– Hay que llevarte a un hospital.

Kevin corrió hacia el otro lado del coche, abrió la puerta y le tendió los brazos para trasladarla al asiento del pasajero, pero ella no podía permitírselo. Si se movía…

– ¡No! ¡No…! ¡No me muevas!

– Tengo que hacerlo. No te haré daño, te lo prometo.

Kevin no lo entendía. No era a ella a quien le haría daño.

– No…

Pero él no la escuchaba. Ella se agarró los muslos con más fuerza mientras él la sujetaba por debajo y, con dificultad, la desplazaba hacia el otro asiento. El esfuerzo dejó a Molly jadeando.

Kevin volvió corriendo a su coche y regresó enseguida con su teléfono móvil y una manta de lana con la que tapó a Molly. Antes de sentarse al volante, colocó una chaqueta en el asiento. Para cubrir su sangre.

Mientras él se dirigía de nuevo hacia la autopista, ella deseó que sus brazos tuvieran la fuerza suficiente para seguir manteniendo sus dos piernas juntas. Kevin hablaba con alguien al teléfono… Estaba intentando localizar un hospital. Los neumáticos de su diminuto Escarabajo chirriaron mientras salía como un rayo de la autopista y trazaba una curva. Conducción temeraria. «Por favor, Dios mío…»

Molly no tenía ni idea de cuánto habían tardado en llegar a ese hospital. Sólo se dio cuenta de que él abría la puerta del pasajero y se preparaba para volver a tomarla en sus brazos.

Intentó apartar las lágrimas de sus ojos pestañeando y le miró.

– Por favor… Ya sé que me odias, pero… -Molly jadeó tras un nuevo calambre-. Mis piernas… Tengo que mantenerlas juntas.

Él la examinó un momento y luego asintió con la cabeza.

Molly sintió como si no pesara nada cuando Kevin deslizó sus manos por debajo de la falda de su vestido de novia y la levantó sin esfuerzo. Kevin apretó los muslos de Molly contra su cuerpo y cruzó la puerta de entrada.

Alguien se acercó con una silla de ruedas y Kevin corrió hacia ella.

– No… -Molly intentó agarrarle el brazo, pero estaba demasiado débil-. Las piernas… Si me sueltas…

– Por aquí, señor -gritó una enfermera.

– Indíqueme dónde tengo que llevarla -dijo Kevin.

– Lo siento, señor, pero…

– ¡Vamos, deprisa!

Molly apoyó la mejilla en el pecho de Kevin y por un momento sintió que el bebé estaba a salvo. Ese momento se esfumó en cuanto él la llevó a un cubículo con cortinas y la dejó cuidadosamente sobre la camilla.

– Nosotros nos encargaremos de ella. Mientras, vaya usted a registrarla, señor -dijo la enfermera.

Kevin apretó la mano de Molly. Por primera vez desde que había regresado de Australia, parecía preocupado en lugar de hostil.

– Vuelvo enseguida.

Con la mirada fija en la luz fluorescente que había en el techo, Molly se preguntó cómo iba Kevin a rellenar los papeles. No sabía ni su fecha de nacimiento ni su segundo nombre de pila. No sabía nada de ella.

La enfermera era joven, de rostro dulce. Pero cuando quiso ayudar a Molly a quitarse las medias ensangrentadas, ésta se negó. Tendría que aflojar las piernas para hacerlo.

La enfermera le acarició el brazo.

– Iré con mucho cuidado.

Pero de nada sirvió. Cuando llegó el médico de la sala de urgencias a examinarla, Molly ya había perdido a su bebé.


Kevin se negó a que le dieran el alta antes del día siguiente, y, como era una celebridad, su deseo se cumplió. A través de la ventana de su habitación privada, Molly veía un aparcamiento y una fila de árboles deshojados. Cerró los ojos intentando no oír.

Uno de los médicos hablaba con Kevin, utilizando el tono deferente que adopta la gente cuando habla con alguien famoso.

– Su esposa es joven y goza de buena salud, señor Tucker. Tendrá que ir a que la visite su médico de cabecera, pero no veo ningún motivo para que ustedes dos no puedan tener otro hijo.

Molly sí que vio uno.

Alguien tomó su mano. Molly no sabía si era una enfermera, el médico o Kevin. No le importaba, y la apartó.

– ¿Cómo te encuentras? -susurró Kevin. Ella fingió estar dormida.

