Antes de aceptar, Lilly consideró durante unos instantes las calorías que debía de tener. A fin de cuentas, era su cumpleaños.
– ¿Lo echas mucho de menos? -preguntó Mallory cuando se hubo marchado el camarero.
Lilly no tuvo que preguntarle a Mallory a qué se refería, y encogió los hombros.
– Mientras Craig estaba enfermo, cuidarle me absorbía tanta energía que no podía pensar en el sexo. Desde que murió, he tenido demasiadas cosas quehacer -le dijo a Mallory y, para sí, añadió-: «Y estoy tan gorda que no permitiré que ningún hombre vea mi cuerpo.»
– Ahora eres tan independiente. Hace dos años no tenías ni idea de lo que había en tu cartera financiera, por no hablar de cómo gestionarla. No sabes cuánto te admiro por cómo te has hecho cargo de todo.
– No tenía otra opción.
La planificación financiera de Craig le había dejado el dinero suficiente como para trabajar únicamente para darle un propósito a su vida. El año anterior le habían dado un pequeño papel en una película medianamente decente: era la atractiva madre del protagonista masculino. Había logrado salir airosa porque era una profesional, pero tuvo que esforzarse para vencer su sentido del ridículo durante todo el tiempo en que estuvieron rodando. Para una mujer de su talla y de su edad, seguir interpretando a tías buenas, aunque fueran maduritas, le parecía en cierto modo absurdo.
No quería tener su sentido de la identidad envuelto en una profesión por la que ya no sentía pasión; sin embargo, actuar era lo único que sabía hacer, y con la muerte de Craig tenía que mantenerse ocupada o pensaría demasiado en los errores que había cometido. Si al menos pudiera retroceder en el tiempo y volver al momento crucial en que se había extraviado.
El camarero regresó con la bebida de Mallory, el amusebouche, y una larga explicación de los principales platos de la carta. Una vez hubieron elegido, Mallory levantó su copa de champán.
– Por mi mejor amiga. Feliz cumpleaños, y te mataré si no te gusta mi regalo.
– Tan graciosa como siempre.
Mallory se rió y sacó una caja plana y rectangular del bolso que había dejado a un lado de su silla. El paquete estaba envuelto profesionalmente con papel de cachemira, y estaba atado con un lazo de pez de Borgoña. Lilly lo abrió y descubrió en su interior un exquisito chal antiguo con encaje de oro.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción.
– Es precioso. ¿De dónde lo has sacado?
– Un amigo de un amigo, que se dedica a los textiles raros. Es español. De finales del siglo XIX.
Al ver el simbolismo que encerraba ese encaje, se le hizo un nudo en la garganta. Le resultaba difícil hablar, pero había algo que tenía que decir. Lilly alargó la mano por encima de la mesa para acariciar la mano de su amiga y dijo por fin:
– ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero?
– Lo mismo digo, cariño. Tengo mucha memoria. Cuando me ayudaste a superar mi primer divorcio, todos aquellos años horribles con Michael…
– No te olvides del lifting de la cara -le recordó Lilly.
– ¡Eh! Me parece recordar un trabajito que te hiciste en los ojos hace pocos años.
– No tengo ni idea de qué me estás hablando.
Intercambiaron una sonrisa. La cirugía plástica podía parecer algo vano para casi todo el mundo, pero era una necesidad para las actrices que habían basado su fama en su atractivo sexual. Aunque Lilly se preguntaba por qué se había tomado la molestia de arreglarse los ojos si ni siquiera era capaz de perder diez kilos.
El camarero depositó ante Lilly un plato Versace de borde dorado con un diminuto recuadro de gelatina que contenía astillas de langosta hervida rodeadas por un reguero de salsa de azafrán, batida en forma de espuma cremosa. El plato de Mallory contenía una tajada de salmón del grosor de una galleta, acentuada con alcaparras y unas cuantas rodajas transparentes de manzana cortada a la juliana. Lilly comparó mentalmente las calorías.
– Deja de obsesionarte. Te preocupas tanto por tu peso que has perdido de vista lo atractiva que eres todavía.
Lilly obvió el discurso bien intencionado que ya había oído tantas veces y alargó la mano bajo la mesa, de donde sacó una bolsa de regalo. La cascada de cinta francesa que había colgado a un lado le hizo cosquillas en la muñeca mientras lo entregaba.
