«Sé que me odias, pero…»

Él ya no podía seguir odiándola; no después de ver su infructuosa lucha por mantener a ese bebé. Pero odiaba en cambio cómo se sentía, como si tuviera algún tipo de responsabilidad con ella. La pretemporada empezaba al cabo de menos de dos meses. Necesitaba concentrar toda su energía en prepararse para la siguiente temporada. La miró con resentimiento.

«Tienes que servir de ejemplo, Kevin. Haz lo correcto.»

Se apartó de las ventanas e hizo a un lado a aquel perro inútil y mimado. ¿Por qué alguien con sus millones vivía en un lugar tan pequeño? Por comodidad, tal vez. Probablemente tenia al menos tres casas más, todas ellas en climas cálidos.

Kevin se dejó caer en el extremo opuesto del sofá desmontable donde estaba ella tumbada y la examinó críticamente. Debía de haber perdido unos cinco kilos desde el aborto. Tenía el pelo más largo, casi hasta la mandíbula, y había perdido ese lustre sedoso que tenía el día de su boda. No se había molestado en maquillarse, y esas profundas ojeras bajo aquellos ojos exóticos le daban el aspecto de alguien al que han estado golpeando como a un saco de arena.

– He tenido una interesante conversación con uno de tus vecinos -confesó Kevin.

Molly se frotó los ojos con la muñeca.

– Te prometo que llamaré a tu abogado mañana a primera hora si te largas.

– El hombre me ha reconocido enseguida.

– Cómo no.

Kevin observó que no estaba demasiado cansada para el sarcasmo. Su resentimiento renació.

– Ha estado encantado de cotillear sobre ti. Parece ser que dejaste de vaciar el buzón hace varias semanas.

– Nadie me envía nada interesante.

– Y la única vez que has salido del apartamento desde el jueves por la noche fue para pasear a tu «pit-bull».

– Deja de llamarle así. Me estoy recuperando de un resfriado, eso es todo.

Su nariz roja era evidente, pero de algún modo Kevin no creía que su único problema fuera un resfriado. Se levantó.

– Venga, Molly. Encerrarse de esta forma no es normal. Ella le miró por encima de la muñeca.

– Míralo, el experto en comportamiento normal. Me dijeron que estabas nadando con tiburones cuando Dan te encontró en Australia.

– Tal vez sea depresión.

– Gracias, doctor Tucker. Ahora puedes irte.

– Perdiste a un hijo, Molly.

Kevin había expuesto una realidad, pero era como si le hubiera disparado. Molly se levantó de un brinco del sofá y al ver el aire feroz que adquirió su expresión, Kevin supo lo que quería saber.

– ¡Vete de aquí antes de que llame a la policía! -gritó ella.

Lo único que tenía que hacer Kevin era salir por la puerta. Dios sabía que a esas alturas, con la publicidad que había armado el artículo de People, había acumulado ya bastantes agravios. Y el simple hecho de estar con ella le revolvía las tripas. Si al menos pudiera olvidar la expresión de sus ojos cuando luchaba por salvar al bebé.

– Vístete, vendrás conmigo. -Y justo cuando esas palabras se escapaban de sus labios, Kevin intentó silenciarlas.

Molly parecía asustada por su propia rabia, y Kevin la vio esforzarse por liberarse y volver a ver la luz. Molly logró por fin responder con un gruñido lastimero:

– Has estado fumando demasiada hierba últimamente, ¿no?

Kevin, furioso consigo mismo, subió los cinco escalones que llevaban al dormitorio. El caniche le siguió para asegurarse de que no robaba las joyas. Kevin miró a Molly desde encima de los armarios de la cocina. Dios, no soportaba tener que adoptar esa actitud.

– Puedes elegir entre vestirte o acompañarme tal como vas, con lo que probablemente conseguirás que el Departamento de Salud te ponga en cuarentena -le advirtió Kevin.

Ella siguió tumbada en el sofá.

– Estás desperdiciando tu saliva -repuso ella.

Sería sólo por unos días, se dijo Kevin. Ya le ponía de suficiente mal humor verse obligado a conducir hasta el campamento de Wind Lake. ¿Por qué no acabar de estropearlo del todo llevándosela a ella consigo?


Nunca había tenido la intención de volver allí, pero no podía evitarlo. Durante semanas se había dicho que podía venderse la propiedad sin volver a verla. Pero cuando no pudo responder a ninguna de las preguntas que le había planteado su gestor, supo que tenía que tomar una decisión heroica y ver exactamente lo descuidado que estaba todo aquello.

