– ¡Mira, Kevin! ¡Ahí, en los árboles!
– ¿Qué haces, Molly? ¡Siéntate!
Molly dio un salto de emoción.
– ¿No es una curruca de Kirtland?
– ¡Estate quieta!
Sólo hizo falta otro pequeño salto para que la canoa volcara.
– ¡Mierda!
Ambos cayeron al lago.
Mientras se sumergía, Molly pensó en el beso demoledor que se habían dado tres días antes. Desde aquel día, Kevin había guardado las distancias, y las pocas veces que habían estado juntos, apenas había estado civilizado. En cuanto le había dicho que no iba a acostarse con él, había perdido el interés por ella. Si al menos…
¿Si al menos qué, boba? ¿Si al menos estuviera llamando a la puerta de tu dormitorio cada noche, suplicándote que cambiaras de idea y le dejaras entrar? Como si eso fuera a pasar.
Aunque ¿no podría al menos mostrar que la lujuria, que a ella no le había permitido pegar ojo en las tres últimas noches, también lo estaba haciendo sufrir un poco? A Molly le había afectado incluso en su escritura. ¡Aquella mañana Daphne le había dicho a su mejor amiga, Melissa la Rana, que Benny estaba particularmente sexy aquel día! Molly había tirado el cuaderno al suelo con asco.
Molly levantó el brazo por encima de su cabeza en busca de la regala de la canoa volcada y se sumergió. Emergió dentro de la burbuja de aire que se había formado bajo el casco, lo bastante grande para cobijar su cabeza. Eso de ahogarse se estaba convirtiendo en una manía.
Sabía que sería fácil recuperar la atención de Kevin. Lo único que tenía que hacer era desnudarse. Pero quería que fuera para él algo más que una aventura sexual. Quería que fuera…
Su mente se detuvo bruscamente, pero sólo por un momento. Un amigo, eso era. Justo cuando Molly había empezado a valorar su amistad él se había comenzado a comportarse de un modo arisco. No habría ninguna posibilidad de restablecer aquella relación si se acostaban juntos.
Nuevamente se obligó a sí misma a recordar que Kevin no debía de ser un gran amante. Sí, besaba de primera, y sí, estaba dormido durante su breve y funesto encuentro sexual, pero ya había observado que Kevin no era demasiado sensualista. Nunca se recreaba con la comida. No saboreaba el vino ni se tomaba un tiempo para apreciar la presentación de la comida en su plato. Comía con eficiencia y sus modales en la mesa eran impecables, pero la comida no era para él más que combustible para su cuerpo. Además, ¿cuánta energía tiene que invertir realmente un atractivo y multimillonario deportista profesional para desarrollar sus técnicas como amante? Las mujeres hacían cola para complacerle, no al revés.
Tenía que aceptarlo: el sexo que quería compartir con Kevin era el sexo de una fantasía romántica, y no estaba dispuesta a venderse el alma por eso. A pesar de las tres noches de insomnio, a pesar del calor embarazoso que le hacía flojear las rodillas en los momentos más inoportunos, no quería una aventura. Quería una relación auténtica. «Una amistad», se recordó.
Ya empezaba a imaginarse qué aspecto tendrían dos orejas de conejita chorreantes bajo una canoa volcada cuando la cabeza de Kevin emergió junto a la suya. Aunque la oscuridad que había bajo el casco no permitía distinguir cuál era la expresión de su rostro, no había duda por el tono de su voz de que estaba realmente enfadado.
– ¿Por qué sabía que te encontraría aquí?
– Me he desorientado.
– ¡Ni que lo jures, eres la persona más descoordinada que he conocido en mi vida!
Kevin la cogió bruscamente del brazo y la arrastró nuevamente hacia debajo del agua. Volvieron a salir a la superficie a la luz del sol.
Era una hermosa tarde en Wind Lake. El sol brillaba, y en el agua, transparente como un aguamarina, se reflejaba una única nube de algodón que flotaba en el cielo, y que parecía una de esas galletas de merengue que a Molly se le habían quemado por debajo. Kevin, sin embargo, parecía enojado, y no poco.
– ¿En qué demonios estabas pensando? ¡Cuando me has hecho chantaje para acompañarte al lago, me has asegurado que eras una experta en canoas!
Mientras se movía en el agua, Molly se alegró de haberse acordado de dejar las zapatillas deportivas en el embarcadero, que era más de lo que había hecho Kevin. Aunque claro, él no poseía su intuición para saber dónde acabarían.
