– Apareció una vez cuando yo tenía dieciséis años. Debía de ser una temporada floja en la Ciudad de Oropel. -Kevin abrió los ojos y se sentó. Molly creyó que se levantaría y se marcharía, pero Kevin se quedó mirando al lago-. Por lo que a mí respecta, sólo he tenido una madre: Maida Tucker. No sé a qué se cree que juega la reina del «bimbo» viniendo aquí, pero yo no voy a jugar con ella.

La palabra «bimbo» removió algunos de los viejos recuerdos de Molly. Solía ser lo que pensaba la gente de Phoebe. Molly recordó lo que le había dicho su hermana hacía ya años. «A veces pienso que "bimbo" es una palabra que se inventaron los hombres para poderse sentir superiores a las mujeres, que están mejor preparadas para la supervivencia que ellos.»

– Lo mejor sería que hablaras con ella -dijo Molly-. Así podrías averiguar qué quiere.

– Me da igual. -Kevin se levantó, cogió sus vaqueros e introdujo las piernas en ellos-. Vaya mierda de semana que está resultando ser.

Tal vez para él, pero no para Molly. Estaba resultando la mejor semana que había tenido desde hacía meses.

Kevin se pasó la mano por sus cabellos empapados y, más tranquilamente, preguntó:

– ¿Todavía quieres ir al pueblo?

– Por supuesto.

– Si vamos ahora, podemos estar de regreso a las cinco. ¿Te encargarás del té por mí?

– Vale, pero ya sabes que tendrás que hablar con ella tarde o temprano.

Molly observó las emociones contenidas que se reflejaban en su rostro.

– Hablaré con ella, pero yo elegiré el momento y el lugar.


Lilly estaba en pie junto al ventanal del desván y vio que Kevin se iba en coche con la heredera del fútbol. Se le hizo un nudo en la garganta al recordar su desprecio. Su pequeñín… El hijo al que había dado a luz cuando ella era apenas poco más que una niña. El hijo al que había entregado a su hermana para que lo criase.

Sabía que había tomado la decisión correcta, la decisión abnegada, y el éxito que había tenido Kevin en la vida así lo demostraba. ¿Qué oportunidades habría tenido como hijo de una chica de diecisiete años, con pocos estudios y hecha un lío, que soñaba con ser una estrella?

Lilly soltó la cortina y se sentó en el borde de la cama. Había conocido al chico el mismo día que había bajado del autobús en Los Ángeles. Era un adolescente acabado de salir de un rancho de Oklahoma que buscaba trabajo como doble en escenas peligrosas. Habían compartido habitación en un hotel cochambroso para ahorrarse dinero. Eran jóvenes y fogosos, y ocultaron el miedo que les inspiraba esa ciudad peligrosa tras el sexo torpe y la palabrería. Él había desaparecido antes de saber que la había dejado embarazada.

Lilly había tenido la suerte de encontrar trabajo sirviendo mesas. Una de las camareras mayores, una mujer llamada Becky, sintió lástima de ella y la dejó dormir en el sofá. Becky era madre soltera, y al final de su larga jornada laboral ya no le quedaba paciencia suficiente para satisfacer las exigencias de una niña de tres años. La visión de la pequeña escondiéndose de los tacos y las bofetadas ocasionales de su madre fue para Lilly una fría dosis de realidad. Dos semanas antes de que naciera Kevin, llamó a Maida y le habló del bebé. Su hermana y John Tucker cogieron el coche y se dirigieron de inmediato hacia Los Ángeles.

Estuvieron con ella antes y después del nacimiento de Kevin, e incluso le propusieron que volviera a Michigan con ellos. Pero ella no podía volver atrás, y al ver cómo se miraban el uno al otro, supo que ellos tampoco querían que lo hiciera.

En el hospital, Lilly tomaba en brazos a su bebé a la mínima ocasión e intentaba susurrarle palabras de amor eterno. Lilly vio cómo crecía el amor en la cara de su hermana cada vez que cogía al bebé, y notó que a John se le suavizaba el gesto con el anhelo. No había duda alguna de su absoluta capacidad para educar a su hijo, y Lilly sintió amor y odio por ello. Cuando les vio alejarse con su bebé en el coche Lilly vivió el peor momento de su vida. Dos semanas más tarde, conoció a Craig.

Lilly sabía que había hecho lo correcto al abandonar a Kevin, pero aun así el precio había sido demasiado alto. Durante treinta y dos años había vivido con un agujero en el corazón que ni su carrera ni su matrimonio pudieron llenar. Incluso aunque hubiera podido tener más hijos, el agujero habría seguido allí. Y ahora quería curarlo.

