Los ojos de Hannah brillaban mientras observaba a Kevin y a Molly como si fueran los protagonistas de un cuento de hadas. A pesar de que lo único que le apetecía era vomitar, Molly fingió ser feliz, y lo hizo por ella.
– Estás tan guapa -suspiró Hannah. Luego se volvió hacia Kevin con el corazón en los ojos-. Tú también estás guapo. Pareces un príncipe.
Tess y Julie se rieron ruidosamente, y Hannah se sonrojó.
Pero Kevin no se rió. Sólo sonrió levemente mientras le ponía la mano en el hombro.
– Gracias, pequeña.
Molly pestañeó y apartó la mirada.
El juez que celebraba la ceremonia dio un paso adelante.
– Empecemos.
Molly y Kevin se acercaron a él como quien atraviesa un campo de minas.
– Queridos…
Andrew se desembarazó del abrazo de su madre y corrió adelante para colocarse entre la novia y el novio.
– Andrew, vuelve aquí.
Dan se adelantó a buscarlo, pero Kevin y Molly simultáneamente le dieron la mano para que no se moviera de donde estaba.
Y así fue como se casaron: bajo un improvisado emparrado de serpentinas de papel crepé, con un niño de cinco años plantado firmemente entre los dos y un caniche gris que observaba desafiante al novio.
Ni una sola vez se miraron Kevin y Molly, ni siquiera durante el beso, que fue seco, rápido y con la boca cerrada.
Andrew miró hacia arriba e hizo una mueca.
– Rico, ñam, ñam.
– Se supone que se están besando, pequeñajo-dijo Tess desde detrás.
– ¡No soy pequeñajo!
Molly se agachó para consolarle antes de que se pusiera nervioso. De reojo, vio que Dan le estrechaba la mano a Kevin y Phoebe le daba un rápido abrazo. Era una situación muy desagradable, y Molly se moría de ganas de salir de allí. Pero eso también era un problema.
Fingieron beber algunos sorbos de champán, pero ninguno de los dos pudo comer más de un bocado del pequeño pastel blanco de boda.
– Vayámonos de aquí -le gruñó finalmente Kevin al oído.
Molly no tuvo que fingir jaqueca. Su malestar general había ido en aumento durante la tarde.
– Vale.
Kevin murmuró algo sobre ponerse en camino antes de que nevara.
– Bien pensado -dijo Phoebe-. Me alegro de que hayáis aceptado nuestro ofrecimiento.
Molly intentó disimular que la perspectiva de pasar unos días en Door County con Kevin era la peor de sus pesadillas.
– Es lo mejor que podéis hacer -convino Dan-. La casa está lo bastante lejos como para evitar que las revistas del corazón os persigan cuando lo anunciemos.
– Además -dijo Phoebe con una alegría postiza-, eso os dará la oportunidad de conoceros mejor.
– Tengo unas ganas… -dijo Kevin entre dientes.
Ni siquiera se molestaron en cambiarse de ropa, y, diez minutos después, Molly ya le estaba dando un beso de despedida a Roo. Dadas las circunstancias, pensó que era mejor dejar el perro con su hermana.
Mientras Molly y Kevin se alejaban en el Ferrari, Tess y Julie envolvieron a Andrew con las serpentinas de papel crepé y Hannah se arrimó amorosamente a su padre.
– Tengo el coche en una gasolinera Exxon a un par de millas de aquí -dijo Molly-. Gira a la izquierda cuando llegues a la autopista.
La idea de estar encerrados juntos durante las siete horas y media de viaje hasta el norte de Wisconsin era más de lo que sus nervios podían soportar.
Kevin se puso sus gafas de sol Revo con montura plateada.
– Creía que estábamos de acuerdo con el plan de Door County.
– Iré hasta allí en mi coche.
– Por mí, vale.
Kevin siguió las instrucciones y paró en la gasolinera pocos minutos después. Al inclinarse sobre Molly para abrir la puerta del pasajero, le presionó ligeramente la cintura con el brazo. Ella cogió las llaves de su bolso y bajó del coche.
Kevin salió zumbando sin decir palabra.
Molly lloró durante todo el camino hasta la frontera de Wisconsin.
Kevin dio un rodeo para pasar por su casa, situada en una de las comunidades valladas de Oak Brook. Allí se cambió de ropa: se puso unos vaqueros y una camisa de franela. Cogió un par de CD de un grupo de jazz de Chicago que le gustaba, y un libro sobre escalar el Everest que había olvidado meter en la maleta. Como no tenía ninguna prisa por volver a la carretera, pensó en prepararse algo de comer, pero junto con la libertad había perdido también el apetito.