Al menos se libraría de dos obligaciones nada gratas al mismo tiempo. Liquidaría el campamento y obligaría a Molly a volver a mover el culo. Si eso funcionaba o no ya era cosa de ella, pero al menos él tendría la conciencia tranquila.

Extrajo una maleta del fondo de su armario y abrió los cajones de un tirón. A diferencia de la cocina, aquí todo estaba perfectamente ordenado. Puso pantalones cortos y tops en la maleta, luego añadió algo de ropa interior. Encontró algunos vaqueros junto a las sandalias y un par de zapatillas deportivas. Le llamaron la atención un par de vestidos de playa. Los puso encima de todo. Mejor llevarse demasiado que soportar su mal humor porque no tenía todo lo que quería.

La maleta estaba llena, así que cogió lo que parecía una vieja mochila escolar y miró a su alrededor en busca del baño. Lo descubrió abajo, cerca de la puerta de entrada, y empezó a llenar la mochila con diversos cosméticos y artículos de tocador. Sucumbiendo a lo inevitable, se dirigió a la cocina y cargó comida para perro.

– Supongo que piensas dejarlo todo donde estaba-dijo Molly, en pie junto a la nevera observándolo con sus cansados ojos de niña rica, con el «pit-bull» en brazos.

Nada le habría gustado más que volverlo a poner todo en su sitio, pero Molly tenía un aspecto demasiado patético.

– ¿Quieres ducharte antes, o conducimos con las ventanas abiertas?

– ¿Estás sordo? No soy ningún novato al que puedas ir dándole órdenes.

Kevin apoyó una mano en el borde del fregadero y le dirigió la misma mirada glacial que utilizaba con los novatos.

– Tienes dos opciones. O me acompañas, o te llevo a casa de tu hermana. Algo me dice que no le gustará lo que verá. Al ver su expresión supo que acababa de dar en el clavo.

– Déjame en paz, por favor -musitó ella.

– Les echaré un vistazo a tus libros mientras te duchas.

Capítulo ocho

Una chica lista nunca acepta montar en el coche de un extraño, aunque esté buenísimo.

«La dura vida del autoestopista»

Artículo para la revista Chik


Molly se arrastró con Roo al asiento trasero del veloz todoterreno que Kevin conducía en lugar de su Ferrari. Apoyó la cabeza en la almohada que había traído consigo e intentó dormirse, pero era imposible. Mientras aceleraban por el este del desastre urbanístico de Gary y tomaban luego la I-94 hacia Michigan City, Molly no dejaba de lamentarse por no haber abierto el correo. Lo único que habría tenido que hacer era presentarse en la oficina del abogado. Entonces no habría sido abducida por un quarterback malhumorado.

Su negativa a hablarle empezaba a parecer infantil. Además, su dolor de cabeza había mejorado, y quería saber hacia dónde se dirigían. Acarició a Roo.

– ¿Tienes algún destino en la cabeza, o se trata de un secuestro improvisado?

Kevin hizo oídos sordos.

Estuvieron durante otra hora en silencio, hasta que pararon a repostar cerca de Benton Harbor. Mientras Kevin llenaba el depósito, un fan le vio y le pidió un autógrafo.

Molly le puso la correa a Roo y lo llevó a la hierba; luego entró al baño. Mientras se lavaba las manos, se vislumbró a sí misma en el espejo. Kevin tenía razón: su aspecto era horrible. Se había lavado el pelo, pero se había limitado a pasarse los dedos a modo de peine. Su piel estaba cenicienta y tenía los ojos hundidos.

Empezó a buscar un lápiz de labios en su bolso, pero no tardó en decidir que representaba demasiado esfuerzo. Pensó en telefonear a alguna de sus amigas para que viniera a buscarla, pero la amenaza implícita de Kevin de hablar con Phoebe y Dan sobre su estado físico la hizo dudar. No podía soportar causarles más preocupaciones de las que ya tenían. Mejor seguir con Kevin, de momento.

Él no estaba en el coche cuando ella volvió. Consideró volverse a colocar en el asiento de atrás, pero pensó que Kevin probablemente no hablaría con ella a menos que la tuviera ante sus narices, así que dejó a Roo atrás y se sentó delante. Kevin salió de la estación de servicio con una bolsa y una taza de café de plástico. Una vez dentro del coche, colocó el café en el posavasos, sacó una botella de zumo de naranja de la bolsa y se la dio a Molly.

