– ¿Y qué? Cuando algunos grupos marginales acusaron a J. K. Rowling de satanismo en los libros de Harry Potter, su editor no les hizo ningún caso.
– Perdona, Molly, pero Daphne no es tan conocida como Harry Potter.
Ni Molly tenía la influencia y el dinero de J. K. Rowling.
Las posibilidades de que Helen autorizara el resto de su anticipo parecían cada vez más remotas.
– Escucha, Molly, ya sé que es ridículo, y Birdcage apoya los libros de Daphne al cien por cien, de eso no hay ninguna duda. Pero somos una editorial pequeña, y he creído que era justo decirte que estamos recibiendo una presión bastante grande acerca de Daphne se cae de bruces.
– Seguro que eso se acabará en cuanto la prensa se canse de la historia de… de mi matrimonio.
– Eso puede tardar un poco. Ha habido muchas especulaciones… -dijo Helen, arrastrando las palabras, como sonsacándole sutilmente los detalles.
Molly sabía que era el aire de misterio que rodeaba su matrimonio lo que mantenía el interés de la prensa, pero se negaba a hacer ningún comentario sobre el tema, igual que Kevin. Sus llamadas formales de cortesía para saber de ella habían parado por insistencia de Molly. Desde el momento en que había sabido de su embarazo hasta la pérdida del bebé, su comportamiento había sido intachable, y Molly se sentía avergonzada por el resentimiento que sentía cada vez que pensaba en él, así que dejó de pensar en él.
– Creemos que es aconsejable ir con cuidado. -Su editora sacó un sobre de la carpeta que tenía a su lado y se lo entregó. Por desgracia, era demasiado grande para contener un cheque-. Por suerte, Daphne se cae de bruces todavía no ha pasado la fase final de producción, y eso nos da la oportunidad de hacer algunos de los cambios que sugieren. Sólo para evitar malentendidos.
– Yo no quiero hacer ningún cambio.
Molly sintió que se le tensaban dolorosamente los músculos de los hombros.
– Lo comprendo, pero creemos…
– Me dijiste que te encantaba el libro.
– Y lo apoyamos totalmente. Los cambios que te sugiero son de poca monta. Tú míralos y piénsatelo. Podemos volver a hablar la semana próxima. Molly se sentía furiosa al salir del restaurante. En cuanto llegó a casa, sin embargo, la furia se había desvanecido, y aquella desoladora sensación de vacío de la que no podía librarse volvió a apoderarse de ella. Dejó a un lado el sobre con las recomendaciones de Helen y se fue a la cama.
Lilly llevó el chal que le había regalado Mallory al museo J. Paul Getty. Se quedó en pie en uno de los balcones curvos que hacían del museo un edificio tan asombroso y observó el panorama por encima de las colinas de Los Ángeles. Era un día soleado de mayo, y si volvía un poco la cabeza, podía ver Brentwood. Podía distinguir incluso el tejado de su casa. Le había encantado la casa cuando Craig y ella la habían descubierto, pero ahora parecía que las paredes se le cayeran encima. Como tantas otras cosas de su vida, era más de Craig que de ella.
Volvió a entrar en el museo, pero no le prestó demasiada atención a las obras antiguas que había colgadas en las paredes. Lo que le gustaba era el Getty en sí mismo. El grupo de edificios ultramodernos con sus maravillosos balcones e imprevisibles ángulos formaban una obra de arte que le gustaba más que los preciosos objetos de su interior. Desde la muerte de Craig, había tomado una docena de veces el resplandeciente tranvía blanco que llevaba a los visitantes al museo, situado en la cima de la colina. La forma en que la envolvían los edificios la hacía sentir como si se hubiera convertido en parte del arte: congelada en el tiempo en el momento de la perfección.
La revista People había aparecido aquel día en los quioscos con un reportaje de dos páginas sobre Kevin y su misteriosa boda. Lilly había huido al museo para escapar al casi irreprimible deseo de coger el teléfono y llamar a Charlotte Long, su única fuente de información sobre Kevin. Era mayo, y la boda y la separación habían tenido lugar hacía tres meses, pero Lilly seguía sabiendo exactamente lo mismo que entonces. Si pudiera estar segura de que Charlotte Long no iba a contarle nada a Kevin, la llamaría sin dudarlo.
