Kevin tragó saliva al ver aquel culito dulce. La tela blanca de la camiseta se le adhería a la piel y parecía como si lo hubiesen salpicado con azúcar mojado.
Kevin se lamió los labios. Menos mal que el agua estaba fría como el hielo, porque verla caminando hacia la playa le había puesto caliente. Aquel culito redondo… la hendidura oscura y seductora. Y todavía no había contemplado las vistas desde delante.
Circunstancia que estaba a punto de cambiar.
Molly oyó a Kevin que chapoteaba detrás de ella. Enseguida estuvo a su lado, dando pasos de gigante en el agua. Kevin se adelantó, con los músculos de sus hombros chorreando cada vez que levantaba los brazos. Llegó a la playa y se giró para mirarla.
¿Qué debía de ser exactamente lo que le parecía tan interesante?
Molly empezó a ponerse nerviosa. Kevin movió una mano y tiró sin darse cuenta de la parte delantera de sus vaqueros empapados.
– Tal vez no es tan difícil de creer que tu madre era una corista.
Molly miró hacia abajo y chilló. Luego tiró de la camiseta para apartarla de su cuerpo y salió corriendo hacia la casita.
– ¡Eh, Molly! La vista desde detrás también es bastante interesante. Y pronto tendremos compañía.
Efectivamente, los Pearson, aunque todavía estaban lejos, se acercaban. Apenas se les veía detrás de las sillas, las bolsas y la nevera de playa.
Molly no podía contar con la colaboración de Kevin para volver a la casita, así que se dirigió hacia el bosque, separando la camiseta de su cuerpo por delante y por detrás, al tiempo que tiraba de ella para hacerla más larga.
– Si alguien te tira un pez -gritó Kevin mientras Molly se alejaba-, es porque andas como un pingüino.
– Y si alguien te pide que rebuznes, es porque te comportas como un…
– Guárdate las lindezas para más tarde, Daphne. Acaban de llegar los de la basura con el nuevo contenedor.
– Cierra la tapa después de entrar.
Molly aceleró su paso de pingüino y, sin saber muy bien cómo, logró llegar a la casita sin más tropiezos. Una vez dentro, se apretó las mejillas sonrojadas con las manos y se rió.
Pero Kevin no se reía. De pie en el espacio comunitario, mirando en dirección a la casita, sabía que no podía seguir así. Qué ironía. Era un hombre casado, pero no podía disfrutar de la principal ventaja que ofrecía el matrimonio.
La cuestión era: ¿qué pretendía hacer al respecto?
Capítulo quince
Daphne se roció con su perfume favorito, Eau de Pastel de Fresa, formando una gran nube de gotitas alrededor de su cabeza. Luego encrespó las orejas, se estiró los bigotes y se puso la tiara que estrenaba.
Daphne planta un huerto de calabazas
Tras su chapuzón en el lago, Molly se duchó y se cambió, luego salió al porche y se quedó mirando la mesa donde había dejado el material de dibujo que había comprado aquella mañana. Ya iba siendo hora de ponerse a trabajar en los cambios.
En vez de acomodarse en la mesa, sin embargo, se sentó en el columpio y tomó el cuaderno que había utilizado el día anterior para dibujar a Daphne saltando del precipicio. Molly miró a la lejanía. Finalmente empezó a escribir.
– La señora Pato está construyendo un campamento de verano al otro lado del Bosque del Ruiseñor -les anunció Daphne una tarde a Benny, Melissa, Celia la Ga llina y un amigo de Benny, Corky Mapache-. ¡Y tenemos que ir todos!
– No me gustan los campamentos de verano -gruñó Benny.
– ¿Puedo ponerme mis gafas de sol de estrella de cine? -preguntó Melissa.
– ¿Y si llueve? -cloqueó Celia.
Cuando Molly dejó a un lado su cuaderno, ya había escrito el principio de Daphne va a un campamento de verano. No importaba que apenas hubiera completado dos páginas, y no importaba que se le pudieran agotar las ideas en cualquier momento, ni tampoco que su editora no comprara ese libro hasta que hubiera realizado los cambios que le habían pedido para Daphne se cae de bruces. Al menos había escrito, y eso ya la hacía feliz.