Mientras se dirigía al norte hacia Wisconsin por la I-94, intentó recordar cómo se había sentido al nadar con los tiburones del arrecife hacía poco más de una semana, pero no logró rememorar la sensación. Los deportistas ricos eran un objetivo para las mujeres depredadoras, y había llegado a pensar que quizás ella se había quedado embarazada adrede. Pero Molly no necesitaba el dinero. No, ella sólo buscaba la diversión, y no se había molestado en considerar las consecuencias.
Cuando estaba al norte de Sheboygan, sonó su teléfono móvil. Respondió, y oyó la voz de Charlotte Long, una mujer que había sido amiga de sus padres desde que él tenía memoria. Igual que sus padres, había pasado los veranos en el campamento de su familia en el norte de Michigan, y todavía regresaba allí cada mes de junio. Kevin había perdido el contacto con ella desde la muerte de su madre.
– Kevin, el abogado de tu tía Judith me ha vuelto a telefonear.
– Genial -murmuró. Recordaba a Charlotte charlando con sus padres tras la misa diaria en el tabernáculo. Incluso en sus recuerdos más antiguos ya parecían todos unos ancianos.
En el momento de su nacimiento, la vida bien ordenada de sus padres giraba en torno a la iglesia de Grand Rapids, donde su padre había ejercido de pastor, los libros que les gustaban y sus aficiones intelectuales. No tenían más hijos, y no sabían qué hacer con aquel niño tan tremendo al que amaban con todo su corazón, pero al que no comprendían.
«Intenta estarte quieto, por favor, cielo.»
«¿De dónde vienes tan sucio?»
«Pero ¿qué has estado haciendo? ¡Estás empapado de sudor!»
«No corras tanto.»
«No grites tanto.»
«No seas tan bruto.»
«¿Al fútbol, hijo? Creo que en el desván están mis viejas raquetas de tenis. Podemos jugar al tenis, si quieres.»
Aun así, habían asistido a todos sus partidos, porque eso era lo que hacían los buenos padres en Grand Rapids. Todavía recordaba la sensación de mirar hacia las gradas y descubrir en sus rostros la ansiedad y la perplejidad.
«Seguro que debían de preguntarse cómo te criaron.»
Eso era lo que había dicho Molly cuando le había hablado de ellos. Tal vez estuviera equivocada en todo lo demás, pero sin duda en eso tenía razón.
– Me ha dicho que no le has llamado. -La voz de Charlotte denotaba acusación.
– ¿Quién?
– El abogado de tu tía Judith. Presta atención, Kevin. Quiere hablar contigo sobre el campamento.
Kevin no sabía lo que iba a decir Charlotte, pero sus manos se aferraron con fuerza al volante: las conversaciones sobre el campamento de Wind Lake siempre le ponían tenso, y por eso las evitaba. Era el lugar donde la distancia entre sus padres y él se había hecho más dolorosa.
Su bisabuelo creó ese campamento en unos terrenos que había comprado a finales del siglo XIX en un lugar remoto del noreste de Michigan. Desde el principio había servido como lugar de reunión de verano para encuentros religiosos metodistas. Como no estaba situado a orillas del océano, sino en un lago interior, nunca había adquirido la fama de campamentos como Ocean Grove, en Nueva jersey, o Oak Bluffs, en Martha's Vineyard, aunque tenía el mismo tipo de casitas y también un tabernáculo central donde se celebraban los servicios.
Mientras crecía, Kevin se había visto obligado a pasar los veranos allí, ya que su padre celebraba los servicios religiosos diarios para el número cada vez menor de ancianos que volvían cada año. Kevin era siempre el único niño.
– Ya sabes que ahora que Judith ha muerto, el campamento es tuyo -dijo Charlotte innecesariamente.
– No lo quiero.
– Por supuesto que lo quieres. Lleva más de cien años pasando de una generación de la familia Tucker a otra. Es una institución, y seguro que no querrás ser tú quien acabe con él.
Pues claro que quería.
– Charlotte, ese lugar es un pozo sin fondo económicamente hablando. Ahora que ha muerto tía Judith, no hay nadie que cuide de él.
– Tú cuidarás de él. Ella se encargó de todo. Puedes contratar a alguien para que lo lleve.
– Lo venderé. Tengo que concentrarme en mi carrera.
– ¡No puedes hacer eso! En serio, Kevin, forma parte de la historia de tu familia. Además, hay gente que todavía vuelve cada año.
