El joven le dio la vuelta a su amante para que apoyara su espalda contra el árbol. Metió su mano bajo la camiseta y le magreó un pecho.
Molly sintió un hormigueo en sus pechos. Quería dejar de mirar, pero no lo lograba. Aparentemente, Kevin tampoco, porque no se movió y su voz pareció vagamente ronca.
– Diría que acabamos de echarles la vista encima a Amy y Troy Anderson.
La joven se dejó caer en el suelo. Era bajita, pero pasilarga; tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba recogido con una diadema violeta. El pelo de él era más oscuro y muy corto. Era un joven delgado y un poco más alto que la chica.
Las manos de ella se deslizaron entre sus cuerpos. Molly sólo tardó un momento en descubrir qué estaba haciendo.
Desabrocharle los vaqueros.
– Lo van a hacer justo delante de nosotros -dijo Kevin en voz baja.
Su comentario despertó a Molly de su trance. Se apartó de un salto del ordenador y le dio la espalda a la ventana.
– No delante de mí.
Kevin apartó la mirada de la ventana y la posó en Molly. De entrada no dijo nada. Se limitó a observarla. Ella sintió de nuevo esas palpitaciones perezosas en su corriente sanguíneo. Le recordaron que, aunque habían tenido relaciones íntimas, ella no le conocía.
– ¿Se está poniendo demasiado caliente para ti?
Molly estaba sin duda más caliente de lo que hubiera querido estar.
– No me va el voyeurismo.
– Eso sí que me sorprende. Teniendo en cuenta que te gusta atacar a los desprevenidos, habría jurado que estaba entre tus predilecciones.
El tiempo no había ayudado a aliviar la vergüenza que sentía Molly. Abrió la boca para pedir disculpas nuevamente, pero la expresión calculadora que descubrió en la mirada de Kevin la detuvo. Con asombro, se dio cuenta de que Kevin no tenía interés alguno en humillarla. Lo que pretendía era divertirse discutiendo.
Se merecía una de las mejores salidas de Molly, pero su cerebro había estado inactivo durante tanto tiempo que le costó encontrar una respuesta.
– Sólo cuando estoy borracha.
– ¿Estás diciendo que aquella noche estabas borracha?-dijo mirando hacia la ventana y luego de nuevo hacia ella.
– Totalmente piripi. Stolichnaya con hielo. ¿Por qué otro motivo crees que me comporté de aquella manera? Otra mirada por la ventana, ésta un poco más larga.
– No recuerdo que estuvieras borracha.
– Estabas dormido.
– Lo que recuerdo es que me dijiste que eras sonámbula.
Molly soltó un resoplido simulando estar ofendida.
– Bueno, no quería confesarte que tenía problemas con el alcohol.
– Te veo muy recuperada, ¿no? -Sus ojos verdes eran demasiado perspicaces.
– Sólo de pensar en el Stolichnaya me entran náuseas.
La mirada de Kevin rastrilló lenta y pausadamente el cuerpo de Molly.
– ¿Sabes lo que pienso?
– No me interesa -respondió Molly, tragando saliva.
– Creo que te resulté irresistible.
Molly buscó en su mente imaginativa alguna réplica mordaz, pero lo mejor que se le ocurrió fue un penoso…
– Si eso te hace feliz…
Kevin cambió de posición para tener mejor panorámica de la escena que estaban representando fuera.
– Eso tiene que doler -dijo, estremeciéndose.
Molly apenas podía resistir las ganas de mirar.
– Estás enfermo. No mires.
– Es interesante -dijo ladeando ligeramente la cabeza-. Bueno, no conocía yo esa manera de abordar el asunto.
– ¡Basta!
– Ni siquiera creo que sea legal.
Ella no pudo soportarlo más y se volvió rápidamente: los amantes se habían esfumado.
La risita de Kevin tuvo algo de diabólica.
– Si sales corriendo, tal vez aún puedas atraparles antes de que acaben.
– Te crees muy gracioso.
– Bastante divertido.
– Pues esto sí que te va a divertir. Me he sumergido en los archivos del ordenador de tu tía Judith, y parece que la casa de huéspedes está reservada hasta bien entrado septiembre. Y la mayoría de las casitas, también. Es increíble la cantidad de gente que está deseosa de pagar por venir aquí.
– Déjame ver eso -dijo dándole un ligero empujón para llegar al ordenador.
