– ¡Ya basta! -dijo la hermana acercándose a los demás-. ¡Molly, estás en fuera de juego! ¡Roo, suelta! Kevin, quítale las manos de encima. ¡Y ahora, a sentarse todo el mundo!
Kevin bajó el brazo. Dan se frotó el pecho. Roo soltó la pernera de Kevin.
Molly se sintió furiosa consigo misma. ¿Qué había querido demostrar exactamente? No se atrevía a mirar a nadie. La idea de que su hermana y su cuñado supieran cómo había asaltado a Kevin mientras dormía era más que humillante.
Pero tenía que admitir que era responsable de todo lo sucedido, y no podía huir. Siguiendo el ejemplo de los lectores de Daphne, cogió a su mascota para tener algún consuelo y se sentó en una butaca, lo más lejos posible del resto de la gente. Roo le lamió la barbilla compasivamente.
Dan se sentó en el sofá. Tenía en el rostro la misma expresión testaruda que había desencadenado la reacción de Molly. Phoebe se acomodó a su lado con el aspecto de una bailarina de Las Vegas disfrazada de mamá. Y Kevin…
Su furia llenaba la habitación. Estaba en pie junto a la chimenea, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos escondidas bajo sus axilas, como si quisiera tenerlas sujetas para no utilizarlas contra ella. ¿Cómo podía haber estado encaprichada por alguien con un aspecto tan peligroso?
Y entonces empezó a entender la situación. Phoebe, Dan, Kevin… ella: la creadora de la conejita Daphne contra la NFL.
Su única estrategia posible era una defensa fuerte. Tendría que comportarse como una arpía, pero era lo mejor que podía hacer por Kevin.
– Vayamos al grano. Yo tengo cosas que hacer, y sé de alguien que podría aburrirse con demasiadas palabras.
Una de las cejas rubias oscuras de Kevin se disparó.
Phoebe suspiró.
– Esto no va a funcionar, Molly -empezó a decir-. Él es demasiado duro para asustarse. Sabemos que Kevin es el padre de tu bebé, y él ha venido aquí para hablar del futuro.
Molly se volvió hacia Kevin. ¡No se lo había contado! Phoebe no habría hablado nunca de ese modo si hubiera sabido lo que había hecho Molly.
Los ojos de Kevin no delataban nada.
¿Por qué había guardado silencio? En cuanto Phoebe y Dan supieran la verdad, él quedaría libre de culpa.
Molly se volvió hacia su hermana.
– A él el futuro no le incumbe. La verdad es que yo…
Kevin se acercó a ella a toda prisa.
– Ponte el abrigo -espetó-. Vamos a dar un paseo.
– Es que no…
– ¡Vamos!
Por mucho que detestara enfrentarse a él, hablar con Kevin a solas sería más fácil que tratar con él delante de la mafia Calebow. Dejó a su mascota en la alfombra y se levantó.
– Quédate aquí, Roo.
Phoebe cogió al caniche cuando éste empezó a lloriquear.
Con la espalda erguida como un mástil, Molly salió de la habitación. Kevin la atrapó en la cocina, la asió del brazo y la arrastró hacia el cuarto de la lavadora. Entonces cogió la chaqueta de esquí rosa y azul lavanda de Julie para ella y descolgó el abrigo marrón de tres cuartos de Dan para él. Abrió la puerta trasera y empujó a Molly hacia fuera no muy delicadamente.
Molly se puso la chaqueta y se subió la cremallera, pero no llegaba a cerrarse por delante, y el viento atravesaba su blusa de seda. Kevin no se molestó en abrocharse el abrigo de Dan, aunque sólo llevaba una camiseta de verano de punto y unos pantalones caqui. El calor de la furia le protegía del frío.
Molly, nerviosa, puso las manos en los bolsillos de la chaqueta de Julie y encontró un viejo gorro de punto con un parche gastado de Barbie. Los restos de una brillante borla plateada colgaban de la parte superior sujetos sólo por algunos hilos. Molly se lo encasquetó en la cabeza. Kevin la llevó hacia un camino de losas que llevaba al bosque. Era perceptible la violencia que hervía en su interior.
– No pensabas decirme nada -dijo.
– No había ninguna necesidad. ¡Pero sí que se lo diré a ellos! Deberías haberlo hecho tú cuando apareció Dan y te habrías librado de un largo viaje.
– Sí, claro, ya me imagino su reacción. «No fue culpa mía, Dan. Tu perfecta cuñadita me violó.» Estoy seguro de que se lo habría creído.
– Ahora sí se lo creerá. Siento que te hayan tenido que… incomodar de esta manera.