– Y lo soy. En mi último campamento de verano era la encargada de salir a navegar con los niños de seis años.
– ¿Y queda alguno vivo?
– No sé por qué refunfuñas tanto, ¡si a ti te gusta nadar!
– ¡No cuando llevo un Rolex!
– Ya te compraré uno nuevo.
– Sí, claro. El caso es que yo ya no quería venir hoy a navegar en canoa. Tenía trabajo que hacer. Pero este fin de semana, cada vez que he intentado hacer algo, a ti te parecía que un ladrón estaba intentando entrar en la casita, o no podías concentrarte en la cocina a menos que fuéramos a saltar desde un acantilado. ¡Esta mañana me has dado la lata hasta que he jugado a la pelota con tu caniche!
– Roo tiene que hacer ejercicio -dijo Molly.
Y Kevin necesitaba a alguien con quien jugar.
No había tenido ni un momento para sentarse tranquilo en todo el fin de semana. En vez de rendirse al hechizo de Wind Lake y volver a conectarse con su patrimonio, hacía ejercicio o distraía su inquietud con un martillo y algunos clavos. Era de esperar que en cualquier momento montara en su coche y desapareciera para siempre.
La sola idea la deprimió. Ella no podía marcharse de aquel lugar, todavía no. Había algo mágico en el campamento. Las posibilidades relucían en el aire. Parecía casi encantado.
Kevin nadó hacia la popa de la canoa volcada.
– ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora con esto?
– ¿Puedes tocar fondo?
– ¡Estamos en medio del lago! Por supuesto que no toco fondo.
Molly no hizo caso de su aspereza.
– Nuestro instructor una vez nos enseñó una técnica para poner del derecho una canoa. Se llamaba el vuelco de Capistrano, pero…
– ¿Cómo se hace?
– Tenía catorce años. No me acuerdo.
– ¿Y entonces por qué lo mencionas?
– Sólo pensaba en voz alta. Vamos, seguro que podremos apañarnos.
Al final lograron enderezar la canoa, pero su técnica, basada esencialmente en la fuerza bruta de Kevin, no pudo evitar que el casco acabara lleno de agua y parcialmente sumergido. Como no tenían nada para poder achicar el agua, tuvieron que cargar con ella hasta la orilla, y, cuando por fin la alcanzaron, Molly estaba jadeando. Sin embargo, ella nunca había sido de las que se rinden.
– ¡Mira allí, a la derecha, Kevin! ¡Es el señor Morgan! -dijo Molly sujetándose un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y señalando hacia el contable enclenque con gafas que se había sentado en una silla, en la arena.
– No vuelvas a empezar.
– De verdad, que creo que tendrías que seguirle…
– Me da igual lo que digas. ¡A mí no me parece un asesino en serie! -dijo Kevin, quitándose la camiseta empapada.
– Yo soy muy intuitiva, y él tiene una mirada sospechosa.
– Creo que te has vuelto loca -murmuró Kevin-. En serio. Y no tengo ni idea de cómo voy a explicárselo a tu hermana… la mujer que resulta ser mi jefa.
– Te preocupas demasiado.
Kevin se volvió. El verde de sus ojos echaba llamas, y Molly comprendió que había ido demasiado lejos.
– ¡Escúchame, Molly! Se han acabado los juegos y la diversión. Tengo cosas mejores que hacer que perder el tiempo de esta manera.
– Esto no es ninguna pérdida de tiempo. Es…
– ¡No voy a ser tu compinche! ¿Lo entiendes? ¿Quieres que nuestra relación no entre en el dormitorio? Vale. Estás en tu derecho. Pero no esperes que yo sea tu camarada. ¡A partir de ahora, entretente sola y mantente alejada de mí!
Kevin se marchó hecho una furia. Aunque probablemente se merecía un poco de su rabia, Molly no pudo evitar enfadarse con él.
Se suponía que el campamento de verano tenía que ser algo divertido, pero Daphne estaba triste. Desde que había volcado la canoa, Benny no le dirigía la palabra. Ya no le pedía que girasen en círculo hasta marearse. Ni siquiera se fijó en que Daphne se había pintado las uñas de las patas cada una de un color diferente, como si hubiera pisado un charco de arco iris. Ya no arrugaba la nariz y le sacaba la lengua para llamar su atención, ni eructaba fuerte. En cambio, lo había visto haciéndole muecas a Cicely, una conejita de Berlín que le regalaba conejos de chocolate y no tenía gusto para la moda.
