre y esta noche no me apetece cocinar.

Burdy asintió.

– De acuerdo. Póngase una cazadora que abrigue y unas buenas botas que encontrará en ese armario. No voy a sacarla con el frío que hace si no está debidamente abrigada. Y si a la vieja Sarah se le mete en la cabeza que no quiere ir a la ciudad, tendremos que ir andando.

– ¿Sarah es su esposa?

– No, es la camioneta del refugio. A veces me da la lata. Si la ve, tal vez se ponga un poco celosa y decida que no nos lleva a Muleshoe.

Perrie levantó la cabeza del suelo mientras se calzaba un par de botas de goma enormes y se ponía una cazadora de plumas. Un perro invisible y una camioneta celosa.

¿Qué otra clase de entretenimiento podría ofrecerle Muleshoe?


La Tap Tavern de Doyle, o St. Paddy's como la llamaban los lugareños, estaba llena de gente cuando Burdy la invitó a pasar. Al mirar a su alrededor, Perrie se dio cuenta de que era la única mujer allí; y al resto de los clientes de Paddy no le llevó mucho tiempo darse cuenta de lo mismo. La conversación se fue apagando al tiempo que todos los ojos se volvían hacia ella.

Perrie esbozó una sonrisa forzada y agarró a Burdy del brazo.

– ¿Por qué me están mirando así? -murmuró.

Burdy se puso derecho y sacó pecho.

– Supongo que se están preguntando cómo un viejo como yo lleva del brazo a una mujer tan guapa -se aclaró la voz-. Ésta es la señorita Perrie Kincaid. Se quedará en Muleshoe una temporada. Está buscando un piloto para que la saque de aquí.

Seis de los clientes del bar se adelantaron, pero Burdy levantó su mano nudosa y negó con la cabeza antes de continuar su perorata.

– El primero que le ofrezca un vuelo a la señorita Kincaid, tendrá que vérselas con Joe Brennan y conmigo.

Los seis retrocedieron con gesto decepcionado; pero su interés apenas disminuyó. Perrie se movió nerviosamente mientras le echaba una mirada a Burdy.

– Y no está aquí para buscar marido tampoco, así que podéis cerrar la boca y volver a lo que estuvierais haciendo.

– Soy perfectamente capaz de defenderme sola -dijo mientras Burdy la conducía a una mesa.

Retiró con galantería una silla de vinilo rojo para que se sentara y la ayudó a quitarse la cazadora.

– Por supuesto, se esperará que baile con ellos -dijo Burdy en cuanto se hubo sentado frente a ella y acomodado a sus pies al perro imaginario.

Ella levantó la vista del menú.

– ¿Cómo?

– Bueno, eso es una costumbre común por estas tierras. No pueden bailar entre ellos, así que cuando hay una mujer no pierden mucho tiempo. Supongo que acabarán sacándola a la pista más veces de las que pueda contar. Si tiene suerte, las novias se pasarán y reducirán sus posibilidades de marearse.

Burdy no había terminado de hablar cuando se abrió la puerta del bar y entraron tres mujeres. Perrie no habría sabido que había mujeres debajo de las capuchas de las cazadoras o de las bufandas de no haber sido porque todos dejaron de hablar de repente.

– Ahí están -dijo él-. Son un grupo prometedor. Mejor que las tres primeras.

– ¿Hubo tres anteriores?

– Sí. Los chicos pusieron un anuncio en un periódico de Los Ángeles. Supongo que pensaron que tal vez con un poco de suerte consiguieran una estrella de cine o una de esas modelos. Esas tres chicas aguantaron una semana antes de que Joe tuviera que llevarlas en su avión de vuelta a Fairbanks. No estaban hechas para el frío. Pero estas tres son distintas. Yo he apostado dinero a que por lo menos dos de ellas se quedan.

Perrie vio cómo se quitaban los abrigos y se sentaban a la mesa. Le parecían mujeres normales e inteligentes. Las tres eran atractivas, cada una a su manera y, por lo que podía ver, sus edades iban de veintitantos a treinta.