Los ojos de Mallory se iluminaron de placer.
– Si es tu cumpleaños, Lilly. ¿Por qué me haces un regalo?
– Coincidencia. Lo he terminado esta mañana y no podía esperar más.
Mallory rasgó las cintas. Lilly sorbió su licor mientras miraba, intentando disimular lo mucho que le importaba la opinión de Mallory.
Su amiga sacó la almohada acolchada.
– Oh, cariño…
– El diseño tal vez te parezca demasiado extraño -se apresuró a decir Lilly-. Sólo es un experimento.
Lilly había empezado a hacer colchas durante la enfermedad de Craig, pero los patrones tradicionales pronto habían dejado de satisfacerla, así que empezó a experimentar con diseños propios. La almohada que había hecho para Mallory tenía docenas de matices y patrones azules que se arremolinaban en un complicado diseño, mientras una estela de delicadas estrellas doradas asomaban por lugares inesperados.
– No le veo nada de extraño -dijo Mallory sonriendo-. Creo que es la cosa más bonita que has hecho hasta ahora, y lo guardaré siempre como un tesoro.
– ¿De verdad?
– Te has convertido en una artista, Lilly.
– No digas tonterías. Es sólo una forma de hacer algo con las manos.
– Siempre dices lo mismo -dijo Mallory sonriendo con malicia-. ¿Es una casualidad que hayas utilizado los colores de tu equipo de fútbol preferido?
Lilly ni siquiera se había dado cuenta. Tal vez era una casualidad.
– Nunca he comprendido por qué te volviste tan aficionada a los deportes -dijo Mallory-. Y ni siquiera de un equipo de la Costa Oeste.
– Me gustan los uniformes.
Lilly se encogió de hombros y cambió de tema de conversación. Sus pensamientos, sin embargo, siguieron dándole vueltas a lo mismo.
«Kevin, ¿qué has hecho?»
La cocina mexicana vanguardista del chef Rick Bayless había convertido el asador Frontera en uno de los lugares de moda para comer en Chicago, y, antes de desprenderse de su dinero, Molly iba a comer allí con frecuencia. Ahora sólo comía en aquel restaurante de la calle North Clark, y cuando era otra persona la que pagaba la cuenta. En este caso se trataba de Helen Kennedy Schott, su editora de Birdcage Press.
– … estamos todos muy comprometidos con los libros de Daphne, pero tenemos ciertas preocupaciones.
Molly imaginó de qué se trataba. Había entregado Daphne se cae de bruces a mediados de enero, y a esas alturas Helen ya debería tener al menos una idea sobre de qué iría su siguiente libro. Pero Daphne encuentra a una bebé conejo había acabado en la basura, y Molly sufría un caso devastador de bloqueo de escritor.
Durante los dos meses siguientes a su aborto espontáneo no había sido capaz de escribir una sola palabra, ni siquiera para Chik. En vez de eso, se mantenía ocupada con charlas sobre libros en las escuelas y con un programa de tutoría local para preescolares, obligándose a concentrarse en las necesidades de los niños vivos para no pensar en el bebé que había perdido. A diferencia de los adultos que conocía Molly, a los niños no les importaba que estuviera a punto de convertirse en ex esposa del quarterback más famoso de la ciudad.
Apenas la semana anterior, la columna de cotilleos favorita de la ciudad había vuelto a centrar la atención de los medios de comunicación en ella:
La heredera Molly Somerville, la esposa separada del quarterback Kevin Tucker de los Stars, ha intentado pasar desapercibida en la ciudad del viento. ¿Es por aburrimiento, o por el corazón partido tras su fracasado matrimonio con el señor Fútbol? Nadie la ha visto en ninguno de los locales nocturnos de la ciudad, en los que Tucker sigue apareciendo acompañado por sus bellezas extranjeras.
Al menos, la columna no decía nada de que uno de sus pasatiempos era «escribir libros infantiles». Eso le había dolido, aunque últimamente ni siquiera había sido capaz de pasar el tiempo. Cada mañana se decía a sí misma que aquél sería el día en que tendría alguna idea para un nuevo libro de Daphne o al menos un artículo para Chik, y cada mañana se encontraba mirando un papel en blanco. Mientras, su situación financiera se iba deteriorando. Necesitaba desesperadamente la segunda parte del anticipo que tenía que cobrar por Daphne se cae de bruces, pero Helen todavía no lo había aprobado.
