– Coge tu mochila. No tardaré.
Molly dejó a los niños atrás y avanzó por un pasillo lleno de fotografías que marcaban la historia de los Chicago Stars. En primer lugar estaba el retrato de su padre, y vio que su hermana había repasado los cuernos negros que le había pintado hacía años sobre la cabeza. Bert Somerville, el fundador de los Chicago Stars, llevaba años muerto, pero su crueldad todavía sobrevivía en los recuerdos de sus dos hijas.
A continuación venía un retrato formal de Phoebe Somerville Calebow, actual propietaria de los Stars, y luego una fotografía de su marido, Dan Calebow, en sus tiempos de primer entrenador, mucho antes de convertirse en el presidente del equipo. Molly le dedicó una sonrisa afectuosa a su temperamental cuñado. Dan y Phoebe la habían criado desde que tenía quince años, e incluso en su peor momento habían sido mejores padres que Bert Somerville en su día más afortunado.
También había una foto de Ron McDermitt, director general de los Stars desde hacía tiempo, y tío Ron para los niños. Phoebe, Dan y Ron se esforzaban mucho por conciliar el absorbente trabajo de dirigir un equipo de la NFL con la vida familiar. A lo largo de los años, la cuestión había implicado varias reorganizaciones, una de las cuales había llevado a Dan de regreso a los Stars tras haber permanecido una temporada alejado del equipo.
Molly hizo una parada rápida en el aseo. Mientras plegaba su abrigo sobre la pila, le dio un vistazo crítico a su pelo. Aunque el pelo corto ligeramente desigual le hacía resaltar más los ojos, no había acabado de quedar satisfecha con el cambio, de modo que decidió cambiar el tono castaño oscuro natural de su pelo por un rojo particularmente chillón. Parecía un cardenal.
Al menos, el color del pelo le daba un cierto brillo a sus rasgos más bien corrientes. No es que estuviera contenta de su aspecto. Tenía una nariz que estaba bien y una boca que no estaba mal. Su cuerpo, ni demasiado delgado ni demasiado gordo, estaba sano y era funcional, cosa que agradecía. Una mirada a sus pechos confirmó algo que había aceptado hacía mucho tiempo: para ser hija de una corista, no daba la talla.
Sus ojos, en cambio, eran bonitos, ligeramente rasgados, y le gustaba creer que ese sesgo le daba a su rostro un aire misterioso. Cuando era niña, solía cubrirse la mitad inferior de la cara con una enagua, a modo de velo, y fingía ser una hermosa espía árabe.
Con un suspiro, se frotó los restos de barro de sus viejos pantalones Comme des Garcons y luego cepilló su querido aunque estropeado bolso Prada. Después de hacer todo lo que pudo, cogió el abrigo marrón acolchado que se había comprado en Target y se dirigió al despacho de su hermana.
Era la primera semana de diciembre, y parte del personal había empezado a colocar los adornos navideños. En la puerta de su despacho, Phoebe había colgado un dibujo que Molly había hecho de pequeña: era Santa Claus vestido con el uniforme de los Stars. Molly asomó la cabeza por la puerta.
– Ya está aquí la tía Molly.
Los brazaletes de oro retintinearon cuando su despampanante y rubia hermana mayor dejó caer el bolígrafo.
– Gracias a Dios. Un poco de cordura, eso es justamente lo que nece… ¡Cielo santo! ¿Qué te has hecho en el pelo?
Phoebe, con su sedoso cabello rubio claro, sus ojos ámbar y un tipazo de muerte, tenía el mismo aspecto que hubiera tenido Marilyn Monroe si hubiera llegado a los cuarenta, aunque a Molly le costaba imaginarse a Marilyn con una mancha de mermelada de uva en la blusa de seda. Hiciera lo que hiciera, Molly no sería nunca tan guapa como su hermana, aunque no le importaba. Poca gente sabía los malos ratos que aquel cuerpo exuberante y su belleza de vampiresa le habían hecho pasar a Phoebe de más joven.
– No, Molly… otra vez no.
Al ver la consternación en la mirada de su hermana, Molly lamentó no haberse puesto un sombrero.
– Tranquilízate, ¿quieres? No va a pasar nada.
– ¿Cómo voy a tranquilizarme? Cada vez que te haces algo drástico en el pelo, tenemos otro incidente.
– Ya hace tiempo que dejé atrás los incidentes -suspiró Molly-. Esto ha sido simplemente cosmético.
– No te creo. Estás a punto de cometer otra locura, ¿verdad?
