Leon Tippet, su receptor favorito, dibujó perfectamente la jugada y se desmarcó, listo para aquel dulce momento en que Kevin enviaría el balón a sus manos.
Entonces, en un instante, la jugada se fue al garete. Un defensa salió de la nada, dispuesto a interceptar el pase.
La adrenalina inundó el cuerpo de Kevin. Estaba muy por detrás de la línea de marca y necesitaba a otro receptor, pero Jamás había sido derribado y Stubs tenía un marcaje doble.
Briggs y Washington atravesaron la línea de los Stars y cargaron contra él. Estos mismos monstruos escupidores de fuego, disfrazados de defensas laterales de Tampa Bay, le habían dislocado el hombro el año anterior, pero Kevin no pensaba regalar el balón. Con la misma imprudencia que le había causado tantos problemas últimamente, miró hacia la izquierda… Y, brusca, a ciegas y alocadamente, hizo un regate a la derecha. Necesitaba un hueco en ese muro de camisetas blancas. Deseó que estuviese allí. Y lo encontró.
Con la agilidad marca de la casa, se escabulló, y dejó a Briggs y a Washington jadeando. Se dio la vuelta y se quitó de encima a un defensa que pesaba treinta kilos más que él.
Otro regate. Un baile acrobático. Luego puso la directa.
Fuera del campo era un hombre alto de un metro con ochenta y dos centímetros y ochenta y siete kilos de músculos, pero en el País de los Gigantes Mutantes era bajo, grácil y muy rápido. Sus pies conquistaban el césped artificial. Las luces del estadio convertían su casco dorado en un meteoro y su camiseta de color verde mar en una bandera tejida en el cielo. Poesía humana. Besado por los dioses. Bendecido entre los hombres. Llevó el balón hasta la zona de anotación y cruzó la línea de gol.
Y cuando el árbitro señaló el touchdown, Kevin todavía seguía en pie.
La fiesta posterior al partido tuvo lugar en casa de Kinney, y en el momento en que Kevin atravesó la puerta, todas las mujeres se le echaron encima.
– Un partido fabuloso, Kevin.
– ¡Kevin, cielo, estoy aquí!
– ¡Has estado fantástico! ¡Estoy afónica de tanto chillar!
– ¿Te has emocionado cuando la has metido? Dios mío, seguro que estabas emocionado, pero ¿qué se siente realmente?
– Felicidades.
– ¡Kevin, chéri!
El encanto era algo natural en Kevin, y mientras exhibía una de sus sonrisas logró desembarazarse de todas ellas a excepción de dos de las más persistentes.
– Te gustan las mujeres hermosas y silenciosas -le había dicho la esposa de su mejor amigo la última vez que habían hablado-. Pero la mayoría de las mujeres no son silenciosas, por lo que buscas a chicas extranjeras con un inglés limitado. Un clásico caso de evitación de la intimidad.
Kevin recordó haberle contestado con una fresca.
– ¿Ah, sí? Pues escucha, doctora Jane Darlington Bonner -le había dicho-. Intimaré contigo siempre que quieras.
– Por encima de mi cadáver -había respondido su marido, Cal, desde el otro extremo de la mesa del comedor.
Aunque Cal era su mejor amigo, Kevin disfrutaba cinchándole. Había sido así desde los tiempos en que fue el suplente resentido del abuelo. Sin embargo, Cal ya se había retirado del fútbol y estaba a punto de empezar su residencia de medicina interna en un hospital de Carolina del Norte.
Kevin no podía resistirse a fastidiarle.
– Es una cuestión de principios, abuelo. Tengo que demostrar una cuestión.
– Vale, pues demuéstralo con tu mujer y deja a la mía en paz -le había espetado Cal.
Jane se había reído, había besado a su marido, le había dado una servilleta a su hija Rosie y había cogido en brazos a su hijo recién nacido, Tyler. Kevin sonrió al recordar la respuesta de Cal cuando le había preguntado por las notas de Post-it que llevaba Ty en los pañales.
– Eso es porque ya no le dejo a mi mujer que le escriba en las piernas.
– ¿Sigue con ésas?
– Brazos, piernas… El pobre chaval se estaba convirtiendo en una libreta científica ambulante. Pero eso ha mejorado desde que empecé a ponerle a Jane Post-its en todos los bolsillos.
La costumbre de Jane de garabatear distraída ecuaciones complejas en superficies poco ortodoxas era bien conocida, y Rosie Bonner metió baza.
