– Estoy aquí de vacaciones. -Su voz gutural sonó asfixiada y muy insegura.

– Olvídate.

Lilly recuperó la compostura.

– Tengo una reserva. Me quedo.

Kevin dio media vuelta y se alejó de la casa.

Lilly se tapó la boca con los dedos y se le corrió la pintura de labios de color perla. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Molly sintió lástima. Pero Lilly no estaba dispuesta a tolerar ese trato, así que se volvió y espetó:

– ¡Me quedo!

Molly miró con incertidumbre hacia el espacio comunitario, pero Kevin había desaparecido.

– Como quiera. -Molly tenía que saber si habían sido amantes, pero no podía soltarlo así por las buenas-. Parece que Kevin y usted tienen algo en común.

Lilly se dejó caer en el balancín, y la gata saltó a su regazo.

– Soy su tía.

Al alivio de Molly le siguió casi inmediatamente un extraño sentido protector hacia Kevin.

– Su relación parece dejar algo que desear.

– Él me odia -dijo Lilly, que de repente parecía demasiado frágil para ser una estrella-. Él me odia y yo le quiero más que a nada en este mundo -añadió mientras cogía el vaso de té con hielo como distracción-. Su madre, Maida, era mi hermana mayor.

Al percibir la intensidad de su voz, Molly sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Kevin me había dicho que sus padres eran muy mayores.

– Sí. Maida se casó con John Tucker el mismo año que nací yo.

– Una gran diferencia de edad.

– Fue como una segunda madre para mí. Vivíamos en el mismo pueblo cuando yo era niña, prácticamente en la puerta de al lado.

Molly tuvo la sensación de que Lilly le estaba contando aquello no porque quisiera que Molly lo supiera, sino simplemente para no desmoronarse. Su curiosidad la llevó a sacar partido de la situación.

– Recuerdo haber leído que era usted muy joven cuando se marchó a Hollywood.

– Maida se trasladó cuando asignaron a John a una iglesia de Grand Rapids. Mi madre y yo no nos llevábamos bien, y las cosas fueron en franca decadencia, así que me escapé y terminé en Hollywood.

Lilly se quedó callada.

Molly tenía que saber más.

– Le fueron muy bien las cosas.

– Costó lo suyo. Yo era una locuela y cometí muchos errores -dijo inclinándose en el balancín-. Algunos irreparables.

– Mi hermana mayor también me crió, aunque no entró en mi vida hasta que yo cumplí los quince años.

– Tal vez me habría ido mejor así, no lo sé. Supongo que las hay que nacemos para armar la gorda.

Molly quería saber por qué Kevin era tan hostil, pero Lilly había apartado la mirada, y justo entonces Amy se asomó al porche. O era demasiado joven o estaba demasiado ensimismada para reconocer a su famosa huésped.

– La habitación está lista.

– La acompañaré arriba. Amy, ¿puedes ir a buscar la maleta de la señora Sherman a su coche?

Cuando Molly llevó a Lilly al desván, esperó que se quejara de un espacio tan humilde, pero Lilly no dijo nada. Desde la ventana, Molly le indicó hacia dónde se encontraba la playa.

– Hay un bonito paseo junto al lago -le explicó-, aunque tal vez ya lo conozca. ¿Había estado antes aquí?

– Nunca me invitaron-dijo Lilly, dejando el bolso sobre la cama.

El molesto hormigueo que sentía Molly en el cogote se intensificó. En cuanto apareció Amy con la maleta, Molly aprovechó para excusarse.

En vez de volver a su casita a echarse un rato, se dirigió a la sala de música. Toqueteó la vieja estilográfica del escritorio, luego el bote de tinta, y finalmente los efectos de escritorio de colores marfil y rosa con el nombre CASA DE HUÉSPEDES WIND LAKE grabado en la parte superior. Finalmente, dejó de fisgonear y se sentó a pensar.

Cuando el pequeño reloj de sobremesa de oro tocó la hora, ya se había decidido a salir en busca de Kevin.

Empezó su búsqueda por la playa, donde encontró a Troy reparando algunas tablas del embarcadero que estaban sueltas. Cuando le preguntó por Kevin, sacudió la cabeza y adoptó la misma expresión lastimera que acababa de utilizar Roo cuando Molly había salido de la casa sin él.

– Ya hace rato que no le veo por aquí. ¿Has visto a Amy?

– Está terminando los dormitorios.

– Queremos intentar acabarlo todo para podernos ir a casa pronto.

«Donde os arrancaréis la ropa el uno al otro y os revolcaréis en la caria.»