– Supongo que eso debe de hacer feliz a la empresa local de pompas fúnebres.
– ¿Qué quieres decir? Oh, vaya… Tengo que dejarte o llegaré tarde a mi clase de acuarela.
La mujer colgó antes de que Kevin pudiera decirle nada sobre su boda. Casi mejor. Hablar sobre el campamento había empeorado todavía más su mal humor.
Dios santo, aquellos veranos habían sido una agonía. Mientras sus amigos jugaban al béisbol y salían, él estaba atrapado entre un montón de ancianos y millones de reglas.
«No salpiques tanto cuando estás en el agua, cielo. A las señoras no les gusta mojarse el pelo.»
«La misa empieza dentro de media hora, hijo. Ve a arreglarte.»
«¿Has vuelto a jugar a lanzar la pelota contra la pared del tabernáculo? ¡La has dejado llena de marcas!»
Cuando cumplió los quince años, se rebeló por fin y a sus padres casi se les rompió el corazón.
«¡No pienso volver y no podéis obligarme! ¡Allí me aburro como una ostra! ¡No lo soporto! ¡Me escaparé si tratáis de hacerme volver allí! ¡Lo digo en serio!»
Cedieron, y él se pasó los tres veranos siguientes en Grand Rapids con su amigo Matt. El padre de Matt era joven y fuerte. Había jugado al fútbol universitario con los Spartans, y cada tarde jugaba al balón con ellos. Kevin le adoraba.
Con el tiempo, John Tucker acabó siendo demasiado mayor para ejercer de ministro, el tabernáculo se quemó y el propósito religioso de los campamentos llegó a su fin. Su tía Judith se trasladó a la inhospitalaria y vieja casa donde solían instalarse Kevin y sus padres, y había seguido alquilando las casitas durante el verano. Kevin no había regresado jamás.
No quería seguir pensando en aquellos interminables y aburridos veranos repletos de ancianos que le hacían callar, así que subió el volumen de su nuevo CD. Pero, justo cuando dejaba atrás la interestatal, divisó un conocido Escarabajo chartreuse en la cuneta de la carretera. La gravilla golpeó los bajos de su coche al frenar. Era el coche de Molly, no cabía duda. Ella estaba inclinada sobre el volante.
Genial. Lo último que necesitaba. Una mujer histérica. ¿Qué derecho tenía a estar histérica? Era él quien tenía razones para echarse a gritar.
Se planteó la posibilidad de seguir su camino, pero probablemente ella ya le había visto, así que bajó del coche y se acercó a ella.
El dolor la estaba dejando sin respiración, o tal vez era el miedo. Molly sabía que tenía que llegar a un hospital, pero le daba miedo moverse. Tenía miedo de que, si se movía, aquella humedad caliente y pegajosa que ya empapaba la falda de su vestido de novia de lana blanca se convirtiera en una inundación que se llevara consigo a su bebé.
Como no había comido apenas nada en todo el día, Molly había atribuido los primeros calambres al hambre. Luego había sufrido un espasmo tan fuerte que apenas pudo hacerse a un lado con el coche.
Plegó las manos sobre su estómago y se hizo un ovillo. «Por favor, no dejes que pierda el bebé. Por favor, Dios mío.»
– ¿Molly?
A través de la neblina de sus lágrimas, vio que Kevin miraba por la ventanilla del coche. Como ella no se movió, él golpeó el cristal.
– Molly, ¿qué te pasa?
Ella intentó responder, pero no pudo. Kevin señaló el seguro de la puerta.
– Abre el cierre.
Ella estiró el brazo, pero tuvo otro calambre. Gimió y se envolvió los muslos entre los brazos para que no se separasen.
Kevin volvió a golpear el cristal, esta vez con más fuerza.
– ¡Toca el seguro! ¡Sólo tócalo! Sin saber cómo, Molly logró hacer lo que le pedía.
Una ola de aire frío la golpeó cuando él abrió la puerta de par en par y su aliento creó una nube de vaho en el aire.
– ¿Qué te ocurre?
El miedo la había dejado sin habla. Lo único que pudo hacer fue morderse los labios y apretar aún más los muslos.
– ¿Es el bebé?
Ella asintió nerviosamente con la cabeza.
– ¿Crees que tienes un aborto?
– ¡No! -Molly combatió el dolor e intentó hablar con más calma-. No, no es un aborto. Sólo… sólo son calambres.
Ella se dio cuenta de que él no se lo creía, y le odió por ello.
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