– ¡No! -respondió Molly, pensando que si lo repetía frecuentemente tal vez lograría convencerse a sí misma.
– Sólo tenías diez años -murmuró Phoebe entre dientes-. Eras la niña más brillante y modosita del internado. Entonces, sin saberse por qué, te cortaste el flequillo y tiraste una bomba fétida en el comedor.
– Aquello sólo fue un experimento de química de una niña dotada.
– Trece años. Tranquila. Estudiosa. Sin ningún paso en falso desde el incidente de la bomba fétida. Hasta que empezaste a ponerte polvos de gelatina de uva en el pelo. Y, abracadabra, ¡cambio! Empaquetas los trofeos del instituto de Bert, llamas a una empresa de basureros y haces que se los lleven.
– Eso te gustó cuando te lo conté. Admítelo.
Pero Phoebe estaba disparada, y no iba a admitir nada.
– Pasan cuatro años. Cuatro años de comportamiento modélico y grandes logros escolares. Dan y yo te hemos acogido en nuestra casa y en nuestros corazones. Eres alumna del último año, casi a punto de preparar tu discurso de despedida. Tienes un hogar estable, gente que te quiere… Eres vicepresidenta del Consejo de Estudiantes… Por tanto, ¿por qué iba a preocuparme porque te tiñeras el pelo a rayas azules y naranjas?
– Eran los colores de la escuela-dijo Molly con un hilo de voz.
– ¡Y me llaman de la policía diciéndome que mi hermana, mi hermana estudiosa, talentuda, y ciudadana del mes, ha accionado deliberadamente una alarma de incendios durante la hora de la comida! ¡Se acabaron las pequeñas diabluras de nuestra Molly! Ya no… ¡Había pasado directamente a un delito de segundo grado!
Era la cosa más miserable que había hecho Molly en su vida. Había traicionado a la gente que la quería, e incluso después de un año de supervisión judicial y muchas horas de servicio comunitario, no había logrado entender el porqué. No lo comprendió hasta más tarde, durante su segundo año de estudiante en Northwestern.
Había sido en primavera, justo antes de los exámenes finales. Molly estaba inquieta y era incapaz de concentrarse.
En lugar de estudiar, leía montones de novelas románticas, dibujaba o se miraba el pelo en el espejo y suspiraba por algo prerrafaelita. Ni siquiera utilizar su paga en algunas extensiones para el pelo había calmado su desasosiego. Entonces, un día, al salir de la librería de su facultad, descubrió en su bolso una calculadora por la que no había pagado.
Su reacción fue entonces mucho más inteligente que la que había tenido en sus tiempos de instituto: volvió corriendo a devolverla y se dirigió a la oficina de ayuda sociopsicológica de Northwestern.
De pronto Phoebe se puso en pie e interrumpió los pensamientos de Molly:
– Y la última vez…
Molly dio un paso atrás, aunque de hecho ya sabía a donde iba a ir a parar Phoebe.
– … la última vez que te hiciste algo drástico en el pelo, ese horroroso corte de pelo al rape, hace un par de años…
– No era horroroso, era la moda.
Phoebe apretó los dientes.
– ¡La última vez que te hiciste algo tan drástico, te desprendiste de quince millones de dólares!
– Vale… Pero lo del pelo al rape fue pura coincidencia.
– ¡Ja!
Por quincemillonésima vez, Molly explicó por qué lo había hecho.
– El dinero de Bert me estaba estrangulando. Tenía que romper definitivamente con el pasado para poder vivir mi propia vida.
– ¡Una vida de pobre!
Molly sonrió. Aunque Phoebe no lo admitiría nunca, comprendía perfectamente por qué Molly había donado su herencia.
– Míralo por el lado positivo. Apenas nadie sabe que me desprendí de mi dinero. Sólo creen que soy una excéntrica por conducir un Escarabajo de segunda mano y vivir en un piso pequeño como una caja de zapatos.
– Un piso que tú adoras.
Molly ni siquiera intentó negarlo. Su loft era su posesión más preciada, y le encantaba saber que se ganaba el dinero con el que pagaba la hipoteca cada mes. Sólo alguien que hubiera crecido sin un hogar que fuera auténticamente suyo podía comprender lo que significaba para ella.
Decidió cambiar de tema antes de que Phoebe volviera a la carga.
– Tus peques me han dicho que Dan le ha impuesto una multa de diez mil dólares al señor Superficial.
– Preferiría que no le llamaras así. Kevin no es superficial, sólo es…
– ¿Carente de interés?