Kevin se quedó en la habitación durante mucho rato. Cuando finalmente se marchó, Molly se dio la vuelta para alcanzar el teléfono.

Se sentía aturdida por las pastillas que le habían dado, y tuvo que marcar dos veces antes de poder hablar. Cuando Phoebe respondió, Molly se echó a llorar.

– Ven a buscarme. Por favor…


Dan y Phoebe aparecieron en su habitación poco después de medianoche. Molly creía que Kevin se había marchado, pero debía de haberse quedado dormido en el vestíbulo porque le oyó hablar con Dan.

Phoebe le acarició la mejilla. La fértil Phoebe, que había dado a luz a cuatro hijos sin ningún percance. Una de sus lágrimas cayó en el brazo de Molly.

– Oh, Molly… Lo siento tanto.

Cuando Phoebe dejó la cabecera de la cama para hablar con la enfermera, Kevin tomó su lugar. ¿Por qué no se marchaba? Era un extraño, y nadie quiere a un extraño cerca cuando su vida se está derrumbando. Molly volvió la cabeza hacia la almohada.

– No hacía falta que les llamaras -dijo tranquilamente-. Yo te habría llevado de regreso a casa.

– Ya lo sé.

Kevin había sido amable con ella, así que se obligó a mirarle. Vio preocupación en sus ojos, y también cansancio, pero no encontró la más mínima sombra de pena.

En cuanto llegó de vuelta a casa, Molly rasgó los esbozos de Daphne encuentra a una bebé conejo y los tiró a la basura.

A la mañana siguiente, la noticia de su boda llegó a los periódicos.

Capítulo seis

Melissa la Rana era la mejor amiga de Daphne. La mayor parte de los días le gustaba vestirse con perlas y organdí. Pero todos los sábados les añadía un chal y fingía ser una estrella de cine.

Daphne se pierde.


Nuestro foco de atención a la Celebridad de la Se mana en Chicago ilumina a la rica heredera del fútbol Molly Somerville. Al contrario que su atractiva hermana, la propietaria de los Chicago Stars, Phoebe Calebow, Molly Somerville ha tratado siempre de pasar inadvertida. Pero, mientras nadie miraba, la sigilosa señorita Molly, cuyo pasatiempo es escribir libros para niños, se ha llevado al soltero más solicitado de Chicago, el delicioso quarterback de los Stars, Kevin Tucker. Incluso los amigos más íntimos se sorprendieron al conocer la noticia de la boda, que se celebró la semana pasada, en privado, en casa de los Calebow.


La periodista del corazón abandonaba a continuación su estilo superficial y adoptaba un tono de profunda preocupación.


Aunque al parecer los recién casados no han tenido un final feliz. Algunas fuentes informan que la pareja sufrió un aborto casi inmediatamente después de la ceremonia de la boda, y desde entonces están separados. Un portavoz de los Stars se limitó a decir que la pareja intentaba superar sus problemas en privado y que no harían comentarios a los medios de comunicación.


Lilly Sherman apagó la emisora local de Chicago y respiró profundamente. Kevin se había casado con una heredera consentida del Medio Oeste. Cerró las puertas acristaladas que daban al jardín de su casa de Brentwood. Las manos le temblaban. Luego cogió el chal de pashmina de color café que había dejado en los pies de la cama. Tenía que calmarse fuera como fuera antes de llegar al restaurante. Aunque Mallory McCoy era su mejor amiga, este secreto sólo le pertenecía a ella.

Se colocó el chal sobre las hombreras de su último traje de St. John, un vestido de color crema con botones dorados y un exquisito ribete trenzado. Luego cogió una caja de regalo de colores brillantes y se marchó hacia uno de los restaurantes más nuevos de Beverly Hills. Cuando la hubieron acompañado a su mesa, pidió un licor de mora. Haciendo caso omiso de las miradas de una pareja que se sentaba en la mesa contigua, estudió la decoración.

Una luz tenue lustraba las paredes, de un blanco nacarado, e iluminaba la pequeña pero elegante exposición de arte original del restaurante. La alfombra era de color berenjena, la mantelería, de color blanco crudo, y la cubertería, lustrosa, era de diseño art déco. Un lugar perfecto para celebrar un cumpleaños poco deseado. Su quincuagésimo. Aunque nadie lo supiera. Incluso Mallory McCoy creía que celebraban los cuarenta y siete de Lilly.