– Que te diviertas. Voy a buscar algún lugar donde hospedarme -dijo Molly.
Kevin ya estaba ocupado explorando la pantalla y no respondió, ni siquiera cuando ella alargó el brazo por delante de él para coger la hoja de papel que había utilizado para anotar los nombres de las casitas desocupadas.
En la pared, junto al escritorio, había un tablero de clavijas. Molly encontró las llaves apropiadas, se las metió en el bolsillo y se dirigió a la cocina. No había comido en todo el día, y por el camino tomó una rebanada del pan de arándanos de Charlotte Long que había sobrado. Al primer bocado comprendió que la señora Long tenía toda la razón del mundo al decir que no era muy buena cocinera, y tiró la rebanada a la basura.
Cuando llegó al vestíbulo, la curiosidad pudo más que el cansancio y subió las escaleras para ver el resto de la casa. Roo trotó a su lado mientras echaba un vistazo a las habitaciones de huéspedes. Cada una estaba decorada de un modo distinto. Había rincones para libros, bonitas vistas desde las ventanas, y los toques de decoración hogareña que la gente esperaba encontrar en una casa de huéspedes de categoría.
Descubrió un nido de pájaros lleno de canicas antiguas sobre una pila de sombrereras de época. Una colección de botellas de farmacéutico junto a una jaula de alambre para pájaros. Trabajos de bordado en marcos ovalados, antiguos letreros de madera, y maravillosos jarrones de gres, que debían de haber contenido flores, repartidos por la casa. También vio camas por hacer, cubos de basura demasiado llenos, y bañeras mugrientas con las toallas usadas a modo de cortinas. Quedaba claro que Amy Anderson prefería retozar entre los árboles con su recién estrenado marido que limpiar.
Al llegar al final del pasillo, abrió la puerta de la única habitación que no había sido alquilada. Lo supo porque estaba ordenada. A juzgar por las fotos de familia apoyadas sobre el tocador, había sido la habitación de Judith Tucker. Ocupaba la esquina de la casa, incluido el torreón. Se imaginó a Kevin durmiendo tras la cabecera tallada. Era tan alto que tendría que acostarse en la cama en diagonal.
Le vino una imagen de su aspecto la noche en que se había metido en la cama con él. La apartó de su mente y bajó las escaleras. Al salir al porche principal percibió el olor de los pinos, de las petunias y del lago. Roo metió el hocico en un macetero.
No había nada que deseara más que hundirse en una de las mecedoras y echarse una siesta, pero como no pensaba compartir con Kevin el dormitorio de la tía Judith, tenía que encontrar un lugar donde quedarse.
– Vamos, Roo. Iremos a visitar las casitas vacías.
Uno de los archivos del ordenador contenía un plano que marcaba la ubicación de cada casita. Cuando se acercó al espacio comunitario, observó pequeños letreros pintados a mano junto a la entrada principal: TROMPETA DE GABRIEL, LECHE Y MIEL, VERDES PASTOS, BUENA NUEVA.
Cuando pasaba junto a Escalera de Jacob un hombre huesudo y elegante salió del bosque. Por su aspecto, tendría unos cincuenta y muchos, notablemente más joven que los demás residentes a los que había visto. Molly le saludó con la cabeza y recibió una brusca sacudida, también con la cabeza, como respuesta.
Molly siguió en dirección contraria, hacia Árbol de la vida, una casa rosa con un seto de ciruelos y espliego. Estaba vacía, igual que Cordero de Dios. Ambas eran encantadoras, pero decidió que quería tener más intimidad que la que permitían las casas, situadas junto al espacio comunitario, así que se dirigió hacia las casas más aisladas que se erguían a lo largo del camino que corría paralelo al lago.
Tuvo una extraña sensación de déjá vu. ¿Por qué le parecía tan familiar aquel lugar? Cuando dejó atrás la casa de huéspedes, Roo hizo unas cabriolas, se paró a olisquear una mata de pamplinas y finalmente descubrió una atractiva mancha de hierba. Al llegar al final del camino, Molly vio, al abrigo de una arboleda, exactamente lo que quería: Lirios del campo.
La diminuta casita había sido pintada recientemente con el más suave de los tonos amarillo crema con el que contrastaban el azul pálido y el rosa tenue, como el del interior de una concha marina, de la cerca. Molly sintió un dolor en el pecho. La casita parecía una guardería.
