– ¡Slytherin! -le gritó a un tipo que le cortó el paso.

– ¡Sucio y asqueroso slytherin! -añadió Hannah.

Molly rió para sí. Los slytherins eran los niños malos de los libros de Harry Potter, y Molly había convertido esa palabra en un práctico insulto de nivel G. Le había hecho mucha gracia que Phoebe y más tarde Dan empezasen a utilizarlo. Mientras Hannah comenzaba a explicarle cómo le había ido el día, Molly se encontró recordando su conversación con Phoebe y los años posteriores al cobro de su herencia.

El testamento de Bert le había dejado a Phoebe los Chicago Stars. Lo que quedaba de sus bienes tras una serie de malas inversiones había sido para Molly. Como ella era menor de edad, Phoebe se había hecho cargo del dinero y lo convirtió en quince millones de dólares. Finalmente, a los veintiún años, Molly, ya emancipada y con un flamante título de periodismo, se había hecho con el control de su herencia y había empezado a vivir la gran vida en un apartamento de lujo en la Costa Dorada de Chicago.

El lugar era estéril, y sus vecinos mucho mayores que ella, pero tardó bastante en darse cuenta de que había cometido una equivocación. Hasta entonces se dio el gusto de comprarse la ropa de diseño que más le gustaba y de hacer regalos a todas sus amistades, además de adquirir para ella un coche de los caros. Pero, un año después, tuvo que admitir finalmente que la vida de rica ociosa no estaba hecha para ella. Estaba acostumbrada al esfuerzo, tanto en los estudios como en esos empleos de verano en los que Dan había insistido en que trabajase, así que aceptó un puesto en un periódico.

El trabajo la mantenía ocupada, pero no era lo bastante creativo como para que se sintiese realizada, así que empezó a tener la sensación de estar jugando a la vida en lugar de vivirla realmente. Finalmente, decidió dejar el empleo para poder concentrarse en la épica saga romántica que siempre había soñado con escribir. En lugar de eso, se encontró dedicándose a las historias que inventaba para las niñas Calebow, cuentos sobre una conejita presumida que vestía a la última moda, vivía en una casita de campo en un rincón del Bosque del Ruiseñor y se pasaba el día metiéndose en líos.

Había empezado a pasar las historias a papel, y luego a ilustrarlas con los divertidos dibujos que había hecho toda su vida, pero que nunca se había tomado en serio. Utilizando pluma y tinta y pintando luego los bocetos con colores acrílicos brillantes, Molly vio cómo cobraban vida Daphne y sus amigos.

Tuvo una enorme alegría cuando Birdcage Press, una pequeña editorial de Chicago, compró su primer libro, Daphne dice hola, aunque el dinero que le habían adelantado apenas cubría el envío. Aun así, por fin había encontrado una colocación. Sin embargo, su formidable riqueza no le permitía tomarse su trabajo como una vocación, sino más bien como un entretenimiento, y seguía sintiéndose insatisfecha. Su desasosiego aumentó. Detestaba su apartamento, su ropero, su peinado… No bastó con cortarse el pelo al rape y teñírselo de colores llamativos.

Tenía que tirar de una alarma de incendios.

Una vez dejados atrás aquellos días, se encontró en el despacho de su abogado, diciéndole que quería donar todo su dinero a una fundación para niños marginados. Su abogado se quedó pasmado. Sin embargo, ella se sintió completamente satisfecha por primera vez desde que había cumplido los veintiuno. Phoebe había tenido la oportunidad de demostrar lo que valía al heredar los Stars, pero Molly nunca había tenido esa posibilidad. Ahora la tendría. Una vez firmados los papeles, se sintió ligera como una pluma, y libre.

– Me encanta este lugar -dijo Hannah con un suspiro mientras Molly abría la puerta de su diminuto loft, ubicado en un segundo piso a unos pocos minutos a pie del centro de Evanston. Molly también suspiró de placer. No había pasado mucho rato fuera, pero siempre se sentía feliz al entrar en su casa.

Todos los pequeños Calebow consideraban el loft de su tía Molly como el lugar más fantástico de la Tierra. El edificio había sido construido en 1910 para un comerciante de Studebaker; luego había servido como bloque de oficinas y, finalmente, antes de ser reformado hacía pocos años, como almacén. El piso tenía ventanas industriales que iban del suelo al techo, tuberías a la vista y paredes antiguas de ladrillos, en las que Molly había colgado algunos de sus dibujos y pinturas. Era el piso más pequeño y más barato del edificio, pero los techos de cuatro metros creaban una sensación de espaciosidad. Cada mes, Molly besaba el sobre que contenía el dinero de la hipoteca antes de echarlo en el buzón. Era un ritual tonto, pero lo hacía de todos modos.

La mayor parte de la gente daba por hecho que Molly poseía una parte de los Stars, y sólo unas pocas de sus amistades más íntimas sabían que había dejado de ser una rica heredera. Molly complementaba sus reducidos ingresos por la venta de los libros de Daphne escribiendo artículos como freelance para una revista de adolescentes llamada Chik. A final de mes no le sobraba demasiado para sus lujos favoritos, ropa de marca y libros de tapa dura, pero no le importaba. Compraba la ropa de segunda mano e iba a la biblioteca.

La vida era hermosa. Tal vez no tendría nunca una Gran Historia de Amor como la de Phoebe, pero al menos gozaba de una imaginación maravillosa y de una fantasía activa. No tenía quejas y ciertamente no había ningún motivo para temer que su antiguo desasosiego volviera a asomar por su impredecible cabeza. Su nuevo peinado no significaba más que un poco de coquetería.