A Lilly no le habían dado la mejor mesa del comedor, pero estaba tan acostumbrada a representar el papel de diva que nadie lo habría notado. Dos de los jefazos de ICM ocupaban la mesa principal, y por un momento consideró la posibilidad de acercarse a ellos y presentarse. Ellos ya sabrían quién era, por supuesto. Todo el mundo recordaba a Ginger Hill de Encaje, S.L. Pero en aquella ciudad nada gustaba menos que ver a un antiguo bombón con sobrepeso celebrando su quincuagésimo cumpleaños.

Se recordó a sí misma que no aparentaba la edad que tenía. Sus ojos todavía conservaban aquel color verde brillante que siempre le había gustado a la cámara, y aunque ahora llevaba el pelo más corto, el mejor colorista de Beverly Hills se aseguraba de que su castaño rojizo no perdiera ni un ápice de su brillo. Apenas tenía arrugas en la cara, su piel seguía lisa, gracias a Craig, que no le había dejado tomar el sol cuando era más joven.

Los veinticinco años de diferencia que se llevaba con su marido, junto con el buen parecido de Craig y el hecho de que era él mismo el representante de Lilly, habían invitado a que inevitablemente se los comparara con Ann-Margret y Roger Smith, o también con Bo y John Derek. Y era cierto que Craig había sido su Svengali. Cuando Lilly había llegado a Los Ángeles hacía ya más de treinta años, ni siquiera tenía un diploma del instituto, y fue él quien le enseñó cómo debía vestirse, andar y hablar. Le mostró la cultura y transformó a la adolescente desgarbada en una de las sex symbols más atractivas de los ochenta. Gracias a Craig, Lilly era una persona muy leída y culturalmente cultivada, con una particular pasión por el arte.

Craig lo había hecho todo por ella. Había hecho incluso demasiado. A veces se sentía como si hubiera sido engullida por la exigente fuerza de su personalidad. Incluso de moribundo, había sido un dictador. Aun así, él la había amado de verdad, y, al final de sus días, ella deseó haber sido capaz de amarle más.

Lilly se distrajo con las pinturas que había colgadas en las paredes del restaurante. Sus ojos pasaron de largo un Julian Schnabel y un Keith Haring y se concentraron en un exquisito óleo de Liam Jenner. Era uno de sus artistas favoritos, y sólo con mirar el cuadro se calmó.

Miró el reloj y vio que Mallory llegaba tarde, como de costumbre. Durante los seis años en que habían grabado Encaje, S.L., Mallory siempre había sido la última en llegar al plató. Normalmente a Lilly no le importaba, pero en aquel momento le estaba dejando demasiado tiempo para pensar en Kevin y en que se hubiera separado de su esposa heredera incluso antes de que hubiera tenido tiempo de secarse la tinta de la licencia matrimonial. La periodista decía que Molly Somerville había sufrido un aborto. Lilly se preguntó cómo se debería haber sentido Kevin, o incluso si el bebé era suyo. Los deportistas famosos eran un objetivo principal para mujeres sin escrúpulos, incluidas las ricas.

Mallory llegó andando deprisa a la mesa. Seguía teniendo la misma talla cuatro que llevaba en sus días de Encaje, S.L. y, a diferencia de Lilly, había sido capaz de mantener viva su carrera y ahora era la reina de las miniseries. Aun así, Mallory no tenía la presencia de Lilly, y nadie se dio cuenta de su llegada. Lilly la había sermoneado por ello en incontables ocasiones: «¡Actitud, Mallory! Anda como si te pagaran veinte mil por película.»

– Lamento llegar tarde -gorjeó Mallory-. ¡Felicidades, felicidades, mujer adorable! Los regalos, más tarde.

Intercambiaron besos sociales, como si Mallory no hubiera tenido en sus brazos a Lilly en más de una ocasión durante su sufrimiento por la larga enfermedad y la muerte de Craig, dos años atrás.

– ¿Me odias por llegar tarde a tu cena de cumpleaños? Lilly sonrió.

– Sé que te sorprenderá oír esto, pero, después de veinte años de amistad, ya me he acostumbrado.

Mallory suspiró y dijo:

– Llevamos juntas mucho más tiempo que el que haya durado cualquiera de mis matrimonios.

– Eso se debe a que soy más simpática que ninguno de tus ex maridos.

Mallory se rió. Apareció el camarero para tomarle nota de la bebida y luego las invitó a probar un amuse-bouche de tarta de ratatouille con queso de cabra mientras estudiaban la carta.