Mientras bajaba por la escalinata hacia el patio, intentó pensar alguna manera de mantenerse ocupada durante el resto del día. Nadie iba a llamar a su puerta suplicándole que protagonizara su nueva película. No quería iniciar otro proyecto de colcha porque le dejaría demasiado tiempo para pensar, y de eso ya había tenido demasiado últimamente. La brisa soltó un mechón de sus cabellos y se lo estampó en la mejilla. Tal vez debería dejar de preocuparse por las consecuencias y ceder al deseo de llamar a Charlotte Long. Pero ¿cuánto dolor estaba dispuesta a soportar en caso de no ver ninguna posibilidad de un final feliz?
Si al menos pudiera verle…
Capítulo siete
.
– ¿Me tomo una sobredosis de pastillas? -se preguntó Daphne-. ¿O salto desde lo alto de un árbol enorme? ¿Dónde está esa práctica fuga de monóxido de carbono cuando una chica la necesita?
El ataque de nervios de Daphne
(Notas para un manuscrito que jamás va a publicarse)
– Estoy bien -le decía Molly a su hermana cada vez que hablaban.
– ¿Por qué no vienes a casa este fin de semana? Te prometo que no verás ningún ejemplar de People en ningún lado. Los lirios están preciosos, y sé cómo te gusta el mes de mayo.
– Este fin de semana no me va bien. Tal vez el siguiente.
– Eso fue lo que dijiste la última vez que hablamos -le recordó Phoebe.
– Pronto, te lo prometo. Pero es que ahora tengo tantas cosas de que ocuparme.
Eso era cierto. Molly había pintado los armarios, había pegado fotos en álbumes, había borrado archivos y había cepillado a su soñoliento perro. Había hecho de todo excepto trabajar en las revisiones que finalmente se había visto obligada a aceptar porque necesitaba el resto del dinero del anticipo.
Helen quería cambios en algún diálogo en Daphne se cae de bruces, y también tres nuevos dibujos. Dos de ellos mostrarían a Daphne y Melissa algo más separadas, y en el tercero, Benny y sus amigos comerían bocadillos de queso en lugar de perritos calientes. Habían revisado a Daphne con las mentes adultas más lascivas. Helen también le había pedido a Molly que introdujera cambios en el texto de dos libros de Daphne más antiguos que se editarían de nuevo. Pero Molly no había hecho nada de eso, no por principios, aunque deseó que hubiera sido ésta la razón, sino porque no era capaz de concentrarse.
Su amiga Janine, que todavía estaba dolida por la condena que NHAH había hecho de su propio libro, se había enfadado con Molly por no haber mandado a freír espárragos a Birdcage, pero Janine tenía un marido que pagaba la hipoteca cada mes.
– Los niños te echan de menos -dijo Phoebe.
– Les llamaré esta noche, te lo prometo.
Lo hizo, y logró salir bien parada con las gemelas y con Andrew. Pero Hannah le partió el corazón.
– Es por mi culpa, ¿verdad, tía Molly? -susurró-. Por eso no quieres venir más aquí. Es porque la última vez que estuviste aquí yo te dije que estaba triste porque tu bebé había muerto.
– Oh, cariño…
– No sabía que se suponía que no tenía que hablar del bebé. Te prometo que nunca, nunca más volveré a decir nada.
– No hiciste nada malo, cielo. Vendré este fin de semana. Y lo pasaremos en grande.
Pero con ese viaje sólo consiguió sentirse peor. Detestaba ser la responsable de la preocupación que nublaba los ojos de Phoebe, y no podía soportar el tono suave y considerado con que le hablaba Dan, como si temiera que ella fuera a romperse. Estar con los niños era incluso más doloroso. Mientras rodeaban su cintura con sus brazos y le pedían que les acompañara a ver sus últimos proyectos, ella apenas podía respirar.
La familia la estaba desgarrando con su amor. Se marchó en cuanto pudo.
Mayo se convirtió en junio. Molly se sentó una docena de veces a trabajar en los dibujos, pero su pluma, normalmente ágil, se negaba a moverse. Intentó pensar en algo para su artículo para Chik, pero su mente estaba tan vacía como su cuenta bancaria. Podía seguir pagando su hipoteca hasta julio, pero no más.
Los días de junio iban pasando, y a Molly empezaron a escapársele pequeñas cosas. Uno de sus vecinos le dejó junto a la puerta un saco con todas las cartas que había extraído de su atiborrado buzón. La ropa sucia se amontonaba, y el polvo se estaba adueñando por primera vez de su piso. Pilló un resfriado y no se lo acababa de quitar de encima.