– Bien pensado.

Troy pareció tan agradecido como si le hubiese rascado debajo de la barbilla. Molly se dirigió al comedor, luego siguió el sonido de un martillo furioso en la parte posterior de una casita llamada Paraíso. Kevin estaba encima del tejado, agachado, intentando desfogar su frustración clavando ripias nuevas.

Molly introdujo los pulgares en los bolsillos traseros de su pantalón corto e intentó pensar en cómo abordar el asunto.

– ¿Todavía quieres bajar al pueblo?

– Tal vez más tarde -dijo dejando de martillar-. ¿Se ha marchado?

– No.

El martillo aporreó las tablas.

– No puede quedarse -espetó.

– Tenía una reserva. Y yo no soy nadie para echarla.

– ¡Maldita sea, Molly! -¡Toc!-. ¡Quiero que te…! -¡Toc!-. ¡… deshagas de ella! -¡Toc!

Molly se sintió molesta por tanto ¡toc!, pero los sentimientos afectuosos que habían surgido la tarde anterior todavía eran lo bastante intensos como para tratarle amablemente.

– ¿Puedes bajar un momento?

¡Toc!

– ¿Por qué?

– Porque me duele el cuello de tanto mirar arriba y quiero hablar contigo.

– ¡Pues no mires arriba! -¡Toc, toc!-. ¡O no hables!

Molly se sentó sobre un montón de tablas para dejarle claro que no se marcharía. Él intentó hacerse el sueco, pero finalmente soltó un taco y dejó a un lado el martillo.

Molly observó cómo bajaba la escalera. Piernas esbeltas y musculosas. Un culo magnífico. ¿Qué tenían los hombres y sus culos para ser tan tentadores? Kevin se quedó mirándola cuando llegó al suelo, pero su expresión era más de fastidio que de hostilidad.

– ¿Y bien?

– ¿Puedes hablarme de Lilly?

– No me gusta -respondió, entornando los ojos.

– Eso me ha parecido. -A Molly la corroía una sospecha que no podía quitarse de encima-. ¿Acaso se olvidó de enviarte un regalo por Navidad cuando eras niño?

– No quiero que se quede, y punto.

– Pues no parece que vaya a marcharse.

Kevin puso los brazos en jarras; sus codos sobresalían amenazadoramente.

– Es su problema.

– Y también el tuyo, si no quieres que se quede.

Kevin se dirigió de nuevo hacia la escalera.

– ¿Puedes encargarte hoy tú del té?

Molly volvió a sentir ese escalofrío en el cogote. Algo iba muy mal.

– Kevin, espera.

Él se volvió con expresión de impaciencia.

Molly se dijo a sí misma que aquello no era asunto suyo, pero no podía callárselo.

– Lilly me ha dicho que es tu tía.

– Sí, ¿y qué?

– Cuando te ha mirado, he tenido una extraña sensación.

– Desembucha, Molly. Tengo cosas que hacer.

– Estaba emocionada.

– Lo dudo mucho.

– Ella te quiere.

– Ni siquiera me conoce.

– Tengo un extraño presentimiento sobre por qué estás tan alterado. -Molly se mordió el labio y deseó no haber iniciado aquella conversación, pero un instinto poderoso le impidió echarse atrás-. No creo que Lilly sea tu tía, Kevin. Creo que es tu madre.

Capítulo doce

– ¡Pastel de azúcar! -Benny se chupó los dedos-. ¡Me encanta el pastel de azúcar!

Daphne dice hola

Daphne dice hola

Daphne dice hola


A juzgar por la cara que puso Kevin, se diría que Molly le acababa de dar un puñetazo.

– ¿Cómo lo has sabido? ¡Nadie lo sabe! -Me lo he imaginado.

– No te creo. Ella te lo ha dicho. ¡Maldita sea!

– Ella no me ha dicho nada. Pero sólo conozco a otra persona cuyos ojos tengan ese mismo tono de verde, y esa persona eres tú.

– ¿Lo has sabido sólo viéndonos los ojos?

– Ha habido un par de detalles más.

El anhelo que había visto en el rostro de Lilly cuando apareció Kevin era demasiado intenso para una tía. Y Lilly le había dado alguna pista.

– Me ha contado lo joven que era cuando se fue de casa y los problemas que había tenido. Yo sabía que tus padres eran mayores. Ha sido una intuición.

– Una intuición jodidamente acertada.

– Soy escritora. O al menos lo era. Solemos ser bastante intuitivos.

Kevin dejó caer el martillo.

– Me marcho de aquí.

