Normalmente, cada vez que recordaba sus intentos infantiles de crearse una familia se ponía a reír, pero ahora sintió el hormigueo de las lágrimas y tuvo que tragar saliva.

– ¿Sabías que hay un límite de velocidad? -le preguntó a Kevin con ironía.

– ¿Te pongo nerviosa?

– Eres tú quien deberías estarlo. Yo ya estoy acostumbrada: han sido muchos años yendo en el coche de Dan.

Además, tampoco le importaba demasiado. Se sorprendió al darse cuenta de que no tenía ningún interés por el futuro. Ni siquiera podía reunir la energía para preocuparse por su economía, ni tampoco por la insistencia de las llamadas de la editora de Chik.

Kevin levantó un poco el pie del acelerador.

– Sólo para que lo sepas, el campamento está en medio de la nada, las casitas son tan viejas que probablemente ya deben de estar en ruinas, y el lugar es más aburrido que la música de ascensor porque nunca va nadie más joven de setenta años -dijo inclinando la cabeza hacia la bolsa de comida que había comprado en la estación de servicio-. Si ya has acabado con el zumo de naranja, hay algunas galletas y queso para untar ahí dentro.

– De rechupete, pero creo que pasaré.

– Diría que has pasado de muchas comidas últimamente.

– Gracias por darte cuenta. Supongo que si pierdo otros veinticinco kilos, estaré tan delgada como alguna de tus chéres amies.

– Casi que te concentres en esa crisis nerviosa que sufres. Al menos así estarás calladita.

Molly sonrió. Si algo podía decir a favor de Kevin era que no la trataba con guantes de seda como Phoebe y Dan. Era agradable ser tratada como una adulta.

– Paso, aunque puede que me eche una siesta.

– Pues hazlo.

Pero no durmió: cerró los ojos e intentó obligarse a pensar en su próximo libro, aunque su mente se negaba a adentrarse ni un solo paso en los confortables caminos apartados del Bosque del Ruiseñor.

Tras salir de la interestatal, Kevin paró junto a la carretera en una tienda con estanco incorporado y volvió cargado con una bolsa de papel marrón que dejó en el regazo de Molly.

– Desayuno de Michigan. ¿Te ves capaz de hacer algunos bocadillos?

– Tal vez si me concentro…

Dentro de la bolsa, Molly encontró una cantidad generosa de pescado blanco ahumado, un buen pedazo de queso cheddar fuerte y una hogaza de pan de centeno integral, junto a un cuchillo de plástico y algunas servilletas de papel. Reunió la energía suficiente para preparar un par de rebanadas para él y, para ella, otra más pequeña, que, tras unos pocos mordiscos, acabó devorando Roo.

Se dirigieron al este hacia el centro del estado. Molly, aunque aún con los ojos medio cerrados, distinguió huertos florecientes y bonitas granjas con sus silos. Luego, cuando las últimas luces de la tarde empezaron a apagarse, se dirigieron al norte hacia la I-75, que se extendía hasta Sault Ste. Marie.

No hablaron demasiado. Kevin escuchaba los CD que había traído consigo. Le gustaba el jazz de todo tipo, descubrió Molly, desde el bebop de los cuarenta hasta las fusiones. Por desgracia, también le gustaba el rap, y después de quince minutos intentando hacer oídos sordos a la visión machista de Tupac sobre las mujeres, Molly pulsó el botón de eyección, agarró el disco y lo tiró por la ventanilla del coche.

Descubrió que a Kevin se le enrojecían las orejas cuando gritaba.

Ya anochecía cuando llegaron a la zona norte del estado. Justo después del bonito pueblo de Grayling, cambiaron la autopista por una carretera de dos carriles que parecía no llevar a ninguna parte. Al poco rato estaban atravesando densos bosques.

– El noreste de Michigan quedó prácticamente deforestado por la industria maderera durante el siglo XIX -explicó Kevin-. Lo que ves ahora son segundas y terceras plantaciones. Hay partes bastante salvajes. Los pueblos de la zona son pequeños y están aislados.

– ¿Falta mucho?

– Sólo poco más de una hora, pero el lugar está en ruinas, así que no quiero llegar allí cuando haya anochecido. Se supone que hay un motel no muy lejos de aquí, pero no te esperes el Ritz.

