– Grosero y astuto. Una combinación fascinante.
– Te pagaré.
– No podría permitírselo.
– Eso lo dudo mucho.
Lilly sonrió y se dirigió al sendero.
– ¿Sabes quién soy? -gritó el artista.
Ella volvió la vista atrás. La mirada del hombre no podría haber sido más amenazadora.
– ¿Debería saberlo?
– ¡Soy Liam Jenner, maldita sea!
Lilly se quedó sin aliento. Liara Jenner. El Salinger de los pintores norteamericanos. Dios santo… ¿Qué estaba haciendo allí?
Liam Jenner vio que Lilly sabía perfectamente quién era, y se quedó mirándola con una expresión de orgullo en el rostro.
– Quedamos a las siete, pues.
– Ya… -¡Liam Jenner!-. Ya me lo pensaré.
¡Que tipo tan desagradable! Le había hecho un favor al mundo recluyéndose. Pero aun así…
Liam Jenner, uno de los pintores más famosos de América, quería que posara para él. Ojalá pudiera tener veinte años y ser guapa otra vez.
Capítulo trece
Daphne dejó el martillo y dio un saltito atrás para admirar el letrero que acababa de clavar en la puerta. NO SE ADMITEN TEJONES (¡Y ESO VA POR VOUS!). Lo había pintado aquella misma mañana.
El día solitario de Daphne
– Súbete al taburete y mira lo que hay en el estante de arriba, ¿quieres, Amy?-dijo Kevin desde la despensa-. Yo sacaré todas estas cajas de aquí.
En cuanto habían regresado del pueblo, Kevin había reclutado a Amy para que le ayudara a hacer inventario de los comestibles. Durante los últimos diez minutos, Amy se había pasado todo el rato intercambiando miradas curiosas entre la despensa donde trabajaba Kevin y la mesa de la cocina en la que Molly estaba preparando el té. Finalmente, ya no pudo contenerse.
– Es curioso que Molly y tú os casarais casi el mismo día que Troy y yo, ¿verdad?
Molly depositó el primer trozo de pastel Bundt en la bandeja victoriana para pasteles y escuchó a Kevin escurriendo el bulto.
– Molly ha dicho que iba a necesitar más azúcar moreno. ¿Hay algo ahí arriba?
– Veo dos bolsas. Hay un libro que yo leí sobre el matrimonio…
– ¿Qué más?
– Unas latas de pasas y un cacharro para la levadura. Pues eso, que ese libro cuenta que a veces hay parejas que, bueno, después de casarse tienen problemas para adaptarse y tal. Porque es que es un cambio muy grande.
– ¿Hay harina de avena? Me ha dicho que también le hace falta.
– Hay una caja, pero no es grande. Troy cree que casarse es fabuloso.
– ¿Qué más hay?
– Cacerolas y trastos. No hay más comida. Pero si tienes problemas para adaptarte o algo… vaya, que puedes hablar con Troy.
Molly sonrió por el largo silencio posterior. Finalmente, Kevin dijo:
– Tal vez podrías ir a ver qué queda en el congelador.
Amy salió de la despensa y miró lastimeramente a Molly. Había algo en la compasión de aquella adolescente y en sus chupetones que la tenía con los nervios a flor de piel.
El té no era ni la mitad de entretenido sin Kevin. La señora Chet, Gwen en realidad, no trató de disimular su disgusto cuando Molly le explicó que Kevin tenía otro compromiso. Tal vez se habría animado si hubiera sabido que Lilly Sherman se alojaba allí, pero Lilly no se presentó, y tampoco iba a ser Molly quien anunciara su presencia.
Molly estaba sacando los cuencos de cerámica para tenerlos a punto para el desayuno del día siguiente cuando Kevin entró por atrás cargado de comida. Evitó a Roo, que intentaba mordisquearle los tobillos, y dejó las bolsas sobre la mesa.
– ¿Para qué sacas todo esto? ¿Dónde está Amy?
– Basta, Roo. He dejado que se marchara. Empezaba a lloriquear por el síndrome de abstinencia de Troy.
Apenas lo había dicho cuando la vio corretear por el patio hacia su marido, que debía de haber olido su rastro en el viento, porque apareció salido de la nada.
– Ahí están otra vez -dijo Kevin.
Su encuentro fue tan apasionado como un anuncio de perfume. Molly observó que Troy hundía la cabeza en el escote abierto de Amy, que echó la cabeza atrás y arqueó el cuello.
Otro chupetón.