– ¿Incomodar? -soltó la palabra como un latigazo-. ¡Esto es algo más que una incomodidad!
– Ya lo sé. Yo…
– Tal vez sea una incomodidad en tu vida de niña rica, pero en el mundo real…
– ¡Lo comprendo! Tú fuiste la víctima.- Molly encorvó los hombros para protegerse del frío e intentó hacer entrar las manos en los bolsillos-. Esta situación me afecta a mí, no a ti.
– Yo no soy la víctima de nadie -refunfuñó Kevin.
– Fuiste víctima de mi actuación, y eso me hace responsable de las consecuencias.
– Las consecuencias, como tú lo llamas, significan una vida humana.
Ella se detuvo y le miró. El viento le había estampado un mechón de cabellos en la frente. Su cara estaba rígida, y sus hermosos rasgos, inflexibles.
– Ya lo sé -dijo Molly-. Y tienes que creer que no había planificado nada de esto. Pero ahora que estoy embarazada, quiero a este bebé con todo mi corazón.
– Yo no.
Molly sintió un escalofrío. Era lógico, lo comprendía. Por supuesto que no quería un bebé. Pero su enfado era tan feroz que se protegió instintivamente la barriga con los brazos.
– Pues entonces no tienes ningún problema. Yo no te necesito, Kevin. En serio. Y te agradecería muchísimo que te olvidaras de todo esto.
– ¿Crees realmente que puedo hacer eso?
Para ella, todo eso era algo personal, pero tenía que recordar que para él significaba una crisis profesional. La pasión de Kevin por los Stars era sobradamente conocida. Phoebe y Dan eran sus jefes y dos de las personas más influyentes de la NFL.
– En cuanto les cuente a Dan y a mi hermana lo que hice, saldrás del atolladero. Esto no afectará para nada a tu carrera.
– Tú no les vas a contar nada.
– ¡Por supuesto que sí!
– Mantén la boca cerrada.
– ¿Es tu orgullo el que habla? ¿No quieres que nadie sepa que fuiste una víctima? ¿O es que les tienes miedo?
Kevin musitó sin apenas mover los labios:
– Tú no sabes nada de mí.
– ¡Sé cuál es la diferencia entre el bien y el mal! Lo que yo hice estaba mal, y no lo complicaré implicándote aún más en esto. Ahora volveré a entrar y…
Kevin la asió del brazo y la sacudió.
– Escúchame bien, porque tengo jet lag y no quiero tener que repetirlo. He sido culpable de muchas cosas en la vida, pero nunca he dejado atrás a ningún hijo ilegítimo, y no pienso empezar a hacerlo ahora.
Ella se apartó de él y reunió aún más valor.
– No pienso deshacerme de este bebé, así que ni se te ocurra sugerirlo.
– No lo haré -dijo con los labios amargamente apretados-. Nos casaremos.
– Yo no quiero casarme -dijo Molly, pasmada.
– Ya somos dos, y no estaremos casados mucho tiempo.
– Yo no…
– No gastes saliva. Tú me has jodido, señorita, pero ahora las decisiones las tomo yo.
A Kevin le gustaba ir a discotecas, pero en aquel momento deseó haberse quedado en casa. Aunque su confrontación con el clan Calebow había tenido lugar el día anterior por la tarde, todavía no se sentía preparado para rodearse de otra gente.
– ¡Kevin! ¡Aquí!
Una joven con una sombra de ojos resplandeciente y un vestido de celofán lo llamaba con insistencia esforzándose por vencer el ruido que dominaba la sala. Habían salido durante un par de semanas el verano anterior. ¿Nina? ¿Nita? Ni se acordaba, y tampoco le importaba.
– ¡Kevin! ¡Eh, tío, vente conmigo, te invito a un trago! -gritó un conocido.
Kevin fingió no haber oído a ninguno de los dos y, abriéndose paso entre el gentío, se volvió por donde había venido. Había sido una equivocación. No estaba de humor para estar con los amigos, y menos aún con aficionados con ganas de hablar sobre el partido decisivo que habían perdido por su culpa.
Pidió su abrigo, pero no se lo abotonó, y, al salir, el aire frío de la calle Dearborn lo sacudió como un puñetazo. Mientras conducía hacia el centro de la ciudad, camino de la discoteca, había oído en la radio que el mercurio había caído a tres grados bajo cero. Era el invierno de Chicago. El encargado del aparcamiento le vio y fue a por su coche, que estaba aparcado en un lugar visible a menos de seis metros.
A la semana siguiente, sería un hombre casado. Se acabó el mantener la vida privada al margen de su profesión. Kevin le dio propina al encargado, se puso al volante de su Spider y se alejó del lugar.
