Lilly se tensó cuando Kevin dobló la esquina con Mermy repantigada feliz en sus brazos. Kevin frenó en seco al ver a Lilly y el encanto que había en su rostro dejó paso a una expresión severa y rencorosa.

Se dirigió a Molly como si estuviera sola en el jardín.

– Alguien la ha dejado salir.

– He sido yo -dijo Lilly-. Estaba a mi lado hace unos minutos. Debe de haberte oído llegar.

– ¿Es tuya, la gata?

– Sí.

Kevin dejó la gata en el suelo, casi como si se hubiera vuelto radioactiva, y se volvió para marcharse.

Lilly se levantó del banco. Molly advirtió un brillo desesperado y al mismo tiempo conmovedor en sus ojos.

– ¿Quieres saber quién era tu padre? -espetó Lilly.

Kevin se quedó tieso. Molly sintió una gran empatía hacia Kevin, y pensó en todas las preguntas que se había hecho a lo largo del tiempo sobre su propia madre. Kevin se volvió lentamente.

Lilly entrelazó los dedos de ambas manos. Su voz parecía jadeante, como si acabara de correr una larga distancia.

– Se llamaba Dooley Price. No creo que Dooley fuera su auténtico nombre de pila, pero fue el único que supe. Era un chico de campo de Oklahoma, de dieciocho años, alto y delgado. Nos conocimos en la estación del autobús el mismo día que llegamos a Los Ángeles. -Lilly no apartaba los ojos del rostro de Kevin-. Tenía el pelo más claro que tú, y sus rasgos eran más anchos. Te pareces más a mí -dijo bajando la cabeza-. Estoy segura de que no quieres oírlo. Dooley era atlético. Había cabalgado en rodeos, había ganado algún premio en metálico, creo, y estaba convencido de que podría hacerse rico haciendo de doble en las escenas peligrosas de las películas. No recuerdo nada más de él, otro tachón más en mi contra. Creo que fumaba Marlboro y le gustaban las barras de caramelo, pero de eso hace ya mucho tiempo, y tal vez me confundo con otra persona. Cuando descubrí que estaba embarazada, ya habíamos cortado y no supe cómo encontrarle. -Lilly hizo una pausa y pareció recobrar los ánimos-: Pocos años más tarde, leí en un periódico que se había matado rodando una escena con un coche.

Kevin mantenía una expresión pétrea. No podía permitir que alguien viera que aquello significaba algo para él. Ah, Molly le entendía muy bien.

Roo era sensible a los problemas de la gente: se levantó y restregó su cuerpo en los tobillos de Kevin.

– ¿Tiene alguna foto de él? -preguntó Molly, viendo que Kevin no lo haría. La única fotografía que tenía ella de su madre era su más preciado tesoro.

Lilly negó con la cabeza, con cara de impotencia.

– Sólo éramos dos chiquillos, dos adolescentes atolondrados. Kevin, lo siento.

Kevin la miró fríamente.

– No hay lugar para ti en mi vida. No sé cómo puedo dejártelo más claro. Quiero que te vayas.

– Eso ya lo sé.

Los dos animales se levantaron y siguieron a Kevin, que se marchó.

Los ojos de Lilly, llenos de lágrimas, brillaban con audacia cuando se volvió hacia Molly.

– ¡No me marcharé!

– No creo que deba hacerlo -replicó Molly.

Sus miradas se cruzaron, y a Molly le pareció ver que se abría una grieta apenas perceptible en el muro que las separaba.


Media hora más tarde, mientras Molly colocaba el último de sus bollos de albaricoque en un cesto de mimbre, apareció Amy y le anunció que Troy y ella se quedarían en el dormitorio que Kevin había abandonado arriba para mudarse a la casita de Molly.

– Alguien tiene que dormir aquí por las noches -explicó Amy-, y Kevin ha dicho que nos pagaría un extra. Es fantástico, ¿no?

– Está muy bien.

– Claro que no podremos hacer ruido, pero…

– Trae la mermelada, ¿quieres?

Molly no podía soportar seguir oyendo más detalles de la vida sexual de campeonato de Amy y Troy.

Pero Amy no quería abandonar, y mientras se acercaba a Molly con la mayor seriedad, la luz mantecosa del sol de última hora de la tarde salpicó su cuello lleno de mordiscos de amor.

– Me parece que las cosas entre Kevin y tú podrían funcionar si tú, simplemente, te esforzaras un poco más. Lo del perfume iba en serio. El sexo es muy importante para los hombres, y basta que utilices un poco…

Molly le dejó los bollos a Amy y salió a toda prisa hacia la sala de estar.