Un aroma a cera de muebles con fragancia de limón la recibió cuando entró en la casa de huéspedes. Habían pasado la aspiradora por la alfombra, las ventanas relucían, y sobre la mesita de té de la sala de estar había un montón de platos de postre de porcelana rosa de Dresden, con las tazas y sus platillos a juego. La estrategia de Kevin de mantener a los amantes separados hasta que terminasen la faena parecía surtir efecto.
Amy apareció por la puerta trasera con un montón de toallas blancas limpias y se fijó en el vestido de verano de color amarillo canario que Molly había personalizado cosiendo cuatro filas de cintas de colores sobre el dobladillo.
– ¡Caramba! Estás magnífica. Bonito vestido. Seguro que llamarás la atención de Kevin.
– No intento llamar la atención de Kevin.
Amy se acarició la pequeña marca de lujuria que tenía bajo la garganta.
– Tengo un perfume nuevo en el bolso. A Troy le vuelve loco cuando me echo un poco en… Bueno, ya sabes. ¿Quieres que te deje un poco?
Molly entró a toda prisa en la cocina para no estrangularla.
Era demasiado pronto para sacar del horno los bollos de albaricoque y el pan de avena con mantequilla que había preparado aquella mañana, así que tomó en brazos a su mascota y se sentó en una de las sillas de la cocina cerca de la ventana salediza. Roo acomodó su moño bajo la barbilla de Molly y apoyó una pata en su brazo. Molly se acercó el animal al pecho.
– Te gusta este lugar tanto como a mí, Roo?
Roo asintió con un lametón.
Molly miró al patio que descendía hacia el lago. Aquellos últimos días en lo que ella ya creía que era el Bosque del Ruiseñor la habían devuelto a la vida. Acarició la barriguita caliente de Roo y tuvo que admitir que estar con Kevin había tenido mucho que ver con ello. Era testarudo y engreído, el colmo de la exasperación, pero la había hecho sentirse viva de nuevo.
Por mucho que la tachara de intelectualoide, Kevin no había tenido ningún problema para estar a su altura. Tal como había observado en otros pocos deportistas que conocía, le vinieron a la mente Dan, junto con Cal Bonner y Bobby Tom Denton, su pasión por el deporte iba acompañada de un agudo intelecto que su comportamiento atolondrado no podía ocultar.
No es que pretendiera comparar a Kevin con Dan. Sólo había que ver lo mucho que le gustaban los perros a Dan, por ejemplo. Y los niños. Y, sobre todo, había que ver cuánto amaba a Phoebe.
Molly volvió a suspirar y dejó que su mirada se extraviara hacia los jardines de atrás, que Troy había dejado por fin limpios de las hojas secas del invierno. Las lilas estaban floreciendo, los lirios lucían sus rizos violáceos, y una mata de saltaojos estaba a punto de abrirse.
Un movimiento tenue llamó su atención, y vio que Lilly estaba sentada a un lado en un banco de hierro. De entrada, a Molly le pareció que estaba leyendo, pero luego se dio cuenta de que estaba cosiendo. Pensó en lo fría que se había mostrado con ella y se preguntó si se debía a una reacción estrictamente personal o a la mala prensa sobre la boda. «La rica heredera de los Chicago Stars, cuyo pasatiempo es escribir libros para niños.» Molly dudó, pero finalmente se levantó y salió por la puerta de atrás.
Lilly estaba sentada junto a un pequeño huerto de hierbas aromáticas. A Molly le pareció raro que alguien que interpretaba tan convincentemente su papel de diva no hubiera puesto objeciones a ser alojada en un desván. Y, a pesar del jersey Armani que llevaba informalmente sobre los hombros, parecía la mar de satisfecha de estar simplemente ahí sentada, cosiendo junto a un huerto descuidado. Molly estaba hecha un lío. Era difícil darle calidez a alguien que se mostraba tan fría con ella, pero no lograba sentir antipatía por Lilly, y no sólo por su antigua afición a Encaje, S. L.
Mermy yacía a los pies de Lilly junto a una gran cesta de costura. Roo ignoró a la gata y trotó a saludar a su dueña, que se inclinó para hacerle unas caricias. Molly observó que estaba trabajando en una colcha, pero no se parecía a nada que hubiera visto antes. El diseño no estaba dispuesto geométricamente, sino que era una sutil mezcla sombreada de curvas y rizos con distintas pautas y múltiples tonos de verde con toques de azul lavanda y un destello sorprendente de azul cielo.
– Es precioso. No sabía que fuera usted una artista.