La colorida decoración del restaurante le pareció, de repente demasiado chillona, y el animado parloteo demasiado estridente para sus nervios. No le había hablado a nadie sobre su bloqueo, y mucho menos a la mujer que tenía enfrente en la mesa. Por eso habló con cautela.
– Quiero que el próximo libro sea muy especial. Estoy barajando varias ideas, pero…
– No, no -la interrumpió Helen, alzando la mano-. Tómate tu tiempo. Lo entendemos. Últimamente te han pasado muchas cosas.
Si su editora no estaba preocupada por no recibir un manuscrito, ¿por qué la había invitado a comer? Molly recolocó una de las diminutas barcas de masa de trigo en su plato. Siempre le habían encantado, pero tenía problemas para comer desde la pérdida del bebé.
Helen tocó el borde de su vaso de margarita.
– Tengo que hacerte saber que hemos recibido una serie de peticiones de NHAH acerca de los libros de Daphne.
Helen interpretó mal la cara de asombro de Molly y le aclaró:
– Niños Heterosexuales por una América Heterosexual. Son una organización antigay.
– Ya sé qué es NHAH, pero ¿por qué se han interesado por los libros de Daphne?
– No creo que les hubieran echado un vistazo si la prensa no hubiera hablado tanto de ti. Los reportajes de las noticias debieron de llamarles la atención, así que me telefonearon hace varias semanas para comentarme ciertas inquietudes.
– ¿Y cómo pueden tener inquietudes? ¡Daphne no tiene vida sexual!
– Sí, ya… Pero eso no impidió que Jerry Falwell descalificara a Tinky Winky de los Teletubbies por ser violeta y llevar un bolso.
– A Daphne se le permite llevar bolso. Es una chica. La sonrisa de Helen pareció forzada.
– No creo que el bolso sea el problema. Están… preocupados acerca de posibles trasfondos homosexuales.
Fue una suerte que Molly no estuviera comiendo, porque se habría atragantado.
– ¿En mis libros?
– Eso me temo, aunque todavía no ha habido ninguna acusación. Como te decía, creo que tu boda les llamó la atención y vieron una oportunidad de darse publicidad. Me pidieron si podían mirarse el libro Daphne se cae de bruces, y como no preveía ningún problema, les envié una copia de la maqueta. Por desgracia, fue una equivocación.
A Molly le empezó a doler la cabeza.
– ¿Qué posibles inquietudes pueden tener?
– Pues… Mencionaron que utilizas muchos arcos iris en todos tus libros. Y como es el símbolo del orgullo gay…
– ¿Ahora es delito dibujar un arco iris?
– Hoy en día parece que sí -dijo Helen secamente-. Y hay algunas cosas más. Todas son ridículas, por supuesto. Por ejemplo, has dibujado a Daphne besando a Melissa en al menos tres libros diferentes, incluido Se cae de bruces.
– ¡Son amigas íntimas!
– Sí, ya… -Al igual que Molly, Helen había abandonado cualquier pretensión de comer, y tenía los brazos cruzados sobre el borde de la mesa-. Además, Daphne y Melissa van cogidas de la mano y brincando por la senda del caracol de mar. Hay un diálogo.
– Una canción. Van cantando una canción.
– Es verdad. Y la letra dice: «¡Es primavera, es primavera! ¡Somos mariquitas, somos mariquitas!»
Molly empezó a reírse por primera vez en dos meses, pero la sonrisa forzada de su editora la detuvo.
– Helen, no me estarás diciendo que piensan realmente que Daphne y Melissa se lo montan, ¿verdad?
– No son sólo Daphne y Melissa. Benny…
– ¡No sigas por ahí! Ni siquiera la persona más paranoica podría acusar a Benny de ser gay. Es tan macho que…
– Han señalado que en Daphne planta un huerto de calabazas se lleva prestado un lápiz de labios.
– ¡Si lo utiliza para pintarse de monstruo y asustar a Daphne! Eso es tan ridículo que ni siquiera merece una respuesta.
– Y estamos de acuerdo. Pero, por otra parte, no sería sincera si no te confesara que estamos un poco nerviosos con todo esto. Creemos que NHAH quiere utilizarte para darse bombo, y quieren hacerlo a costa de cargarse Daphne se cae de bruces.
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