Más tarde, cuando regresó a la casita, Kevin ya estaba allí. Estaba sentado en el viejo sofá inclinado de la sala con Roo repantigado en el cojín, junto a él. Tenía los pies apoyados y un libro abierto en su regazo. Aunque parecía como si no tuviera preocupaciones en el mundo, Molly sabía la verdad.

Kevin alzó la mirada al oírla entrar.

– Me gusta el personaje de Benny.

A Molly le dio un vuelco el corazón al ver que estaba leyendo Daphne dice hola. Y tenía a su lado los otros cuatro libros de la serie.

– ¿De dónde los has sacado?

– Anoche, cuando fui al pueblo. Hay una tienda para niños; básicamente es de ropa, aunque también venden libros y juguetes. Y tenían éstos en el escaparate. La dueña se emocionó bastante cuando le conté que tú estabas aquí. Este personaje de Benny… -dijo golpeando la página con su dedo índice.

– Son libros para niños. No sé por qué te molestas en leerlos.

– Curiosidad. ¿Sabes?, hay un par de cosas sobre este Benny que me resultan familiares. Por ejemplo…

– ¿Ah, sí? Pues gracias. Aunque son totalmente imaginarios, intento darles a mis personajes unas cualidades con las que pueda sentirse identificado el lector.

– Sí, bueno, yo me puedo sentir identificado con Benny, claro -dijo mirando un dibujo de Benny luciendo unas gafas de sol muy parecidas a sus Revo de montura plateada-. Hay algo que no entiendo… La dueña de la tienda me dijo que habían recibido algunas presiones de una de sus clientas para quitar los libros del aparador porque eran pornográficos. Dime qué me he perdido.

Roo bajó finalmente de un salto del sofá y se acercó a saludarla. Molly se agachó para acariciarlo.

– ¿Has oído hablar de NHAH? ¿Niños Heterosexuales por una América Heterosexual?

– Claro. Le encuentran placer a ir fastidiando a gays y lesbianas. Todas las mujeres llevan el pelo largo y a los hombres se les ven demasiado los dientes cuando hablan.

– Exactamente. Y justamente ahora van fastidiando a mi conejita.

– ¿Qué quieres decir?

Roo volvió trotando hacia Kevin.

– Han tachado la serie de Daphne de propaganda homosexual.

Kevin se echó a reír.

– No es broma. No le habían prestado ninguna atención a mis libros hasta que nos casamos, pero después de tantas historias sobre nosotros en la prensa, decidieron subirse al carro de la publicidad para ir a por mí.

Molly se encontró contándole su conversación con Helen y los cambios que Birdcage quería que hiciera en los libros de Daphne.

– Supongo que les dirías dónde podían meterse exactamente los cambios.

– No es tan sencillo. Tengo un contrato, y han apartado Daphne se cae de bruces de la lista de producción hasta que les envíe las nuevas ilustraciones. -No mencionó lo del resto del dinero del anticipo que le debían-. Además, tampoco es que colocar a Daphne unos centímetros más lejos de Melissa vaya a afectar a la historia.

– Entonces, ¿por qué todavía no has hecho los dibujos?

– He tenido problemas de… de bloqueo de escritora. Aunque la cosa ha mejorado mucho desde que estoy aquí.

– Entonces, ¿los harás?

A Molly no le gustó el tono de desaprobación de su voz.

– Es fácil mantener los principios cuando tienes unos millones de dólares en el banco, pero no los tengo.

– Ya.

Molly se levantó y se dirigió a la cocina. Mientras sacaba una botella de vino, Roo se restregó contra sus tobillos. Oyó que Kevin entraba detrás de ella.

– Ya volvemos a beber, ¿eh?

– Eres lo bastante corpulento como para desembarazarte de mí si me desmadro.

– Pero procura que no pueda lesionarme el brazo de dar pases.

Molly sonrió y escanció. Kevin tomó el vaso que ella le ofreció y, sin tener que mediar palabra, salieron juntos al porche. El columpio chirrió cuando Kevin se dejó caer junto a ella. Tomó un sorbo de vino y le dijo:

– Eres una buena escritora, Molly. Comprendo que a los niños les gusten tus libros. Cuando dibujas a Benny, ¿no has notado nunca lo mucho que…?

– ¿Qué ha pasado entre mi perro y tú?

– Ya me gustaría saberlo -dijo bajando la vista hacia el caniche, que se había tumbado sobre uno de sus pies-. Me ha seguido hasta aquí desde la casa de huéspedes. Créeme, yo no le he dado cuerda.

