– ¡Kevin! -La mujer bajó corriendo las escaleras y le dio un vigoroso abrazo-. ¡Qué majo eres! ¡Ya sabía que vendrías!

A Molly le pareció que Kevin le devolvía el abrazo por cumplir.

La mujer se la miró de arriba abajo y dijo:

– Me llamo Charlotte Long. Mi marido y yo veníamos aquí todos los veranos. Él murió hace ocho años, pero yo sigo alojándome en Los panes y los peces. A Kevin siempre se le perdían los balones entre mis rosales.

– La señora Long era una buena amiga de mis padres y de mi tía -dijo Kevin.

– Cielo santo, cuánto echo de menos a Judith. Nos conocimos cuando mi familia vino aquí por primera vez. -Sus afilados ojos azules se volvieron hacia Molly-. ¿Y ella quién es?

Molly alargó su mano.

– Molly Somerville.

– Pues vaya… -Frunció los labios y se volvió hacia Kevin-. No se puede leer una revista sin que hablen de ese matrimonio tuyo. ¿No es un poco pronto para andar por ahí con otra? Estoy segura de que el reverendo Tucker se disgustaría si viera que no te esfuerzas más por arreglar las cosas con tu esposa.

– Es que Molly es mi… -La palabra pareció quedarse atragantada en su garganta. Molly le entendía muy bien, pero no iba a ser ella quien lo dijera.

– Molly es mi… esposa -logró decir finalmente.

Molly se encontró nuevamente bajo el escrutinio de aquellos ojazos azules.

– Eso ya está mejor, pues. Pero ¿por qué te haces llamar Somerville? Tucker es un buen nombre, un orgullo. El reverendo Tucker, el padre de Kevin, era uno de los mejores hombres que he conocido.

– Estoy segura de ello. -A Molly no le gustaba disgustar a la gente-. Somerville es también mi nombre profesional. Escribo libros infantiles.

Su desaprobación se esfumó.

– Siempre he querido escribir un libro infantil. Debe de ser muy bonito, ¿no? ¿Sabes una cosa? Cuando la madre de Kevin aún vivía, siempre había temido que su hijo se casara con una de esas supermodelos que andan por ahí tomando drogas y manteniendo relaciones sexuales con todo el mundo.

Kevin se atragantó.

– Y tú, perrito, aléjate de las lobeliáceas de Judith.

Charlotte le dio una palmadita en el muslo y Roo abandonó las flores al trote. Charlotte se agachó y le acarició la barbilla.

– Será mejor que no lo perdáis de vista. Por aquí rondan los coyotes.

La expresión de Kevin se volvió calculadora.

– ¿Grandes? -preguntó Kevin.

Molly le miró con reproche.

– Roo nunca se aleja de casa.

– Lástima -dijo él.

– ¡Bueno, me voy! Hay una lista de huéspedes y fechas en el ordenador de Judith. Los Pearson deberían llegar en cualquier momento. Son ornitólogos.

Kevin palideció bajo el bronceado.

– ¿Huéspedes? ¿A qué se…?

– Le he pedido a Amy que airease para vosotros la antigua habitación de Judith, la que utilizaban tus padres. Los demás dormitorios están alquilados.

– ¿Amy? Pero ¿qué…?

– Amy y Troy Anderson, él es el chico para todo. Acaban de casarse, aunque ella sólo tiene diecinueve años y él veinte. No sé por qué se habrán dado tanta prisa. -Charlotte se echó las manos a la espalda para desabrocharse el delantal-. Se supone que Amy se encarga de la limpieza, pero están tan encandilados el uno con el otro que no hacen nada bien. Tendrás que vigilarles -añadió, mientras le daba el delantal a Molly-. Es una suerte que estés aquí, Molly. Nunca he sido demasiado buena cocinera, y los huéspedes se han quejado.

Molly se quedó mirando el delantal. Kevin salió disparado mientras la anciana empezaba a alejarse.

– ¡Un momento! El campamento está cerrado. Todas las reservas fueron anuladas.

Charlotte le miró con reproche.

– ¿Cómo pudiste ni siquiera pensar en hacer una cosa así, Kevin? Alguna de esta gente lleva ya más de cuarenta años viniendo aquí. Y Judith se gastó hasta el último centavo que tenía arreglando las casitas y convirtiendo esta casa en una casa de huéspedes a media pensión. ¿Tienes idea de lo que cuesta anunciarse en la revista Victoria? Y en el pueblo, ese chico de los Collins le cobró casi mil dólares por crear una página Web.