Subió las escaleras y descubrió que la puerta de red metálica chirriaba, como tenía que ser. Buscó la llave correspondiente en su bolsillo y abrió la cerradura. Luego entró.
La casita estaba decorada con un estilo pobre aunque elegante, muy distinto del estilo en boga. Las paredes, pintadas de blanco, eran viejas y maravillosas. Bajo un guardapolvo encontró un sofá tapizado con un estampado descolorido. Un maltrecho tronco de árbol delante del sofá servia como mesita de café. Junto a una de las paredes había un baúl de pino desgastado y una lámpara de pie de latón. A pesar del olor a humedad, las paredes blancas y las cortinas de encaje hacían que todo pareciera aireado.
Saliendo a la izquierda, estaba la cocina: era minúscula y tenía un horno de gas anticuado y una pequeña mesa plegable con dos sillas rústicas parecidas a las que había visto en la cocina de la casa de huéspedes. El armario de madera pintada del fondo mostraba un genial batiburrillo de piezas de cerámica y de porcelana, y unas jarras pintadas a la esponja. Molly sintió una punzada al ver el juego de platos para niños con dibujos de Perico Conejo, y apartó la mirada.
En el baño, junto a un antiguo lavabo de pie, había una bañera con patas en forma de garras. Una alfombra andrajosa cubría el suelo de tablas de madera irregulares, justo delante de la bañera, y en la parte superior de las paredes, cerca del techo, había estarcida una serie de parras.
Dos dormitorios ocupaban la parte posterior, uno diminuto y el otro lo bastante grande como para alojar una cama de matrimonio y una cajonera pintada. La cama, cubierta con una colcha descolorida, tenía una cabecera curvada de hierro, pintada de amarillo claro y con una cestita de flores como motivo en el centro. Una pequeña lámpara con pantalla de tela descansaba sobre la mesita de noche.
En la parte posterior de la casita, protegido por el bosque, había un porche resguardado. Algunas sillas de sauce se apoyaban contra la pared, y de una esquina colgaba una hamaca. En un solo día, Molly había hecho más que en todas las semanas anteriores juntas, y le bastó ver la hamaca para darse cuenta de lo cansada que estaba.
Se acomodó en la hamaca. El techo de tablas estaba pintado con el mismo amarillo crema que el exterior de la casa, y las molduras aportaban un sutil toque rosado y azul. Qué lugar tan fantástico. Como una guardería.
Molly cerró los ojos. La hamaca la mecía como una cuna. Se quedó dormida casi al instante.
El «klingon» salió a recibir a Kevin a la puerta de la casita con un gruñido y enseñándole los dientes.
– No empieces, no estoy de humor.
Rodeó el perro y se encaminó hacia el dormitorio. Dejó la maleta de Molly, y luego se dirigió a la cocina. No estaba allí. Charlotte Long, sin embargo, la había visto cruzar la puerta de acceso a la cocina… Kevin la encontró en el porche, dormida en la hamaca, y se quedó observándola.
Se la veía pequeña e indefensa. Tenía una mano doblada bajo la barbilla, y un mechón de cabellos castaños oscuros le caía sobre la mejilla. Tenía las pestañas espesas, aunque no lo bastante como para ocultar esas oscuras ojeras; Kevin se sintió culpable por cómo se había portado con ella. De todos modos, algo le decía que ella no reaccionaría muy bien a unos mimos. Aunque tampoco pensaba mimarla. Todavía estaba demasiado resentido.
Pasó su mirada por el cuerpo de ella, y se quedó dudando. Llevaba un pantalón capri de color rojo chillón y una arrugada blusa amarilla sin mangas con uno de esos cuellos chinos. Cuando estaba despierta y su habitual personalidad de listilla en activo, se hacía difícil distinguir su ascendencia corista. Dormida, en cambio, era otra historia. Tenía unos tobillos elegantes, las piernas esbeltas, y las caderas formaban una curva suave y bonita. Bajo la blusa, sus pechos subían y bajaban, y a través del cuello en forma de V, Kevin entrevió algo de encaje negro. Su mano derecha hizo un amago de abrir los botones para ver más.
Kevin se enfadó por tener aquella reacción. En cuanto volviera a Chicago, sería conveniente que llamara a algún antiguo ligue: estaba claro que hacía demasiado tiempo que no practicaba el sexo.
El «klingon» debió de leer sus pensamientos, porque empezó a gruñirle y luego ladró.
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