«Tú tienes que servir de ejemplo, Kevin. La gente espera que los hijos del clero se comporten correctamente.»
Kevin se sacudió la voz del buen reverendo John Tucker de la memoria. Había decidido casarse para proteger su carrera. Era cierto, la idea de tener un hijo ilegítimo le ponía la piel de gallina, pero eso afectaría a cualquiera. Nada de aquello tenía que ver con que fuese el hijo de un predicador: con todo era por el fútbol.
Phoebe y Dan no esperaban a una pareja enamorada, y si el matrimonio no duraba demasiado tampoco se sorprenderían. Al mismo tiempo, Kevin podría estar con ellos llevando la cabeza bien alta. En cuanto a Molly Somerville, con sus contactos importantes y su moralidad descuidada, Kevin nunca había detestado tanto a nadie. Se había esfumado el sueño de casarse con la mujer silenciosa y poco exigente del que tanto se burlaba Jane Bonner. En vez de eso, tenía a una intelectualoide engreída que se lo comería a bocados si le daba la oportunidad. Por suerte, no pensaba dársela.
«Kevin, existe el Bien y existe el Mal. Puedes andar toda tu vida entre sombras o puedes permanecer bajo la luz.»
Kevin hizo oídos sordos a la voz de su padre y aceleró por la carretera de la orilla del lago. Eso no tenía nada que ver con el Bien o el Mal. Era control de perjuicios profesionales.
«No del todo», susurró una vocecilla en su interior.
Kevin cambió al carril izquierdo, luego al derecho, luego de nuevo al izquierdo. Necesitaba velocidad y riesgo, pero no iba a conseguir nada de eso en la carretera de la orilla del lago.
Pocos días después de la emboscada de Phoebe y Dan, Molly se encontró con Kevin para encargarse de la licencia matrimonial. Después de eso, fueron al centro cada uno en su coche, al edificio Hancock, donde firmaron los papeles legales de separación de bienes. Kevin no sabía que Molly no tenía bienes que separar, y ella no se lo contó. Eso sólo habría hecho que ella pareciera aún más chiflada de lo que él ya pensaba que estaba.
Molly desconectó mientras el abogado les explicaba los documentos. Kevin y Molly no habían mediado palabra sobre qué papel tendría él en la vida del niño, y ella estaba demasiado deprimida para sacar el tema. Otra cosa que tenían que resolver.
Al salir del despacho, Molly hizo de tripas corazón e intentó nuevamente hablar con él.
– Kevin, esto es una locura. Al menos déjame que les cuente a Dan y a Phoebe la verdad.
– Me juraste que mantendrías la boca cerrada.
– Ya lo sé, pero…
Sus ojos verdes la dejaron helada hasta los huesos.
– Me gustaría creer que puedes ser de fiar sobre algo-le espetó Kevin.
Ella apartó la mirada, deseando no haberle dirigido la palabra.
– No estamos en los años cincuenta. No necesito casarme para educar a mi hijo. Hay montones de mujeres solteras que lo hacen.
– Casarse no será más que una pequeña incomodidad para ambos. ¿Tan egocéntrica eres que no puedes dedicar unas pocas semanas de tu vida a intentar arreglar esto?
No le gustó ni el desprecio de su voz, ni que la llamara egocéntrica, especialmente sabiendo que él hacía todo aquello únicamente para mantener las buenas relaciones con Dan y Phoebe, pero Kevin se alejó antes de que ella pudiera responder. Finalmente abandonó. Podía enfrentarse a uno de ellos, pero no a los tres.
La boda tuvo lugar pocos días después, en la sala de estar de los Calebow. Molly llevaba un vestido blanco nieve de media pantorrilla que le había regalado su hermana. Kevin llevaba un traje gris oscuro con una corbata a juego. Molly pensó que le daba un aire de atractivo director de pompas fúnebres.
Ambos rehusaron invitar a ninguno de sus amigos a la ceremonia, así que sólo Dan, Phoebe, los niños y los perros estaban allí. Las niñas habían decorado la sala de estar con serpentinas de papel crepé y les habían puesto lacitos a los perros. Roo llevaba el suyo alrededor del collar, y el de Kanga colgaba coqueto de su moño. Kanga flirteó desvergonzadamente con Kevin, agitando el moño para captar su atención y meneando la cola. Kevin la ignoró, como ignoraba los gruñidos de Roo, y Molly pensó que debía de ser uno de esos hombres que creen que un caniche pone en duda su masculinidad. ¿Por qué no había considerado eso en Door County en vez de esperar eructos, cadenas de oro y «machotes»?
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