Como no podía imaginar que Kevin le temiera a la oscuridad, sospechó que le había contestado con evasivas, y decidió acurrucarse aún más en su asiento. Las luces de algún coche ocasional iluminaban sus rasgos masculinos, proyectando peligrosas sombras tras esos pómulos de modelo de ropa interior. Molly sintió un escalofrío, por lo que cerró los ojos e imaginó que estaba sola.

No volvió a abrirlos hasta que Kevin paró el coche frente a un motel de carretera de aluminio blanco y falso ladrillo de ocho habitaciones. Cuando Kevin salió del coche para registrarse, Molly pensó en ir tras él para asegurarse de que tenía claro que ella quería una habitación independiente, pero la detuvo el sentido común.

Efectivamente, Kevin salió de la oficina con dos llaves. Su habitación, según observó, estaba en el extremo opuesto de la de Kevin.


Se despertó a primera hora de la mañana: estaban aporreando su puerta y Roo no dejaba de ladrar.

– Slytherins -gruñó-. Esto se está convirtiendo en una mala costumbre.

– Nos vamos dentro de media hora -gritó Kevin desde fuera-. Despabila.

– Vale, vale -murmuró contra la almohada.

Se arrastró hacia la destartalada ducha e incluso logró pasarse un peine por el pelo. Aplicarse el lápiz de labios, sin embargo, ya era demasiado para ella. Se sentía como si tuviera una resaca colosal.

Cuando finalmente salió de la habitación, Kevin se paseaba nervioso junto al coche. La luz ácida de la mañana lo iluminaba y evidenciaba una mueca de malhumor y una expresión poco amistosa. Mientras Roo aprovechaba los arbustos, Kevin tomó la maleta de Molly y la dejó en la parte posterior del coche.

Esa mañana había decorado sus músculos con una camiseta verde mar de los Stars y un pantalón corto de color gris claro. Era ropa corriente, pero la llevaba con la confianza de quienes han nacido guapos.

Molly rebuscó en su bolso las gafas de sol y le miró con resentimiento.

– ¿Nunca la desconectas?

– ¿Desconectar el qué?

– Tu fealdad habitual -murmuró ella.

– Tal vez debería dejarte en alguna granja para chistosos en vez de llevarte a Wind Lake.

– Como quieras. ¿Es demasiado pedir, un café? -dijo poniéndose las gafas, aunque no ayudaron mucho a apagar el brillo cegador de su irritante hermosura.

– Está en el coche, pero has tardado tanto en arreglarte que probablemente ya esté frío.

Casi quemaba, y mientras volvían a la carretera, Molly se lo tomó con un sorbo largo y lento.

– Lo mejor que he podido encontrar para desayunar ha sido fruta y donuts. Están en esa bolsa -dijo con una voz tan malhumorada como su aspecto. Molly no tenía hambre, y se concentró en el paisaje.

Podrían haber estado en lo más remoto de Yukon en vez de en el estado donde se producían los Chevrolet, los Sugar Pops y la música soul. Desde un puente que cruzaba el río Au Sable, Molly vio acantilados rocosos en una orilla y densos bosques interminables en la otra. Un águila pescadora planeaba sobre las aguas. Todo parecía agreste y remoto.

De vez en cuando dejaban atrás alguna granja, pero aquélla era sin duda una región boscosa. Los arces y los robles competían con los pinos, los abedules y los cedros. Aquí y allá, pajitas doradas de luz solar penetraban en la bóveda que formaban los árboles. Reinaba una calma maravillosa y Molly intentó sentirse serena, pero había perdido la práctica.

Kevin blasfemó y dio un volantazo para evitar a una ardilla. Era evidente que el hecho de acercarse a su destino no había mejorado su humor. Molly vio un letrero metálico que indicaba la desviación hacia Wind Lake, pero él pasó de largo.

– Es el pueblo -gruñó-. El campamento está al otro lado del lago.

Condujeron durante unos kilómetros más hasta que tuvieron a la vista un letrero decorativo verde y blanco con un adorno de estilo Chippendale y un borde dorado.


CASAS DE CAMPO WIND LAKE

Casa de huéspedes a media pensión

Fundado en 1894


Kevin frunció el ceño.

– Este letrero parece nuevo. Y nadie me había dicho nada de una casa de huéspedes a media pensión. Mi tía debió de utilizar la casa vieja para alojar a huéspedes.

– ¿Y eso es malo?

– Es un lugar húmedo y oscuro como el infierno. No me puedo creer que alguien pueda querer pasar unos días allí.

