– Seguro que saltas de pena.

– ¡No es verdad!

– ¿Acaso eres una gallina, entonces?

Cielo santo. Fue como si se disparara una alarma de incendios en su interior, y ni siquiera se quitó las sandalias. Simplemente se puso de puntillas sobre el borde de la roca y saltó al vacío, siguiendo a Kevin a la locura.

Durante toda la caída intentó chillar.

Cayó al agua con menos gracia que Kevin y salpicando mucho más. Cuando salió a la superficie, el agua resbalaba sobre la expresión de asombro de su cara.

– Joder-dijo Kevin en un suave suspiro más propio de un rezo que de una palabrota. Y a continuación gritó-: ¿Se puede saber qué diablos has hecho?

El agua estaba tan fría que a Molly se le había cortado la respiración. Hasta los huesos le temblaban.

– ¡Está helada! ¡Eres un mentiroso!

– ¡Si vuelves a hacer algo así…!

– ¡Tú me has provocado!

– Y si te provocara a tomar veneno, ¿también serías tan estúpida de hacerlo?

Molly no sabía si estaba más enfadada con él por haberla incitado a ser tan temeraria o consigo misma por haber mordido el anzuelo. Dio un manotazo en el agua, salpicando por doquier.

– ¡Mírame! ¡Yo me comporto como una persona normal cuando estoy con la demás gente!

– ¿Normal? -preguntó Kevin pestañeando para librarse del agua que le había salpicado los ojos-. ¿Por eso te encontré escondida en tu apartamento con aspecto de perrita apaleada?

– ¡Al menos allí estaba a salvo, no como aquí, donde acabaré pillando una pulmonía! -Los dientes de Molly castañeteaban, y su ropa, helada y empapada, tiraba de ella-. ¿O acaso hacerme saltar desde un acantilado es tu idea de terapia?

– ¡No creía que fueras a hacerlo!

– Estoy muy colgada, ¿recuerdas?

– Molly…

– ¡Molly la loca!

– Yo no he dicho…

– Eso es lo que piensas. ¡Molly la chiflada! ¡Molly la lunática! ¡Loca de atar! ¡Certificable! ¡Al más mínimo aborto, pierde la chaveta!

Molly se atragantó. No había querido decir eso, nunca había pretendido volver a sacar el tema. Pero la misma fuerza que la había hecho saltar del risco había hecho brotar las palabras.

Se hizo un silencio denso y pesado entre ambos. Cuando Kevin lo rompió finalmente, Molly percibió su compasión.

– Volvamos para que puedas calentarte -dijo, y empezó a nadar hacia la orilla.

Molly se había echado a llorar, así que se quedó donde estaba.

Kevin llegó a la orilla, pero en lugar de salir, volvió la cabeza y se quedó mirando a Molly. El agua le llegaba a la cintura, y, con un murmullo suave, le dijo:

– Tendrías que salir. Pronto anochecerá.

Molly tenía las manos entumecidas por el frío, pero no el corazón. La pena la dominaba. Quería hundirse bajo el agua y no volver a emerger jamás. Engulló aire y susurró unas palabras que jamás había querido decir.

– A ti no te importa, ¿verdad?

– Ahora no es momento de discutir -dijo Kevin con ternura-. Vamos, te castañetean los dientes.

Las palabras se deslizaron a través de la tirantez de su garganta.

– Sé que no te importa. E incluso lo entiendo.

– Molly, no te hagas esto.

– Tuvimos una niña -susurró ella-. Pedí que lo miraran y me lo dijeran.

El agua lamía la orilla. Las palabras calladas de Kevin flotaron sobre la superficie lisa.

– No lo sabía.

– La llamé Sarah.

– Estás cansada. No es el mejor momento.

Molly sacudió la cabeza. Miró hacia el cielo. Le contaba la verdad, no para condenarle, sino para hacerle notar porqué nunca comprendería cómo se sentía ella.

– Perderla no significó nada para ti.

– No he pensado en eso. El bebé no era para mí algo tan real como lo era para ti.

– ¡Ella! ¡No el bebé, ella!

– Perdona.

La injusticia de haberle atacado la dejó sin habla. No era justo condenarle por no compartir su sufrimiento. Era normal que el bebé no hubiera sido real para Kevin. Él no había invitado a Molly a su cama, no había querido un hijo, no había llevado a la criatura en su vientre.