Molly cerró de un manotazo la tapa del Tupperware.
– Va a necesitar una transfusión de sangre si Troy no deja de hacerle eso.
– No parece que le importe demasiado. Hay mujeres a las que les gusta que un hombre les deje su marca.
Algo en el modo en que la miraba le produjo un hormigueo en los pechos. No le gustó su propia reacción.
– Y hay otras mujeres que lo consideramos como lo que es: el patético intento de un hombre inseguro de dominar a una mujer.
– Sí, de ésas siempre hay. -Kevin sonrió perezosamente y salió por la puerta lateral a por el resto de la comida.
Mientras descargaba, le preguntó a Molly si quería ir al pueblo a cenar, pero Molly declinó la oferta. Había decidido limitar el contacto con Kevin al que estaba dispuesta a exponerse en un solo día. Así que regresó a su casita, satisfecha de su autodisciplina.
El sol parecía una enorme galleta de limón puesta en el cielo, lo que abrió el apetito de Daphne. «¡Guisantes!», pensó. Adornados con hojas de diente de león. Y, de postre, pastel de queso con fresas.
Ya era la segunda vez que sus criaturas se asomaban ese día a su cabeza. Tal vez ya estaba preparada para volver al trabajo, si no para escribir, sí al menos para hacer los dibujos que quería Helen y poder cobrar el resto de su anticipo.
Entró en la casita y se encontró con la nevera bien provista y un armario lleno de provisiones. Tenía que reconocerlo: Kevin hacía todo lo posible por ser considerado. A ella no le entusiasmaba la idea que él estuviera empezando a gustarle tanto, e intentó compensarlo recordándose a sí misma que Kevin era superficial, egocéntrico, cobraba demasiado, conducía Ferraris, la había secuestrado, detestaba a su caniche y era un mujeriego. Excepto que de mujeriego no le había visto nada. Nada en absoluto.
Porque él no la encontraba atractiva.
Molly se tiró del pelo y soltó un grito apagado por su propio patetismo extremo. Luego se preparó una opípara cena y se comió hasta el último bocado.
Al anochecer se sentó en el porche ante el bloc de papel que había encontrado en un cajón. ¿Qué problema había en mantener sólo un poco más apartadas a Daphne y a Melissa? A fin de cuentas, sólo era un libro infantil. Las libertades civiles de los Estados Unidos de América no dependían de lo cerca que estuvieran Daphne y Melissa.
El lápiz empezó a moverse, primero dubitativo, y luego más rápidamente. Pero el dibujo que apareció no era el que había planeado. Molly se encontró dibujando a Benny en el agua, con el pellejo chorreando sobre sus ojos mientras miraba, boquiabierto, a Daphne, que saltaba desde lo alto de un acantilado. Las orejas pegadas a la espalda, el cuello de cuentas de su chaqueta vaquera abierto como un paracaídas, y un par de sandalias Manolo Blahnik muy elegantes que salían volando de sus patas.
Frunció el ceño y pensó en todas las historias que había leído sobre chicos con parálisis permanente por saltar de cabeza en aguas cuya profundidad se desconoce. ¿Qué clase de mensaje de seguridad les estaría dando a los niños?
Arrancó la página del bloc y la arrugó. Éste era el tipo de problemas en los que nunca pensaban todos aquellos que querían escribir libros infantiles.
Molly se había vuelto a quedar en blanco. En vez de pensar en Daphne y Benny, se encontró pensando en Kevin y en el campamento. Era su patrimonio, no debería vendérselo nunca. Kevin decía que se había aburrido mucho de niño en aquel lugar, pero no tenía por qué aburrirse de mayor. Tal vez sólo le faltaba un compañero de juegos. Su mente evitó pensar en lo que implicaría exactamente jugar con Kevin.
Molly decidió dar un paseo hasta el espacio comunitario. Tal vez dibujaría algunas de las casitas para entretenerse. De camino hacia allí, Roo salió trotando a recibir a Charlotte Long para impresionarla con su imitación del perro muerto. Aunque menos de la mitad de las casitas estaban ocupadas, la mayoría de los residentes parecían haber salido a dar un paseo vespertino, y sus sombras largas y frías caían como susurros sobre la hierba. La vida transcurría más lentamente en el Bosque del Ruiseñor…
La glorieta le llamó la atención.
¡Organizaré una merendola! Invitaré a mis amigas, nos pondremos unos sombreros fabulosos, comeremos helado de chocolate y diremos: «Ma chére, ¿habías visto jamás un día tan her-moo-soo?»