Y ella se marcharía con él. No le había abandonado la tarde anterior y no le abandonaría ahora.

– Vayamos a saltar del acantilado -espetó Molly.

Kevin se quedó quieto, mirándola.

– ¿Quieres que vayamos a saltar del acantilado?

«¡No, no quiero ir a saltar del acantilado! ¿Me tomas por idiota?»

– ¿Por qué no?

Kevin se quedó mirándola un buen rato.

– De acuerdo, tú ganas.

Justo lo que se temía, aunque ya era tarde para echarse atrás. Si lo intentaba, Kevin la volvería a llamar «conejita». Así la llamaban los niños de los parvularios a los que iba a leer sus cuentos, aunque, viniendo de Kevin, no sonaba tan inocente.

Una hora y media más tarde, Molly estaba tumbada sobre una roca plana junto a la orilla intentando recuperar el aliento. Mientras el calor de las rocas se filtraba a través de su ropa empapada, pensó que saltar de cabeza no había sido la peor parte. Ella era una buena saltadora, e incluso se había divertido. La peor parte había sido arrastrar su cuerpo camino arriba para poder volver a saltar.

Molly oyó a Kevin acercándose por el camino, pero a diferencia de ella, no jadeaba. Molly cerró los ojos. Si los abría, vería lo que ya sabía: que antes del primer salto Kevin se había quitado la ropa hasta quedarse sólo con unos calzones azules de la marina. Era doloroso mirarle: todos aquellos largos músculos ondeados, planos y suaves. Había temido, o deseado, que perdiera los calzones al zambullirse, pero Kevin había logrado mantenerlos en su sitio.

Molly se dejó llevar por la imaginación. Era exactamente el mismo tipo de fantasías que le habían creado problemas tan terribles. Y tal vez era el momento de recordar que Kevin no había sido exactamente el amante más memorable. A decir verdad, había sido una filfa.

Eso no era justo. Kevin había actuado con una doble desventaja: estaba profundamente dormido y no se sentía atraído por ella.

Algunas cosas no habían cambiado. Aunque él parecía haber superado el resentimiento que había sentido hacia ella, no había enviado ninguna señal de que la encontrase sexualmente irresistible… Ni siquiera vagamente atractiva.

El hecho de poder pensar en el sexo la incomodó y al mismo tiempo la animó. Parecía que había brotado el primer azafrán en el oscuro invierno de su alma.

Kevin se dejó caer pesadamente a su lado y se tumbó de espaldas. Molly olió a calor, a lago y a hombre diabólico.

– Basta de saltos mortales, Molly. Lo digo en serio. Has pasado demasiado cerca de las rocas.

– Sólo he dado una vuelta y sabía exactamente dónde estaba el borde.

– Ya me has oído.

– Vaya, si hablas como Dan.

– No quiero ni pensar lo que diría si te viera hacer eso.

Se quedaron allí un rato, quietos, en un silencio que resultaba sorprendentemente agradable. Molly sentía todos sus músculos doloridos, pero relajados.


Daphne estaba tomando el sol sobre una roca cuando Benny subió corriendo por el camino. Estaba llorando.

– ¿Qué te pasa, Benny?

– Nada. ¡Vete!


Molly abrió los ojos de golpe. Hacía ya casi cuatro meses que Daphne y Benny no mantenían una conversación imaginaria en su cabeza. Probablemente una simple casualidad. Se volvió hacia Kevin. Aunque no quería estropear el buen rato que estaban pasando, él necesitaba ayuda para afrontar a Lilly, igual que ella la necesitaba para afrontar la pérdida de Sarah.

Kevin tenía los ojos cerrados. Molly observó que el tono de sus cejas era más oscuro que el de sus cabellos, que estaban empezando a secarse por la zona de las sienes. Molly apoyó la barbilla en una mano.

– ¿Has sabido siempre que Lilly era tu madre biológica?

– Mis padres me lo dijeron cuando tenía seis años -contestó sin abrir los ojos.

– Hicieron bien en no querer guardarlo como un secreto. -Molly esperó, pero Kevin no dijo nada más-. Debía de ser jovencísima. No aparenta más de cuarenta.

– Tiene cincuenta.

– Vaya.

– Es el estilo de Hollywood. Toneladas de cirugía plástica.

– ¿La pudiste ver mucho de pequeño?

– Por la tele.

– Pero ¿no en persona?

Un pájaro carpintero tamborileó cerca de allí y un halcón sobrevoló planeando el lago. Molly se fijó en cómo subía y bajaba el pecho de Kevin.