– ¿Una página Web?

– Si no estás familiarizado con Internet, te recomiendo que le dediques un ratito. Es una cosa maravillosa. Excepto por tanto porno.

– ¡Estoy familiarizado con Internet! -exclamó Kevin-. Y ahora, dígame por qué sigue viniendo gente si yo hice cerrar este lugar.

– ¿Por qué? Pues porque se lo dije yo. Judith lo habría querido así. Estuve intentando explicártelo. ¿Sabes que me costó casi toda una semana contactar con todo el mundo?

– ¿Les estuvo llamando?

– También utilicé el correo electrónico -dijo orgullosa-. No tardé mucho en cogerle el truco -añadió, dándole unas palmaditas en el brazo-. No te pongas nervioso, Kevin. Tu esposa y tú lo haréis de primera. Con servir un desayuno abundante y sabroso, la mayoría de la gente ya será feliz. Los menús y recetas están en la libreta azul de Judith, en la cocina. Ah, y haz que Troy le eche un vistazo al inodoro de Pastos verdes. Gotea.

La anciana se marchó camino abajo.

Kevin parecía enfermo.

– Dime que es una pesadilla -musitó.

Cuando la señora Long desapareció, Molly vio que un Honda Accord del último modelo entraba en el camino y se dirigía a la casa de huéspedes.

– Pues, a decir verdad, creo que estás muy despierto.

Kevin siguió la dirección de la mirada de Molly y blasfemó cuando el coche se detuvo ante la casa de huéspedes. Molly estaba demasiado cansada para seguir en pie, así que se dejó caer en el peldaño superior a disfrutar del espectáculo.

Roo dio un ladrido de bienvenida a la pareja que subía por la vereda.

– Somos los Pearson -dijo una mujer delgada, de cara redonda y aspecto de rondar los sesenta-. Yo me llamo Betty, y él es mi marido, John.

Kevin parecía haber recibido un tiro en la frente, así que Molly contestó por él.

– Molly Somerville. Y él es Kevin, el nuevo propietario.

– Ah, sí, ya he oído hablar de usted. Juega al béisbol, ¿verdad?

Kevin se dejó caer junto a la farola de gas.

– Al baloncesto -dijo Molly-. Pero es demasiado bajo para la NBA y se le están cerrando todas las puertas.

– A mi marido y a mí no nos interesan demasiado los deportes. Nos dolió mucho lo de Judith. Una mujer encantadora. Buena conocedora de la población local de aves. Venimos tras el rastro de la curruca de Kirtland.

John Pearson, que superaba a su esposa en más de noventa kilos, meneó su barbilla cabruna.

– Esperamos que no tengan pensado hacer demasiados cambios en la comida. Los opíparos desayunos de Judith eran famosos. Y su pastel de chocolate y cerezas… -Hizo una pausa; Molly casi esperaba que se besara la punta de los dedos-. ¿El té de la tarde se sigue sirviendo a las cinco?

Molly esperó a que Kevin respondiera, pero parecía haber perdido la facultad de hablar. Molly ladeó la cabeza hacia ellos.

– Tengo la sensación de que hoy el té se servirá más tarde.

Capítulo nueve

Daphne vivía en la casita más bonita del Bosque del Ruiseñor. Estaba sola en medio de una gran arboleda, lo que significaba que podía tocar la guitarra eléctrica siempre que quisiera porque nadie se quejaba.

Daphne se pierde


Kevin tenía el teléfono móvil pegado a una oreja y el teléfono de la casa de huéspedes pegado a la otra, y se paseaba nervioso por el vestíbulo ladrándole órdenes a su gestor y a otra persona que debía de ser su secretaria o su casera. Detrás de él, una imponente escalinata de nogal subía medio piso y luego seguía hacia arriba formando un ángulo recto. Las barandas estaban llenas de polvo, y la alfombra que recubría los escalones, aunque tenía un bonito estampado, necesitaba con urgencia un aspirador. Una urna llena de plumas de pavo decaídas coronaba una pilastra en el rellano.

Los pasos de Kevin la estaban poniendo nerviosa, así que Molly decidió explorar la casa mientras él hablaba. Con Roo trotando detrás de ella, avanzó lentamente hacia el salón de delante. El sofá capitoné y unas agradables sillas viejas estaban tapizados con bonitas telas de ranúnculos y rosas. Estampas botánicas y escenas pastorales colgaban en marcos dorados de las paredes de color crema, y unas cortinas de encaje flanqueaban las ventanas. Candelabros de latón, una vasija china y algunas cajas de cristal ornamentaban la repisa de la chimenea. Por desgracia, el latón estaba deslustrado, el cristal mate y la vasija llena de polvo. Una alfombra oriental punteada de pelusas contribuía a darle a la estancia el aire de dejadez general.