Molly dejó a un lado su cuaderno y pasó a la sala de estar, llevándose consigo la última cajita de Di Azúcar, y vertió lo que quedaba en un gran cuenco para leche que todavía contenía los restos de pastel de azúcar del día anterior. Hacía ya cuatro días que Molly había volcado la canoa, y, desde aquel día cada mañana había encontrado una caja nueva en el mostrador de la cocina de la casita, lo que eliminaba cualquier misterio sobre dónde había pasado Kevin la noche anterior. ¡Slytherin!
Había hecho todo lo posible por mantenerse alejado de ella excepto lo que debería hacer: volver a trasladarse a la casa de huéspedes. Pero su aversión a estar cerca de Lilly era peor que su aversión a estar cerca de ella. Tampoco es que importase demasiado, ya que casi nunca estaban en la casita al mismo tiempo.
Deprimida, se puso un trozo de pastel de azúcar en la boca. Era sábado, y la casa de huéspedes se había llenado para el fin de semana. Molly entró en el vestíbulo y colocó bien el montón de folletos de la consola del salón. La oferta de empleo ya había salido publicada en el periódico, y Kevin se había pasado la mañana entrevistando a los dos mejores candidatos. Mientras, Molly les había mostrado sus habitaciones a los huéspedes y había ayudado a Troy con los nuevos alquileres de las casitas. Ya era primera hora de la tarde, y se había pasado un buen rato escribiendo: necesitaba un descanso.
Salió al porche principal y vio a Lilly de rodillas en la sombra, a un lado del patio principal, plantando las últimas nomeolvides rosas y púrpuras que había comprado para colocar en los macizos vacíos. Ni siquiera con unos guantes de jardín y arrodillada en la hierba perdía su glamour. Molly no se molestó en recordarle que era una huésped. Lo había intentado unos días antes cuando Lilly había aparecido con el maletero lleno de plantas. Lilly había contestado que le encantaba la jardinería, que la relajaba, y Molly había tenido que admitir que no se la veía tan tensa, aunque de hecho Kevin seguía sin hacerle el más mínimo caso.
Cuando Molly hubo bajado las escaleras, Mermy levantó la cabeza y pestañeó con aquellos ojazos dorados. Como Roo se había quedado dentro con Amy, la gata se levantó y caminó hasta Molly para refregarse en sus tobillos. Aunque Molly no era tan aficionada a los gatos como Kevin, Mermy era una felina encantadora, y se había establecido entre ambas una amistad a distancia. A Mermy le encantaba que la cogieran en brazos, y Molly se agachó para hacerlo.
Lilly aplastó ligeramente con la pala la tierra que había alrededor de las flores recién plantadas.
– Preferiría que no animases a Liam a seguir viniendo a desayunar todos los días.
– Me gusta. -«Y a usted también», pensó Molly.
– No sé qué le encuentras. Es grosero, arrogante y egoísta.
– Y también divertido, inteligente y muy atractivo.
– No me había fijado.
– Ya.
Lilly miró a Molly alzando su ceja de diva, pero no la intimidó. Últimamente, a veces, Lilly parecía olvidar que Molly era su enemiga. Tal vez el hecho de verla trabajando por la casa de huéspedes no acababa de encajar en la imagen que tenía la actriz de una mimada heredera del fútbol. Molly pensó en confrontarse con ella otra vez como lo había hecho junto al huerto de plantas aromáticas hacía una semana, pero no se sintió capaz de defenderse.
Todas las mañanas, Liam Jenner aparecía en la cocina para desayunar con Lilly. Mientras comían siempre discutían, aunque Molly habría jurado que lo hacían para alargar el tiempo que pasaban juntos más que por cualquier otra razón. Cuando conversaban sin discutir, lo hacían sobre temas muy diversos, desde el arte y los viajes que ambos habían realizado, hasta la naturaleza humana. Lo tenían todo en común, y era evidente que se atraían. Tan evidente como que Lilly combatía aquella atracción.
Molly se había enterado de que Lilly había ido una vez a casa de Liam y que éste había empezado a hacerle un retrato, aunque Lilly rechazaba sus repetidas peticiones para que volviera y posara para él. Molly se preguntaba qué habría pasado aquel día en la casa.
Llevó a Mermy hacia la sombra de un gran tilo, cerca de donde Lilly estaba plantando. Sólo para ser perversa, dijo:
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