Molly se sentó con las piernas cruzadas sobre la toalla de playa que se había llevado consigo y se puso a dibujar. Varias parejas de paseantes se pararon a observar, aunque, como formaban parte de la última generación con modales, no la interrumpieron. Mientras dibujaba, se encontró pensando en todos sus años de campamento de verano. El frágil hilo de una idea comenzó a formarse en su mente, no sobre una gran merienda, sino sobre…
Molly cerró el cuaderno. ¿De qué servía pensar en algo tan lejano? Birdcage poseía por contrato los derechos para dos libros más de Daphne, ninguno de los cuales sería aceptado hasta que Molly hiciera las revisiones que le habían pedido para Daphne se cae de bruces.
Las luces estaban encendidas cuando Molly regresó a la casita. Le pareció recordar que las había apagado, pero tampoco se preocupó demasiado.
Roo se puso a ladrar enseguida y entró corriendo hacia la puerta del baño. La puerta estaba ligeramente entreabierta y el perro la abrió unos centímetros más empujando con la cabeza.
– Tranquilo, Roo.
Molly acabó de abrir la puerta y vio a Kevin, hermoso en su desnudez, metido en la vieja bañera, con las piernas cruzadas sobre el borde, un libro en las manos y un pequeño puro sujeto en la comisura de sus labios.
– ¿Qué estás haciendo en mi bañera?
Aunque el agua llegaba hasta arriba, no había ni una burbuja de jabón que le escondiera, así que Molly no se acercó.
Kevin se sacó el puro de la boca. No desprendía humo, y Molly se dio cuenta de que no era un puro, sino un palo de caramelo, de chocolate o de regaliz.
Kevin tuvo el descaro de molestarse.
– ¿A ti qué te parece? ¿No podrías llamar, antes de irrumpir de este modo?
– Ha sido Roo el que ha irrumpido, no yo. -El perro salió despacio, una vez cumplido su trabajo, y se encaminó a su cuenco de agua-. ¿Y por qué no utilizas tu propia bañera?
– No me gusta compartir el baño.
Molly no le hizo notar lo que le parecía evidente: que en ese momento estaba compartiendo el baño con ella. Observó que su pecho era tan soberbio mojado como seco. Incluso más. Algo en la manera como la miraba la puso nerviosa.
– ¿De dónde has sacado ese caramelo?
– Del pueblo. Y sólo he comprado uno.
– Muy bonito.
– Sólo tenías que pedírmelo.
– Como si yo supiera que ibas a comprar caramelos. Y estoy segura de que hay una caja de galletas de azúcar de la hermosa fräulein escondida en algún rincón.
– Cierra la puerta al salir. A menos que quieras desnudarte y meterte en la bañera conmigo.
– Muchas gracias, pero parece un poco pequeña.
– ¿Pequeña? No lo creo, cariño.
– ¡Oh, madura!
Una risilla burlona la siguió mientras salía y cerraba con un portazo. ¡Slytherin! Molly se dirigió al dormitorio pequeño. Como había supuesto, la maleta de Kevin estaba allí. Suspiró y se apretó las sienes con los dedos. Su antigua jaqueca volvía.
Daphne dejó la guitarra eléctrica y abrió la puerta.
Benny estaba en pie al otro lado.
– ¿Puedo bañarme en tu bañera, Daphne?
– ¿Y eso por qué?
Benny parecía asustado.
– Porque sí.
Molly se sirvió un vaso de Sauvignon blanco de la botella que encontró en la nevera y salió al porche. La camiseta negra sin mangas que llevaba no abrigaba lo bastante para el fresco del anochecer, pero tampoco se molestó en entrar a por un jersey.
Molly se estaba columpiando cuando apareció Kevin. Llevaba un par de calcetines grises de tenis y un albornoz a rayas verticales marrones y negras que parecía de seda. Era el tipo de albornoz que una mujer le regala a un hombre con el que quiere acostarse. A Molly no le gustó.
– Podríamos preparar una estupenda merendola en la glorieta antes de irnos -dijo Molly-. Lo convertimos en un acontecimiento e invitamos a toda la gente de las casitas.
– ¿Y por qué íbamos a hacer eso?
– Por diversión.
– Suena de lo más emocionante -respondió Kevin, sentándose en la silla de al lado con las piernas extendidas. Los pelos de sus pantorrillas estaban empapados. Olía a Safeguard y a algo más caro. Era como un furgón de seguridad lleno de corazones rotos de mujer.
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