Lo mismo se podía decir de la sala de música, donde el tradicional papel pintado con dibujos de piñas servía de telón de fondo para las sillas de lectura, con dibujos de rosas, y un clavicordio. Sobre un escritorio esquinero había algunos utensilios de marfil, junto con una anticuada estilográfica y un bote de tinta. Un par de candelabros de plata deslustrada y una jarra de cerveza con forma de persona coronaban la escena.

Una mesa de estilo reina Ana y diez sillas de respaldo alto a juego embellecían el comedor, al otro lado del pasillo. La característica dominante de la sala era una ventana salediza cuadrada que proporcionaba una generosa panorámica del lago y los bosques. Molly sospechó que los altos floreros de cristal del aparador habrían contenido flores frescas cuando tía Judith todavía vivía, pero ahora la repisa de mármol estaba abarrotada de bandejas de servir el desayuno.

Atravesó una puerta de la parte posterior y entró en una trasnochada cocina campestre alicatada con azulejos azules y blancos, y equipada con unos armarios de madera sobre los cuales había una colección de cántaros de porcelana. En el centro, una robusta mesa rústica con una plancha de mármol servía como espacio de trabajo, pero ahora su superficie estaba repleta de cuencos sucios, cáscaras de huevo, mesuras y un tarro abierto con arándanos secos. El moderno horno, de tamaño de restaurante, necesitaba una limpieza, y la puerta del lavaplatos estaba mal cerrada.

Frente a las ventanas había una mesa redonda de roble para cenas informales. Cojines estampados cubrían el asiento de las sillas rústicas, y del techo, justo sobre la mesa, colgaba un candelabro de estaño con algún que otro golpe. Detrás de la casa, el patio bajaba en pendiente hacia el lago, flanqueado por el bosque.

Molly echó una mirada furtiva a una gran despensa bien abastecida que olía a especias para hornear; luego entró en una pequeña habitación contigua, donde, encima de una vieja mesa de taberna, un moderno ordenador indicaba que aquello era el despacho. Estaba cansada de andar, así que se sentó y lo conectó. Veinte minutos más tarde oyó a Kevin.

– ¡Molly! ¿Dónde demonios te habías metido?

Aquella rudeza slytherin no merecía una respuesta, así que hizo oídos sordos y abrió otro archivo.

Para ser un hombre tan grácil, aquella mañana sus pasos eran inhabitualmente pesados, y Molly le oyó llegar mucho antes de que él la localizara.

– ¿Por qué no me has respondido?

Molly recolocó el ratón mientras él se acercaba por detrás, y decidió que había llegado el momento de plantarle cara.

– No respondo a los rugidos.

– ¡Yo no rugía! ¡Yo estaba…!

Como calló de pronto, Molly alzó la mirada para ver qué le había distraído. Detrás de la ventana, una mujer muy joven con un reducido pantalón corto negro y un top ajustado pasó corriendo por el jardín, seguida por un hombre igualmente joven. Ella se volvió y corrió hacia atrás, riendo y burlándose de él. Él le gritó algo y la muchacha asió el dobladillo de su top y tiró de él hacia arriba, mostrándole por unos instantes sus pechos desnudos.

– Uf -dijo Kevin.

Molly sintió calor en la piel.

El joven la tomó por la cintura y la arrastró hacia el bosque para que no les pudieran ver desde el camino, aunque Kevin y Molly podían verles claramente desde donde estaban. El joven se apoyó contra el tronco de un viejo arce. Ella saltó de inmediato encima de él y se abrazó con las piernas a su cintura.

Molly sintió agitarse la lenta pulsación de la sangre inactiva mientras observaba a los jóvenes amantes devorarse el uno al otro. Él asió el trasero de la chica. Ella apretó sus senos contra el pecho del mozo y luego, apoyando los codos en sus hombros, le agarró la cabeza con fuerza, como si no le estuviera besando ya lo bastante a fondo.

Molly oyó que Kevin se movía detrás de ella, y su cuerpo experimentó un perezoso estremecimiento. Sentía su altura asomándose por detrás de ella, percibía su calidez a través de su fino top. ¿Cómo podía oler tan bien alguien que se ganaba la vida sudando?