Un viernes por la mañana, le dolía tanto la cabeza que llamó a sus clases voluntarias para decir que estaba enferma y se quedó en la cama. Aparte de arrastrarse al exterior el tiempo justo para que Roo hiciera sus necesidades y obligarse ocasionalmente a comer una tostada, se pasó todo el fin de semana durmiendo.
Cuando llegó el lunes, el dolor de cabeza había desaparecido, pero las secuelas del resfriado la habían dejado sin energía, así que volvió a llamar para decir que estaba enferma. Su caja del pan estaba vacía, y se habían acabado los cereales. Encontró algo de fruta en conserva en el armario.
El martes por la mañana, mientras dormitaba en la cama, su sueño se vio interrumpido por el interfono del vestíbulo. Roo se incorporó, atento. Molly se enterró aún más bajo las sábanas, pero justo cuando volvía a dormirse, alguien empezó a golpear la puerta del piso. Se puso una almohada sobre la cabeza, pero no consiguió aislar sus oídos de esa voz profunda, conocida, y claramente audible a pesar de los gañidos de Roo.
– ¡Abre! ¡Sé que estás ahí!
Ese horrible Kevin Tucker.
Molly estornudó y se tapó los oídos con los dedos, pero Roo seguía ladrando y Kevin seguía golpeando. Miserable perro. Desconsiderado y temible futbolista. Toda la gente del edificio iba a quejarse. Echando pestes, se arrastró fuera de la cama.
– ¿Qué quieres? -preguntó con la voz cascada por la falta de uso.
– Quiero que abras la puerta.
– ¿Por qué?
– Porque tengo que hablar contigo.
– Yo no quiero hablar.
Molly cogió un pañuelo y se sonó la nariz.
– Mala suerte. A menos que quieras que toda la gente del bloque se entere de tus asuntos privados, te sugiero que abras.
De mala gana, corrió el pestillo. Al abrir la puerta, deseó haber ido armada.
Kevin estaba en pie en el umbral, deslumbrante y perfecto con su cuerpo sano, sus relucientes cabellos rubios y sus brillantes ojos verdes. Molly sintió aporreada su cabeza. Quería esconderse bajo unas gafas oscuras.
Kevin entró sin hacer caso del caniche gruñón y cerró la puerta.
– Tienes un aspecto horrible -le dijo. Molly arrastró los pies hacia el salón.
– Roo, cállate.
El perro resopló ofendido mientras ella se dejaba caer en el sofá.
– ¿Te ha visto algún médico?
– No necesito a ningún médico. El resfriado ya casi está curado.
– ¿Y qué me dices de un psiquiatra?
Kevin anduvo hasta las ventanas y empezó a abrirlas.
– Ya basta -espetó ella.
Ya tenía bastante con tener que soportar su arrogancia y el destello amenazador de su buen aspecto. No estaba dispuesta además a tolerar el aire fresco.
– ¿Por qué no te vas?
Kevin miró a su alrededor y observó los platos sucios que se amontonaban en el fregadero de la cocina, el albornoz colgando del respaldo del sofá, y las mesas llenas de polvo. Era un huésped no invitado, así que a ella no le importó.
– Ayer te saltaste la cita con el abogado -dijo Kevin.
– ¿Qué cita?
Molly se pasó la mano por sus cabellos andrajosos e hizo una mueca de dolor al encontrar una maraña. Media hora antes había ido al baño para cepillarse los dientes, pero no recordaba la última vez que se había duchado. Y su raído camisón gris olía a caniche.
– ¿La anulación? -Kevin echó un vistazo al montón de correo sin abrir que sobresalía de la bolsa de compra de Crate & Barrel, junto a la puerta, y dijo sarcásticamente-: Supongo que no has recibido la carta.
– Supongo que no. Será mejor que te vayas. Podría ser contagioso.
– Me arriesgaré. -Kevin avanzó hasta las ventanas y miró hacia el aparcamiento-. Bonita vista.
Molly cerró los ojos para echarse un sueñecito.
Kevin no creía haber visto jamás a nadie más patético. Aquella mujer de cara pálida, pelo enmarañado, olor rancio, ojos tristes y que se sorbía los mocos era su esposa. Se hacía difícil de creer que fuera la hija de una corista. Debería haber permitido que su abogado se encargara de todo, pero no dejaba de ver la pura desesperación de los ojos de Molly mientras le suplicaba que le sujetara las piernas y las mantuviera juntas, como si el bebé pudiera mantenerse en su interior con la simple fuerza bruta.
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