– No, perdóname tú. No pretendía gritarte. Las emociones todavía me superan. -La mano le tembló mientras se apartaba un mechón de cabellos de delante de los ojos-. No volveré a sacar el tema. Te lo prometo.

– Salgamos del agua -dijo Kevin con tranquilidad.

Molly sintió las extremidades torpes por el frío y la ropa que le pesaba mientras nadaba hacia la orilla. Cuando llegó allí, él se había encaramado a una roca plana y baja.

Kevin se agachó para ayudarla a subir a su lado. Molly cayó de rodillas: se sentía como un despojo frío, chorreante y miserable. Kevin intentó alegrar los ánimos.

– Al menos yo me he quitado los zapatos antes de lanzarme. Tus sandalias deben de haberte caído al hundirte en el agua. Habría ido a por ellas, pero estaba demasiado perplejo.

La roca todavía conservaba parte del calor del día, y Molly lo percibió ligeramente a través de la tela empapada de su pantalón corto.

– No importa. Eran mis sandalias más viejas.

Su último par de sandalias Manolo Blahnik. Dado el estado actual de su economía, tendría que sustituirlas por chancletas de goma para ducha.

– Puedes comprarte otras mañana, en el pueblo -dijo Kevin levantándose-. Será mejor que volvamos antes de que te pongas enferma. ¿Por qué no empiezas a caminar? Te alcanzaré en cuanto haya recuperado mis zapatos.

Kevin volvió a subir el camino. Molly se abrazó para protegerse del frío del atardecer y puso un pie delante del otro, intentando no pensar. No había andado demasiado cuando Kevin la alcanzó, con la camiseta y el pantalón corto pegados al cuerpo. Anduvieron en silencio durante un rato.

– El caso es…

Kevin se calló y Molly le miró.

– ¿Qué?

– No importa -dijo con cara de preocupación.

El bosque a su alrededor crepitaba con los sonidos del anochecer.

– Está bien -dijo Kevin cogiendo los zapatos con la otra mano-. Cuando hubo pasado todo… pues yo… no quise pensar más en ella.

Molly lo comprendía, pero eso sólo la hacía sentirse aún más sola.

Kevin dudó. Molly no estaba acostumbrada a aquello. Parecía siempre tan seguro.

– ¿Cómo crees que…?-Kevin se aclaró la voz-. ¿Cómo crees que habría sido Sarah?

A Molly se le encogió el corazón. Una nueva oleada de dolor recorrió todo su cuerpo, pero esta vez era un dolor distinto. Más bien escocía, como el antiséptico sobre una herida.

Sus pulmones se expandieron, se encogieron, volvieron a expandirse. Se sorprendió al darse cuenta de que todavía respiraba, que sus piernas todavía se movían. Oyó a los grillos que empezaban con su serenata nocturna. Una ardilla saltó entre las ramas.

– Pues… -Molly temblaba, y no estuvo muy segura de si el sonido que brotó de su garganta fue una risa sofocada o un sollozo postrero-. Guapísima, si hubiera salido a ti. -A Molly le dolía el pecho, pero en vez de combatir el dolor, lo abrazó, lo absorbió, dejó que formase parte de ella-. Y exageradamente inteligente, si hubiera salido a mí.

– Y temeraria. Creo que esto de hoy lo demuestra. Así que guapísima, ¿eh? Gracias por el cumplido.

– Como si no lo supieras.

Molly sintió más ligero su corazón. Todavía le goteaba la nariz, y se la limpió con el revés de la mano.

– ¿Y cómo es que te consideras tan inteligente?

– Summa cum laude. En Northwestern. ¿Qué tal tú?

– Me gradué.

Molly sonrió, pero no quería dejar de hablar de Sarah.

– Yo jamás la habría enviado a un campamento de verano -confesó.

– Yo jamás la habría obligado a ir a la iglesia todos los días durante el verano -asintió Kevin.

– Eso es mucha iglesia.

– Nueve años son mucho campamento de verano.

– También podría haber salido torpe y mala estudiante.

– Sarah no.

Una pequeña cápsula de calidez envolvió el corazón de Molly.

Kevin aminoró el paso. Alzó la vista hacia los árboles y se metió una mano en el bolsillo.

– Supongo que simplemente todavía no le tocaba nacer-dijo en un suspiro.

Molly tomó aire y susurró:

– Supongo que no.

Capítulo once

– ¡Tenemos compañía! -cacareó Celia la Gallina-. ¡Prepararemos bollos, pasteles y tartas de crema!