Kevin tomó una pista de gravilla que serpenteaba entre los árboles y, tras recorrer poco más de medio kilómetro, tuvieron a la vista el campamento.

Kevin paró el coche y Molly se quedó sin aliento. Esperaba encontrar cabañas rústicas prácticamente en ruinas, pero ese lugar era un pueblecito de cuento.

En el centro había un sombreado espacio rectangular, rodeado por pequeñas casitas pintadas en colores que parecían salidos de una caja de bombones: menta con mandarina y caramelo, moca con un toque de limón y arándano, melocotón con mora y azúcar moreno. De los diminutos alerones colgaban encajes de madera, y unas cercas de fantasía rodeaban los estrechos porches de entrada. A un extremo del espacio comunitario rectangular había una encantadora glorieta con vistas.

Una inspección más detenida demostraba que las flores de los parterres del espacio comunitario habían crecido demasiado, y que el camino circular que lo rodeaba necesitaba gravilla fresca. Todo tenía un cierto aire de dejadez, pero una dejadez reciente. La mayor parte de las casitas estaban cerradas a cal y canto, aunque había algunas abiertas. De una de ellas salió una pareja mayor, y cerca de la glorieta Molly divisó a un hombre que andaba apoyado en un bastón.

– ¡Esta gente no debería estar aquí! Mandé anular todas las reservas para el verano.

– No les debió llegar el aviso -dijo Molly, que al mirar a su alrededor tuvo una extraña sensación de familiaridad. Como no había estado nunca en un lugar como aquél, no se lo podía explicar.

Al otro lado del camino que salía del centro del espacio comunitario había una pequeña zona de picnic con una playa en forma de media luna justo detrás y, más allá, una franja de agua azul grisácea que se extendía ante el telón de fondo de una orilla arbolada. Varias canoas y algunos botes de remos estaban volcados cerca de un embarcadero deteriorado.

No le sorprendió que la playa estuviera desierta. Aunque era una mañana soleada de principios de junio, ése era un lago de los bosques del norte, y el agua todavía estaría demasiado helada incluso para los nadadores más curtidos.

– ¡Fíjate en la total ausencia de nadie por debajo de los setenta años! -exclamó Kevin mientras pisaba el acelerador.

– Es pronto. Hay muchos colegios que todavía no han cerrado.

– Tendrá el mismo aspecto a finales de julio. Bienvenida a mi infancia.

Kevin giró y se alejó del espacio comunitario por un camino más estrecho que corría paralelo al lago. Molly vio más casitas, todas ellas construidas con el mismo estilo gótico Carpenter, y una hermosa casa de dos pisos de estilo reina Ana presidía el conjunto.

Aquél no podía ser el lugar oscuro y lúgubre que había descrito Kevin. La casa estaba pintada en un tono chocolate claro, y el entramado del porche, así como los adornos de las ventanas y las cercas, en tonos salmón, maíz y musgo. Un torreón redondo se levantaba a la izquierda de la casa, y el amplio porche la reseguía por ambos lados. Junto a la doble puerta principal, cuyos cristales esmerilados tenían grabado un dibujo de parras y flores, había un par de macetas de barro con petunias en flor. Varios helechos adornaban con sus hojas unos maceteros de mimbre marrón, y del respaldo de los anticuados balancines de madera que había en el porche colgaban cojines a cuadros que combinaban con los colores de la cerca. Molly tuvo nuevamente la sensación de sumergirse en el pasado.

– ¡No me lo puedo creer! -dijo Kevin saltando del coche-. Este lugar era una ruina la última vez que lo vi.

– Pues ahora no es ninguna ruina. Es bonito.

Molly se asustó con el portazo que dio Kevin al salir y también se bajó del coche. Roo corrió derecho a los arbustos. Kevin se quedó observando la casa, con los brazos en jarra.

– ¿Cuándo demonios convirtió mi tía esto en una casa de huéspedes?

Justo entonces se abrió la puerta principal y apareció una mujer con aspecto de rondar los sesenta y largos. Debía de haber sido rubia, pero ahora tenía el cabello más bien gris, y lo llevaba recogido con una horquilla, aunque algunos mechones se habían soltado aquí y allá. Era alta y huesuda, con la boca grande, los pómulos prominentes y unos refulgentes ojos azules. Un delantal azul espolvoreado de harina le protegía los anchos pantalones caquis y la blusa blanca de manga corta que llevaba.