– Una vez me escribió en el pie, ¿verdad, mamá? Y otra vez…
La doctora Jane le metió a su hija una baqueta en la boca.
Kevin sonrió al recordarlo, pero una hermosa francesa que gritaba por encima de la música interrumpió sus pensamientos.
– Tu es fatigué, chéri?
Kevin tenía facilidad para los idiomas, pero había aprendido a mantenerlo en secreto.
– Gracias, pero ahora no quiero nada para comer. Oye, deja que te presente a Stubs Brady. Creo que los dos tenéis mucho en común. Y… ¿Heather, verdad? Mi compañero León lleva mirándote con intenciones lascivas toda la noche.
Era el momento de desprenderse de un par de hembras.
Nunca le admitiría a Jane que tenía razón acerca de sus preferencias con las mujeres. Pero, al contrario que algunos de sus compañeros de equipo, que no hacían más que vanagloriarse de que lo daban todo en el terreno de juego, Kevin se limitaba a entregarse de veras. Y entregaba no sólo el cuerpo y la mente, sino también su corazón, y eso no se podía hacer teniendo a una mujer de altas exigencias en su vida. Hermosa y nada exigente, eso era lo que quería, y las mujeres extranjeras encajaban en la descripción.
Jugar con los Stars era lo único que le importaba, y no iba a dejar que nadie se interpusiera. Le encantaba ponerse el uniforme verde mar y dorado, saltar al campo en el estadio Midwest Sports Dome, y, sobre todo, trabajar para Phoebe y Dan Calebow. Tal vez era el resultado de haberse pasado la infancia ejerciendo como hijo de un predicador, pero era un honor ser un Chicago Star, y no se podía decir lo mismo de todos los equipos de la liga de fútbol americano.
Cuando jugabas para los Calebow, el respeto por el juego era más importante que el dinero. Los Stars no eran un equipo para bandidos ni para prima donnas, y, en el transcurso de su carrera, Kevin había visto traspasar a algunos jugadores de gran talento por no cumplir con los valores de conducta establecidos por Phoebe y Dan. Kevin no se podía imaginar jugando en ningún otro equipo, y cuando ya no fuese capaz de dar la talla con los Stars en el campo, se retiraría para entrenar.
Entrenar a los Stars.
Aunque aquella temporada habían pasado dos cosas que ponían en peligro sus sueños. Una era culpa suya: esa loca imprudencia que había cometido tras la pretemporada. Siempre había tenido tendencia a ser imprudente, pero, hasta entonces, se había limitado a serlo durante las vacaciones entre temporadas. La otra era la visita de Daphne Somerville a su dormitorio a medianoche. Eso hacía peligrar su carrera más que todos los saltos en caída libre y todas las carreras de motocross del mundo.
Kevin tenía un sueño profundo, y lo cierto es que ésa no había sido la primera vez que se despertaba a medio hacer el amor, pero hasta entonces siempre había elegido a sus compañeras. Irónicamente, si no hubiera sido por sus relaciones familiares, tal vez se habría planteado elegirla a ella. Tal vez era la atracción de la fruta prohibida, pero se lo había pasado muy bien con ella. Le había hecho tocar con los pies en el suelo y le había hecho reír. Aunque había procurado que ella no se diera cuenta, la había estado mirando. Se movía con una confianza de niña rica que a él le parecía muy sexy. Tal vez no tenía un cuerpo de relumbrón, pero todo estaba en su lugar y no podía negar que se había fijado en ella.
Aun así, había mantenido las distancias. Era la hermana de su jefa, y nunca confraternizaba con mujeres relacionadas con el equipo: ni las hijas de los entrenadores, ni las secretarias de las oficinas, ni siquiera las primas de sus compañeros de equipo. Y, a pesar de eso, mira qué había pasado.
Con sólo pensar en eso volvió a ponerse de mal humor. Ni siquiera un quarterback de aúpa era más importante para los Calebow que la familia, y si jamás descubrían lo sucedido, sería a él a quien pedirían explicaciones.
Su conciencia le iba a obligar a llamarla pronto. Sólo una vez, para asegurarse de que no hubiera habido consecuencias. No las habría, se dijo, y no se iba a preocupar por eso, especialmente en ese momento, en que no podía permitirse ninguna distracción. El domingo se jugaría el Campeonato AFC, y tenían que hacer un partido impecable. Entonces se haría realidad su mayor sueño. Llevaría a los Stars a la gran final, a la Super Bowl.