Molly recordó que, en el huerto de plantas aromáticas, Roo había notado el desasosiego que Kevin había sentido con Lilly. Aparentemente, se había creado un vínculo entre ellos, sólo que Kevin no se había enterado.

– ¿Cómo tienes la pierna? -preguntó.

– ¿La pierna?

– ¿Algún efecto posterior del calambre?

– Está… Me duele un poco. Mucho. Unos pinchazos constantes. Y muy dolorosos. Tendré que tomar antiinflamatorios. Aunque seguro que mañana ya estará mejor.

– Se acabó el nadar sola, ¿entendido? Va en serio. Ha sido una estupidez -dijo apoyando el brazo en la parte posterior de los cojines y lanzándole una mirada de «hablo-muy-en-serio-insignificante-novato». Y, ya puestos, no intimes demasiado con Lilly.

– No creo que tengas que preocuparte por eso. Por si no lo has notado, no me tiene en demasiada estima. Aun así, creo que deberías escucharla.

– Pues no lo haré. Es mi vida, Molly, y tú no entiendes nada sobre esto.

– Eso no es del todo cierto -dijo con cautela-. Yo también soy huérfana.

Kevin retiró el brazo.

– Nadie te llama huérfano cuando ya eres mayor de edad.

– El caso es que mi madre murió cuando yo tenía dos años, así que algo entiendo sobre sentirse desarraigado.

– Nuestras circunstancias no se parecen en nada, así que no trates de establecer comparaciones -dijo mirando hacia el bosque-. Yo tuve dos padres fantásticos. Tú no tuviste ninguno.

– Tuve a Phoebe y a Dan.

– Entonces ya eras adolescente. Antes de eso, parece que te criaste sola.

Kevin estaba desviando deliberadamente la conversación. Molly lo comprendió y se lo permitió.

– Sola con Danielle Steel.

– ¿De qué hablas?

– Yo era una fan suya, y sabía que tenía muchos hijos. Solía hacerme pasar por una de ellos -dijo sonriendo al ver el regocijo de Kevin-. Aunque haya quien pueda encontrarlo patético, yo creo que era bastante creativo.

– Es original, sin duda.

– Entonces soñaba despierta con una muerte piadosamente indolora para Bert, momento en el que me era mágicamente revelado que en realidad no era mi padre. Mi padre de verdad era…

– A ver si lo adivino. Bill Cosby.

– No estaba tan bien adaptada. Era Bruce Springsteen. Y sin comentarios, ¿vale?

– ¿Para qué iba a hacer comentarios si Freud ya hizo el trabajo?

Molly arrugó la nariz. Estaban sentados en un silencio sorprendentemente amigable, que sólo rompían los rítmicos ronquidos de Roo. Pero a Molly nunca se le había dado bien prolongar los buenos momentos.

– Sigo pensando que deberías escucharla.

– No se me ocurre un solo motivo para hacerlo.

– Porque no se marchará hasta que la escuches. Y porque será algo que planeará sobre tu cabeza el resto de tu vida.

Kevin dejó su vaso.

– Tal vez te obstinas tanto en analizar mi vida para no deprimirte pensando en tus propias neurosis.

– Probablemente.

Kevin se levantó del columpio.

– ¿Qué me dices de ir al pueblo a cenar?

Aquel día ya había pasado demasiado tiempo junto a él, pero no pudo soportar la idea de quedarse sola mientras él iba al pueblo a echar una canita al aire con la fräulein.

– De acuerdo. Déjame ir a por un jersey.

Mientras se dirigía a su dormitorio, Molly se repitió lo que ya sabía. Salir a cenar con él era una idea pésima, tan pésima como estar los dos juntos tomando vino en el porche. Casi tan pésima como no insistir en que él durmiese bajo otro techo.

Aunque no le importaba impresionarle, decidió que un chal quedaría mejor con su vestido de verano que un jersey, y sacó de un tirón el brillante mantel rojo que había descubierto en el cajón inferior de la cómoda. Mientras lo desplegaba, advirtió algo extraño en la mesilla de noche, algo que no estaba allí antes y que sin ninguna duda no era suyo.

– ¡Aaaaaargh!

Kevin entró disparado en la habitación.

– ¿Qué sucede?

– ¡Mira eso! -dijo señalando el botellín de perfume de supermercado-. ¡La muy… marrana metomentodo!

– ¿De qué estás hablando?

– ¡Amy ha dejado aquí ese perfume! -exclamó dándose media vuelta para mirarle-. ¡Muérdeme!