– Sinceramente, Molly, no sé por qué le detestas tanto. ¡Si apenas habréis intercambiado una docena de palabras durante estos años!
– Por definición. Evito a la gente que sólo habla de fútbol.
– Si le conocieras mejor, le adorarías tanto como yo.
– ¿No te resulta fascinante que salga sobre todo con mujeres con un inglés limitado? Aunque supongo que eso evita que algo tan tonto como una conversación interfiera con el sexo.
Phoebe se rió a su pesar.
Aunque Molly lo compartía casi todo con su hermana, no le había confesado su encaprichamiento por el quarterback de los Stars. No solo porque habría sido humillante, sino porque Phoebe se lo habría contado a Dan y él se habría puesto como una moto. Decir que su cuñado era algo protector con Molly sería quedarse muy corto: no quería que se le acercase ningún deportista, a menos que estuviese felizmente casado o fuese gay.
En ese momento, el protagonista de sus pensamientos entró en la habitación. Dan Calebow era alto, rubio y elegante. La edad le había tratado amablemente, y en los doce años que hacía que Molly le conocía, las arrugas que habían ido apareciendo en su rostro viril sólo le habían aportado carácter. Su presencia bastaba para llenar una habitación: era el reflejo de la perfecta autoestima de alguien que sabe lo que quiere.
Dan era el primer entrenador cuando Phoebe heredó los Stars. Desafortunadamente, ella no sabía nada sobre fútbol y él le declaró inmediatamente la guerra. Sus primeras batallas habían sido tan feroces que Ron McDermitt había llegado a suspender a Dan por insultarla; su ira, sin embargo, no tardó en convertirse en algo totalmente diferente.
Molly consideraba la historia de amor de Phoebe y Dan como material de leyenda, y hacía mucho tiempo había decidido que, si no podía tener lo mismo que compartían su hermana y su cuñado, no quería nada. Sólo una Gran Historia de Amor satisfaría a Molly, y eso era tan probable como que Dan le retirase la multa a Kevin.
Su cuñado le pasó automáticamente un brazo por detrás de los hombros. Cuando Dan estaba con su familia, siempre tenía el brazo detrás de los hombros de alguien. Molly sintió una punzada en el corazón. Con los años había salido con un montón de chicos decentes e incluso había intentado convencerse de que se había enamorado de uno o dos de ellos, pero su enamoramiento se había evaporado en el momento de darse cuenta de que no podrían llenar ni por asomo la gigantesca sombra proyectada por su cuñado. Empezaba a sospechar que nadie lo lograría jamás.
– Phoebe, ya sé que Kevin te cae bien, pero esta vez ha ido demasiado lejos -dijo Dan. Su acento de Alabama, lento y pesado, se volvía más denso cuando se enfadaba, y en ese momento goteaba melaza.
– Eso es lo que dijiste la última vez -replicó Phoebe-. Y a ti también te cae bien.
– ¡No lo comprendo! Jugar con los Stars es la cosa más importante en la vida. ¿Por qué se esfuerza tanto en arruinarlo?
Phoebe sonrió con dulzura y respondió:
– Probablemente tú puedas responder a eso mejor que ningún otro, ya que también fuiste una auténtica ruina hasta que llegué yo.
– Debes de estar confundiéndome con otra persona.
Phoebe se rió, y la mirada colérica de Dan dio paso a esa sonrisa entrañable que Molly había presenciado miles de veces y había envidiado otras tantas. Luego la sonrisa se desvaneció.
– Si no le conociese mejor, diría que le persigue el diablo -dijo entonces Dan.
– Diablos -interpuso Molly-, todos con acento extranjero y grandes tetas.
– Eso es lo que tiene ser jugador de fútbol: no lo olvides jamás -repuso Dan.
Molly no quería oír nada más de Kevin, así que tras darle a Dan un beso rápido en la mejilla, dijo:
– Hannah me espera. Os la devolveré mañana a última hora de la tarde.
– No le dejes leer los periódicos de la mañana.
– No lo haré.
Hannah se entristecía cuando los periódicos no hablaban bien de los Stars, y la multa que se le había impuesto a Kevin sin duda iba a suscitar polémica.
Molly dijo adiós con la mano, recogió a Hannah, besó a las mellizas y a Andrew y emprendió el camino hacia su casa. La autopista de peaje este-oeste empezaba a saturarse con el tráfico de hora punta, y Molly supo que tardaría algo más de una hora en llegar a Evanston, el pueblo de la costa norte que era tanto la ubicación de su alma máter como de su casa actual.
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