– ¿Y sus novios? -preguntó ella-. ¿No se van a enfadar si alguien baila con ellas?

– No funciona así la cosa. Los chicos que pagaron tienen la oportunidad de leer las cartas y elegir a las chicas. Pero en cuanto están aquí, más o menos son para todos. El hombre que corteje a la chica se la lleva con todas las de la ley.

– Eso no me parece justo. ¿Y los hombres que no pagaron?

– Bueno, no hay muchos solteros que no participaran. Sólo yo… y Paddy. Él sigue llorándole a su esposa, que perdió hace unos años. Y está también Ralphie Simpson. Él se ha casado y divorciado cinco veces, así que no quería una mujer que busque el matrimonio. Y eso es todo, salvo por Brennan y Hawk.

– ¿Todos los hombres solteros de la ciudad excepto usted y los otros cuatro están buscando novia?

– Exactamente.

Ella miró a Burdy por encima del menú.

– ¿Y qué pasa con Brennan? ¿Por qué no se apunta a lo de las novias?

Burdy se rascó la barbilla con gesto pensativo.

– La verdad es que no lo sé. Sospecho que le gusta ser un lobo solitario. Aunque no haya escasez de damas que quisieran poner fin a esa situación. Todas dicen que es un verdadero encanto, que sabe exactamente cómo tratarlas. Y siempre están hablando de sus ojos, aunque yo no les vea nada de especial.

– ¿Sus ojos? No veo qué tengan de especial -mintió Perrie-. En cuanto a lo de ser encantador… Bueno, desde luego no es mi tipo.

– ¿Sabe?, rescató a una preciosidad del Denali hace unos días. La sacó de una hendidura en la montaña y le salvó la vida. Es un piloto de los mejores.

Eso despertó inmediatamente su interés.

– ¿De verdad? Eso no me lo había contado.

– A él no le gusta presumir. Pero todo el mundo lo quiere. Es generoso en extremo. El invierno pasado llevó a Acidie Pruett cuando su madre enfermó. Ella no tenía dinero para pagarle el vuelo, de modo que Joe le dijo que a cambio podría hacerle la colada durante tres meses. Y me trae verduras frescas para mis cenas de los sábados sin cobrarme el transporte. Supongo que no me cobra todo el precio del producto, tampoco, pero eso no puedo probarlo.

El instinto periodístico de Perrie surgió.

– ¿Qué hacía en Seattle?

Burdy se encogió de hombros. El viejo ladeó la cabeza en dirección al bar.

– ¿Y por qué no se lo pregunta usted misma? Lleva mirándola desde que hemos entrado.

Ella se volvió y vio a Joe Brennan apoyado en la barra del bar, mirándola con esos ojos pálidos de expresión desconcertante. Por un momento pensó en desviar la mirada, pero en lugar de eso alzó la barbilla y lo saludó discretamente con la mano. Él le respondió levantando la ceja con sutilidad, antes de volverse a hablar con el hombre que tenía al lado.

Por primera vez desde que lo había conocido, no llevaba la gorra puesta. Su cabello negro y espeso le rozaba el borde del cuello de su camisa de franela, y caía sobre su frente con un mechón como el de un chiquillo, descuidado e increíblemente sexy. Llevaba la camisa arremangada, y Perrie paseó la mirada sin pensarlo por sus brazos musculosos y fuertes y sus manos grandes y hábiles. Se fijó en la suavidad con que los vaqueros le ceñían unas caderas estrechas y unos muslos largos y fuertes cuando Brennan enganchó el tacón de la bota en el reposapiés de la barra. No había duda. A Joe Brennan le sentaban los vaqueros mejor que a ningún hombre que hubiera conocido en su vida.

– ¿Le gusta?

Ella se volvió al oír la pregunta de Burdy.

– ¿Cómo? No. ¿Por qué iba a pensar eso?

Burdy se encogió de hombros mientras sonreía.

– Aún no he conocido a una mujer que se haya resistido a él. Y usted parece interesada.