Daphne lo ensucia todo

Daphne lo ensucia todo

Daphne lo ensucia todo


Molly puso la alarma del reloj despertador que le había dejado Kevin a las cinco y media, y hacia las siete el aroma a pastelitos de arándanos llenaba toda la planta baja de la casa de huéspedes. En el comedor, sobre la mesa lateral, había un montón de platos de porcelana de un amarillo claro con el dibujo de una hoja en el centro. Las servilletas, de color verde oscuro, los vasos de cristal prensado para el agua y una deliciosa mezcla de cubiertos de plata de ley completaban la escena. Una bandeja llena de bollos se cocía en el horno, y sobre el mármol de la mesa de trabajo había una fuente de cerámica marrón llena de finas rebanadas de pan bañadas en una mezcla de huevo batido, vainilla y canela.

Por primera vez en varios meses, Molly estaba famélica, pero no había tenido tiempo para comer. Preparar un desayuno para una casa repleta de huéspedes que lo han pagado era mucho más comprometido que preparar tortas con caras sonrientes para los niños Calebow. Mientras colocaba el libro de recetas de la tía Judith que había dejado junto al preparado francés de huevo para las tostadas donde no pudiera mancharse, intentó acumular resentimiento contra Kevin, que seguía profundamente dormido en el piso de arriba, pero no pudo. Al reconocer al bebé la tarde anterior, le había hecho un regalo.

Ya no sentía la carga de la pérdida como algo que tenía que soportar sola y, al despertar, no había encontrado la almohada empapada de lágrimas. Su depresión no iba a desaparecer por arte de magia, pero Molly estaba preparada para aceptar la posibilidad de volver a ser feliz.

Kevin entró lentamente justo después de que Molly le sirviera a John Pearson su segunda ración de tostada a la francesa. Tenía los ojos legañosos y el aspecto de alguien que sufre una resaca mortal.

– Tu «pit-bull» ha intentado acorralarme en el pasillo.

– No le caes bien.

– Eso me ha parecido.

Molly observó que le faltaba algo, pero tardó unos instantes en descubrir lo que era. Su hostilidad. La rabia que Kevin había estado albergando en su corazón parecía haber desaparecido finalmente.

– Siento haberme dormido-dijo-. Anoche te dije que me echases de la cama a patadas si no estaba aquí cuando tú llegases.

Ni en un millón de años. Nada la llevaría a entrar en el dormitorio de Kevin Tucker, y menos ahora que él ya no la miraba como si fuera su enemiga mortal. Molly señaló con la cabeza las botellas vacías de licor de la basura.

– Debió de ser toda una fiesta, anoche.

– Todos querían que les contara el proceso de selección para la liga, y una cosa llevó a la otra. Si algo se puede decir de su generación es que aguantan la bebida.

– No parece haber afectado el apetito del señor Pearson.

Kevin observó la tostada francesa, que iba adquiriendo un tono dorado sobre la plancha.

– Creía que no sabías cocinar.

– He telefoneado a Martha Stewart. Si alguien quiere beicon o salchichas, tendrás que encargarte tú.

– ¿Es por eso de Babe?

– Y estoy orgullosa. También te tocará servir las mesas -dijo dándole la cafetera y volviéndose hacia su tostada francesa.

Kevin se quedó mirando la cafetera.

– Diez años en la NFL, y al final mira dónde estoy.

A pesar de sus quejas, a Kevin le sorprendió lo rápidamente que pasó la hora siguiente. Sirvió cafés, llevó comida de aquí para allá, dio conversación a los huéspedes y robó algunas de las tortas de Molly para comérselas él mismo. Molly era una gran cocinera, y se le iluminaron los ojos cuando Kevin le dijo que había decidido que podía quedarse el puesto.

Ver aquel brillo en los ojos de Molly le hizo sentirse bien. La confrontación de la noche anterior parecía haber suavizado su depresión, y había recuperado parte de la vitalidad que había visto en ella en Door County. Él, por su parte, se había quedado mirando el techo del dormitorio hasta el amanecer. Ya no podría pensar en el bebé como una abstracción. La noche anterior le había dado un nombre. Sarah.

Kevin pestañeó y tomó la cafetera para servir otra ronda.

Charlotte Long se asomó para ver cómo le iba a Molly y acabó comiéndose dos pastelitos. Los bollos se habían quemado un poco por las puntas, pero la tostada francesa estaba deliciosa, y Molly no oyó ninguna queja. Justo cuando había acabado de comerse su propio desayuno apareció Amy.