La hostilidad habitual que se formó en los ojos de Lilly le dieron a aquella tarde de verano la frialdad de un día de enero.
– No es más que un pasatiempo.
Molly decidió pasar por alto su actitud displicente.
– Pues lo hace muy bien. ¿Qué va a ser?
– Probablemente una colcha -dijo a regañadientes-Normalmente hago piezas más pequeñas, como fundas para cojines, pero este jardín parece pedir algo más dramático.
– ¿Está haciendo una colcha del jardín?
A Lilly la obligaron a responder sus buenos modales inherentes.
– Sólo del huerto de hierbas aromáticas. Ayer empecé a experimentar con él.
– ¿Trabaja a partir de un dibujo?
Lilly negó con la cabeza con la esperanza de dar por terminada la conversación. Molly consideró la posibilidad de dejar que así fuera, pero prefirió seguir hablando.
– ¿Cómo puede hacer algo tan complicado sin un dibujo?
Lilly se tomó su tiempo para responder.
– Empiezo juntando los retales de tela que me atraen, y luego saco las tijeras a ver qué pasa. A veces, los resultados son desastrosos.
Molly la entendió. Ella también creaba a partir de trozos y pedazos: algunas líneas de diálogo, dibujos al azar. Nunca sabía sobre qué irían sus libros hasta que ya los tenía avanzados.
– ¿De dónde saca los tejidos?
Roo había hundido el hocico en una de las carísimas sandalias Kate Spade de Lilly, pero parecía importunarla más la persistencia de Molly.
– Siempre llevo una cesta llena de retales en el maletero -dijo bruscamente-. Siempre compro muchos restos de telas, pero este proyecto necesita tejidos con historia. Tal vez buscaré alguna tienda de antigüedades que venda ropa de época.
Molly volvió a mirar hacia el huerto de hierbas aromáticas.
– Dígame qué ve.
Molly esperaba un resoplido, pero nuevamente vencieron los buenos modales de Lilly.
– Primero me ha atraído la lavanda. Es una de mis plantas favoritas. Y me encanta el tono plateado de la salvia que hay detrás. -El entusiasmo de Lilly por su proyecto empezó a superar la animadversión personal-. Habría que cortar un poco la menta. Es muy expansiva y lo ocupará todo. Esa pequeña mata de tomillo está luchando contra la menta para sobrevivir.
– ¿Cuál es el tomillo?
– Aquellas hojas diminutas. Ahora es vulnerable, aunque puede ser tan agresivo como la menta. Sólo que lo hace con más sutileza -dijo Lilly levantando la vista y aguantándole la mirada a Molly durante unos segundos.
Molly captó el mensaje.
– ¿Cree que el tomillo y yo tenemos algo en común?
– ¿Y tú? -preguntó Lilly fríamente.
– Yo tengo muchos defectos, pero la sutileza no es uno de ellos.
– Supongo que eso está por ver.
Molly anduvo hasta el borde del jardín.
– Estoy intentando que me caiga usted tan antipática como parece que le caigo yo a usted, pero es difícil. Cuando yo era niña, usted era mi heroína.
– Qué bonito -respondió, fría como un carámbano.
– Además, le gusta mi perro. Y tengo la sensación de que su actitud tiene más que ver con sus prejuicios acerca de mi matrimonio que con mi personalidad.
Lilly se puso rígida. Molly decidió que no tenía nada que perder con ser franca.
– Sé cuál es su auténtica relación con Kevin.
La aguja de Lilly se detuvo.
– Me sorprende que te lo haya contado. Maida me dijo que nunca hablaba de ello.
– No me lo contó. Lo deduje.
– Eres muy astuta.
– Ha tardado mucho tiempo en venir a verle.
– ¿Quieres decir después de abandonarle? -Su voz no pudo esconder cierto resentimiento.
– Yo no he dicho eso.
– Lo estabas pensando. ¿Qué clase de mujer abandona a su hijo y luego intenta colarse de nuevo en su vida?
Molly habló con cautela.
– No me parece exacto decir que le abandonó. Diría que le encontró una buena familia.
Lilly miró hacia las plantas aromáticas, aunque Molly sospechó que la paz que había encontrado allí había desaparecido.
– Maida y John siempre habían querido tener un hijo, y le amaron desde el día que nació. Pero por muy torturador que resultase tomar aquella decisión, sigo pensando que medeshice de él demasiado fácilmente.
– ¡Eh, Molly!
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