– Habría preferido café -dijo ella.

– Lástima.

Le gustó el tacto de la botella fría en las manos, y se dio cuenta de que tenía sed, pero cuando intentó abrirla descubrió que estaba demasiado débil. Los ojos se le llenaron inesperadamente de lágrimas.

Kevin tomó la botella sin comentarios, desenroscó el tapón y se la devolvió.

Mientras se alejaban de la gasolinera, Molly ahogó la tensión de su garganta.

– Al menos los chicos musculosos servís para algo.

– No dejes de avisarme si necesitas aplastar alguna lata de cerveza.

Molly se maravilló al oírse reír. El zumo de naranja bajó deslizándose en un hilo frío y dulce por su garganta.

Kevin salió a la interestatal. A su izquierda se extendían dunas de arena. Molly no podía ver el agua, pero sabía que habría barcos en el lago, probablemente buques de mercancías de camino a Chicago o Ludington.

– ¿Te importaría decirme adónde vamos?

– Al noroeste de Michigan. A un agujero llamado Wind Lake.

– Adiós a mis fantasías de un crucero por el Caribe.

– Es el campamento del que te hablé.

– ¿El lugar donde me dijiste que pasabas los veranos cuando eras niño?

– Sí. Mi tía lo heredó de mi padre, pero murió hace pocos meses y he tenido la mala fortuna de acabar quedándomelo. Quiero venderlo, pero antes debo comprobar en qué estado se encuentra.

– No puedo ir a un campamento. Tendrás que dar media vuelta y llevarme a casa.

– No estaremos allí mucho tiempo, créeme. Dos días como máximo.

– No importa. Yo ya no voy de campamentos. Tuve que ir todos los veranos cuando era niña, y me prometí a mí misma que no regresaría jamás.

– ¿Qué tenían de tan malo tus campamentos?

– Todas aquellas actividades organizadas. Deportes. -Molly se sonó la nariz-. No había tiempo para leer, ni para estar sola con tus pensamientos.

– No eres demasiado deportista, ¿eh?

Un verano había salido a hurtadillas de su cabaña en mitad de la noche y había sacado todas las pelotas del cobertizo de material: pelotas de voleibol, de fútbol europeo, de tenis, de béisbol. Le había costado media docena de viajes llevarlas todas al lago y tirarlas al agua. Los consejeros nunca habían descubierto al culpable. Ciertamente, nadie había sospechado de la tranquila e intelectual Molly Somerville, que había sido nombrada la Más Colaboradora a pesar de pintarse el flequillo de verde.

– Soy mejor deportista que Phoebe -dijo.

Kevin se estremeció.

– Los chicos todavía comentan la última vez que tu hermana jugó al béisbol en un picnic de los Stars.

Molly no había estado allí, pero se lo podía imaginar.

Kevin pasó al carril izquierdo y dijo, con sorna:

– No creo que pasar unas pocas semanas cada verano en algún campamento para niños ricos pueda hacerle a nadie demasiado daño.

– Supongo que tienes razón.

Excepto que Molly no pasó allí sólo unas pocas semanas. Había ido todo el verano, todos los veranos, desde que tenía seis años.

Cuando tenía once, hubo una epidemia de sarampión y enviaron de vuelta a casa a todos los chicos del campamento. Su padre se había puesto furioso. No encontró a nadie que se pudiera hacer cargo de ella, así que se había visto obligado a llevársela con él a Las Vegas, donde la había instalado en una suite independiente de la suya junto con una canguro, una de las chicas encargadas de dar cambio, aunque Molly había insistido una y otra vez en que ya era mayor y no necesitaba una canguro. Durante el día, la chica miraba culebrones, y por la noche se iba al otro lado del pasillo para acostarse con Bert.

Fueron las dos mejores semanas de la infancia de Molly. Leyó las obras completas de Mary Stewart, pedía pastel de queso con cerezas al servicio de habitaciones cada vez que le apetecía y entabló amistad con las camareras hispanas. Algunas veces le decía a su canguro que bajaba a la piscina, aunque, en vez de eso, se paseaba por los alrededores del casino hasta que encontraba a una familia con muchos hijos. Se quedaba lo más cerca posible de ellos y fingía formar parte de la familia.