Cuando tenía diecisiete años, la única forma de luchar por su hijo había sido abandonarlo. Pero ya no tenía diecisiete, y había llegado el momento de descubrir, de una vez por todas, si jamás podría ocupar un lugar en la vida de Kevin. Aceptaría cualquier cosa que él le diera. Una postal de Navidad una vez al año. Una sonrisa. Algo que le dijera que él había dejado de odiarla. El hecho de que no la quería cerca de él había resultado brutalmente obvio cada vez que Lilly había intentado contactar con él desde la muerte de Maida, y aquel día se había vuelto aún más evidente. Aunque tal vez se trataba simplemente de que no se había esforzado lo suficiente.

Pensó en Molly y sintió un escalofrío. Lilly no respetaba a las mujeres que iban a la caza de los hombres famosos. Lo había visto centenares de veces en Hollywood. Chiquillas ricas y aburridas, sin una vida propia, que intentaban definirse a sí mismas echándole el lazo a algún famoso. Molly lo había atrapado con su embarazo y su posición como hermana de Phoebe Calebow.

Lilly se levantó de la cama. Durante los años de infancia de Kevin, ella no había podido protegerle cuando lo necesitaba, pero ahora tenía la oportunidad de repararlo.


Wind Lake era un típico pueblo turístico, con un centro pintoresco y unos alrededores algo descuidados. La calle principal corría paralela al lago y presentaba unos pocos restaurantes y tiendas de regalos, un centro de deportes acuáticos, una boutique de ropa de marca para los turistas, y la taberna Wind Lake.

Kevin aparcó y Molly bajó del coche. Antes de salir del campamento, se había duchado, se había aplicado suavizante en el pelo y un poco de sombra de ojos en los párpados, y se había pintado los labios con la barra M.A.C. Spice. Como sólo tenía zapatillas deportivas, el vestido de playa no era una opción, así que se puso un pantalón corto de color gris claro y un top negro muy corto. Luego se consoló al darse cuenta de que había perdido el peso suficiente como para que los pantalones le cayeran por debajo del ombligo.

Cuando Kevin dio la vuelta por delante del coche, le dio un vistazo rápido al cuerpo de Molly y enseguida lo estudió más de cerca. Molly sintió un incómodo hormigueo y se preguntó si a Kevin le gustaba lo que veía, o si estaba haciendo una comparación desfavorable con sus amiguitas de las Naciones Unidas.

¿Y qué, si la hacía? A Molly le gustaba su cuerpo y su cara. Tal vez no le resultaran memorables a Kevin, pero ella era feliz con lo que tenía. Además, no le importaba lo que pudiera pensar él.

Kevin hizo un gesto hacia la boutique.

– Ahí deben de tener sandalias, si quieres sustituir las que perdiste en el lago.

Las sandalias que vendían en las boutiques se escapaban bastante de su presupuesto.

– Mejor probaré en la tienda de artículos de playa.

– Lo que tienen es muy barato.

Molly se colocó las gafas de sol un poco más arriba de la nariz. A diferencia de las Revo de Kevin, las suyas habían costado nueve dólares en Marshall's.

– Tengo gustos sencillos. Kevin la miró con curiosidad.

– ¿No serás una de esas multimillonarias tacañas, verdad?

Molly pensó un momento y decidió dejar de seguir fingiendo sobre esa cuestión. Ya era hora de que Kevin supiera quién era, con locura incluida.

– En realidad, no soy multimillonaria.

– Todo el mundo sabe que recibiste una herencia.

– Sí, ya… -dijo mordiéndose el labio.

Kevin suspiró.

– ¿Por qué tengo la sensación de que voy a oír algo realmente absurdo?

– Supongo que eso depende de tu perspectiva.

– Sigue, todavía te escucho.

– Estoy arruinada, ¿vale?

– ¿Arruinada?

– No importa. No lo entenderías ni en un millón de años-dijo alejándose de él.

Cuando cruzó la calle en dirección a la tienda de artículos de playa, Kevin la siguió. A Molly le disgustó descubrir en sus ojos una mirada de desaprobación, aunque debería haberse esperado algo así del señor Yo-voy-por-el-camino-correcto, que podía muy bien ser el modelo para los hijos de predicadores ya adultos, aunque él mismo renegase de su condición.

– Despilfarraste todo el dinero a la primera oportunidad que tuviste, ¿verdad? Por eso vives en un piso tan pequeño.

Molly se volvió y, en mitad de la calle, le dijo:

– No, no lo despilfarré. Malgasté un poco el primer año, pero créeme, todavía me quedaba un montón.