Pero seis días después, su sueño se había hecho añicos. Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo.
Tras trabajar día y noche, Molly terminó Daphne se cae de bruces y lo envió la misma semana que los Stars perdieron el Campeonato AFC. Cuando quedaban quince segundos en el reloj, Kevin Tucker no había querido jugar conservadoramente y le había lanzado el balón a un compañero marcado por dos rivales. El pase había sido interceptado, y los Stars habían perdido por un gol de campo.
Molly se sirvió una taza de té para protegerse del frío de las tardes de enero y se la llevó a la mesa de trabajo. Tenía que escribir un artículo para Chik, pero en lugar de conectar su ordenador portátil, cogió unos papeles que había dejado en la butaca para tomar nota de algunas ideas para un nuevo libro, Daphne encuentra a un bebé conejo.
Justo cuando se disponía a sentarse sonó el teléfono.
– ¿Diga?
– ¿Daphne? Soy Kevin Tucker.
El té se le derramó y Molly se quedó sin aliento. Hasta hacía poco tiempo, había estado encaprichada por aquel hombre. En ese momento, el simple sonido de su voz la aterró.
Se obligó a respirar. Si todavía la llamaba Daphne significaba que no había hablado con nadie sobre ella. Eso era bueno. No quería que él hablara de ella, ni siquiera que pensara en ella.
– ¿De dónde has sacado mi número?
– Te pedí que me lo dieras.
Molly había logrado olvidarlo.
– Yo… ¿Qué quieres de mí?
– Ahora que ha terminado la temporada, estoy a punto de marcharme de la ciudad durante un tiempo. Y quería asegurarme de que no hubiera habido… ninguna consecuencia desafortunada de… lo ocurrido.
– ¡No! Ninguna consecuencia en absoluto. Por supuesto que no.
– Me alegro.
Más allá de la respuesta glacial, Molly percibió un suspiro de alivio. De pronto, se le ocurrió el modo de hacer las cosas más fáciles.
– ¡Ya voy, cariño! -le gritó a una persona imaginaria.
– Veo que no estás sola.
– Pues no. ¡Estoy al teléfono, Benny! -dijo, levantando de nuevo la voz-. Enseguida estoy contigo, cielo.
Molly sintió un escalofrío. ¿No se le podía haber ocurrido un nombre mejor?
Roo trotó desde la cocina para ver qué ocurría. Molly asió el teléfono aun más fuerte.
– Agradezco la llamada, Kevin, pero no hacía falta.
– Mientras todo vaya…
– Todo va de perlas, pero tengo que dejarte. Lo siento por el partido. Y gracias por llamar.
Cuando colgó el teléfono, la mano todavía le temblaba. Acababa de hablar con el padre del hijo que estaba esperando.
Se acarició el abdomen. Todavía lo tenía liso y no se había hecho del todo a la idea de estar embarazada. Cuando tuvo la primera falta, lo achacó al estrés. Pero con cada día que pasaba tenía los pechos cada vez más sensibles, y había empezado a sentir náuseas, así que finalmente decidió comprarse un test de embarazo. De eso hacía sólo dos días. El resultado la había dejado tan aterrorizada que salió corriendo a comprar otro.
No había error posible. Iba a tener un bebé y el padre era Kevin Tucker.
Sus primeros pensamientos, sin embargo, no habían sido para él. Habían sido para Phoebe y Dan: la familia era el centro de su existencia, y ninguno de los dos podía imaginarse educar a un hijo sin el otro. Eso les iba a sumir en la tristeza.
Cuando finalmente se puso a pensar en Kevin, llegó a la conclusión de que tenía que asegurarse de que él no lo supiera nunca. Él había sido su víctima inocente, de modo que cargaría con las consecuencias ella sola.
Tampoco sería tan difícil ocultárselo. Ahora que la temporada había acabado era poco probable que se topara con él, y bastaría con no acercarse a las oficinas de los Stars cuando se reanudaran los entrenamientos en verano. Excepto en algunas pocas fiestas del equipo que organizaban Dan y Phoebe, nunca socializaba demasiado con los jugadores. Finalmente, Kevin tal vez sabría que ella había tenido un bebé, pero tras la llamada de aquella mañana debía de pensar que había otro hombre en su vida.
A través de las ventanas de su loft observó el cielo invernal. Aunque no eran ni las seis, ya había oscurecido. Se echó en el sofá.
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