Kevin la tomó del brazo y la apartó del tráfico hacia el bordillo.

– Entonces, ¿qué pasó?

– ¿No tienes nada mejor que hacer que importunarme?

– En realidad no. ¿Malas inversiones? ¿Lo pusiste todo en comida vegetariana para cocodrilos?

– Muy gracioso.

– ¿Saturaste el mercado de zapatillas con cabeza de conejito?

– ¿Qué te parece ésta? -dijo parada ante la tienda de artículos de playa-. Me jugué todo lo que tenía en el último partido de los Stars y algún cretino dio un pase a un compañero doblemente marcado.

– Eso ha sido un golpe bajo.

Molly respiró profundamente y se puso las gafas de sol sobre la cabeza.

– En realidad, lo di todo hace unos años. Y no me arrepiento.

Kevin pestañeó, luego se rió.

– ¿Lo diste?

– ¿Tienes problemas de oído?

– No, en serio. Dime la verdad. Ella le miró y entró en la tienda.

– No me lo puedo creer. Sí que lo hiciste -dijo Kevin siguiéndola hasta el interior de la tienda-. ¿Cuánto era?

– Mucho más de lo que llevas tú en la cartera.

– Vamos, a mí puedes decírmelo -dijo sonriendo. Molly se dirigió a una cesta de calzado, pero deseó no haberlo hecho: no había más que sandalias de plástico de colores chillones.

– ¿Más de tres millones?

Molly hizo oídos sordos y alargó las manos para coger las más sencillas, un horroroso par con brillantinas plateadas incrustadas en la empella.

– ¿Menos de tres?

– No te lo diré. Y ahora, vete y no me agobies.

– Si me lo dices, te llevaré a esa boutique y podrás cargar todo lo que quieras en mi tarjeta de crédito.

– Tú ganas.

Molly soltó las sandalias con brillantinas plateadas y se dirigió a la puerta. Kevin se adelantó para abrírsela.

– ¿No quieres que te retuerza un poco el brazo para poder mantener tu orgullo?

– ¿Acaso no has visto lo feas que eran esas sandalias? Además, sé cuánto ganaste la temporada pasada.

– Me alegro de haber firmado aquel acuerdo prematrimonial. Yo que pensaba que estábamos protegiendo tu fortuna y resulta que, en uno de esos irónicos giros que a veces tiene la vida, la que realmente protegíamos era la mía. -Su sonrisa se hizo más amplia-. ¿Quién iba a decirlo?

Kevin se lo estaba pasando bien, demasiado bien, y Molly quería estar a la altura.

– Me apostaría algo a que puedo vaciar tu tarjeta de crédito en menos de media hora.

– ¿Fueron más de tres millones?

– Te lo diré cuando terminemos de comprar -dijo sonriendo a una pareja de ancianos.

– Si mientes, lo devolveré todo.

– ¿No hay por ahí algún espejo donde puedas ir a admirarte?

– Nunca había conocido a ninguna mujer tan impresionada por mi belleza.

– Todas tus mujeres están impresionadas por tu belleza. Sólo que fingen que es por tu personalidad.

– Te juro que alguien tendría que darte una azotaina.

– No eres, diría, lo bastante hombre como para hacerlo.

– Y tú eres, diría, un poco cargante.

Molly sonrió y entró en la boutique. Quince minutos después salió con dos pares de sandalias. Cuando se puso de nuevo las gafas de sol se dio cuenta de que Kevin también llevaba una bolsa de compra.

– ¿Qué te has comprado?

– Necesitas un bañador.

– ¿Me has comprado uno?

– Espero haber adivinado la talla.

– ¿Qué tipo de bañador?

– Vaya, si alguien me regalara algo, yo estaría contento en lugar de mostrar tanto recelo.

– Si es un tanga, lo devuelvo.

– Vamos, ¿crees que te insultaría de esta manera? Kevin y Molly empezaron a andar calle abajo.

– Probablemente el tanga es el único tipo de bañador que sabes que existe. Seguro que es lo que llevan todas tus amigas.

– Si lo que pretendes es conseguir que me distraiga y me olvide, no te va a funcionar.

Pasaron junto a una tienda de dulces llamada Di azúcar. Junto a ella había un diminuto parque público, poco más que unas pocas matas de hortensias y un par de bancos.

– Ha llegado la hora de la verdad, Daphne-dijo Kevin señalando uno de los bancos y sentándose luego a su lado-. Háblame de tu dinero. ¿Tuviste que esperar a cumplir los veintiuno para ponerle las manos encima?