Hannah dejó caer su abrigo y se agachó para saludar a Roo, el pequeño caniche gris de Molly, que había trotado hasta la puerta para recibirlas. Tanto Roo como el caniche de los Calebow, Kanga, eran hijos de Pooh, el caniche de Phoebe.

– ¡Qué, pequeñajo!, ¿me has echado de menos? -dijo Molly dejando el correo para darle un beso a Roo en su suave moño gris. Roo correspondió lamiéndole la barbilla, y luego se puso en cuclillas para emitir su mejor gruñido.

– Sí, sí, estamos impresionadas, ¿verdad, Hannah?

Hannah se rió y, mirando a Molly, le preguntó:

– Todavía le gusta fingir que es un perro policía, ¿verdad?

– El perro más duro del cuerpo. Mejor no dañemos su autoestima recordándole que es un caniche.

Hannah abrazó nuevamente a Roo, y luego lo abandonó para dirigirse al estudio de Molly, que ocupaba uno de los extremos de la vivienda.

– ¿Has escrito algún artículo más? Me encantó «Pasión en el baile de fin de curso».

– Pronto -dijo Molly sonriendo.

Para que se adaptasen a las exigencias del mercado, los artículos que escribía para Chik se publicaban casi siempre con títulos sugerentes, aunque su contenido era de lo más insípido. «Pasión en el baile de fin de curso» destacaba las consecuencias del sexo en el asiento de atrás de los coches. «De gatita a tigresa» había sido un artículo sobre cosméticos, y «Las niñas buenas se vuelven salvajes» hablaba de tres chicas de catorce años que salían de acampada.

– ¿Puedo ver tus últimos dibujos?

Molly colgó los abrigos.

– No tengo ninguno. Justo acabo de empezar con una nueva idea.

A veces sus libros comenzaban con esbozos sueltos, otras veces, con texto. Hoy se había inspirado en la vida real.

– ¡Cuéntamela, por favor!

Siempre compartían tazas de té Constant Comment antes de hacer cualquier otra cosa, y Molly se dirigió a la diminuta cocina que se encontraba en el extremo opuesto de su estudio para poner agua a hervir. Su minúsculo dormitorio estaba situado justo encima, dominando toda la vivienda. Los estantes de metal de las paredes estaban repletos de los libros que adoraba: su apreciada serie de novelas de Jane Austen, ejemplares andrajosos de las obras de Daphne du Maurier y Anya Seton, todos los primeros libros de Mary Stewart, junto con Victoria Holt, Phyllis Whitney y Danielle Steel.

Las estanterías más estrechas contenían hileras dobles de libros de bolsillo: sagas históricas, novelas románticas, novelas de misterio, guías de viajes y libros de consulta. También estaban representados sus escritores literarios favoritos, además de las biografías de mujeres famosas y algunas de las selecciones menos deprimentes del club de libros de Oprah, la mayoría de las cuales Molly las había descubierto antes de que Oprah las compartiera con el mundo.

Guardaba los libros infantiles que le gustaban en los estantes del dormitorio. Su colección incluía todas las historias de Eloise y los libros de Harry Potter, El estanque del Mirlo, algo de Judy Blume, Los niños del furgón, de Gertrude Chandler Warner, Ana de Green Gables, algún número de Las gemelas de Sweet Valley como diversión, y los destartalados libros de Barbara Cartland que había descubierto cuando tenía diez años. Era una colección digna de un ratón de biblioteca, y a sus sobrinos Calebow les encantaba acurrucarse en su cama con un montón de esos libros a su alrededor mientras intentaban decidir cuál leerían a continuación.

Molly sacó un par de tazas de porcelana con delicados bordes dorados y dibujos de pensamientos violetas.

– Hoy he decidido que mi nuevo libro se titulará Daphne se cae de bruces.

– ¡Cuéntame!

– Pues… Daphne está paseando por el Bosque del Ruiseñor pensando en sus cosas cuando Benny aparece de la nada montado en su bicicleta de montaña y la tira al suelo.

– Ese tejón fastidioso -dijo Hannah moviendo la cabeza con desaprobación.

– Exactamente.

Hannah miró a Molly cautelosamente y sugirió:

– Creo que alguien debería robarle a Benny su bici de montaña. Así no se metería en problemas.

Molly sonrió.

– El robo no existe en el Bosque del Ruiseñor. ¿No lo habíamos comentado ya cuando quisiste que alguien le robara a Benny su moto acuática?

– Me parece que sí -contestó la niña con esa expresión de testarudez que había heredado de su padre-. Pero si puede haber bicicletas de montaña y motos acuáticas en el Bosque del Ruiseñor, no veo por qué no puede haber también robos. Además, Benny no hace cosas malas adrede, simplemente es un poco travieso.

– La línea que separa las travesuras de la estupidez es muy delgada -dijo Molly pensando en Kevin.

– ¡Benny no es estúpido!

Hannah parecía ofendida, y Molly pensó que hubiera sido mejor no abrir la boca.

– Por supuesto que no. Es el tejón más listo del Bosque del Ruiseñor -dijo despeinando un poco a su sobrina-. Venga, nos tomaremos el té y luego llevaremos a Roo a pasear junto al lago.

Molly no tuvo ocasión de abrir el correo hasta avanzada la noche, cuando Hannah ya se había quedado dormida con un ejemplar de El deseo de Jennifer en las manos. Puso la factura del teléfono en un clip y luego abrió distraídamente un sobre de tamaño comercial. En cuanto leyó el título deseó no haberse tomado la molestia.


NIÑOS HETEROSEXUALES POR UNA

AMÉRICA HETEROSEXUAL


¡La agenda de los homosexuales radicales apunta a nuestros hijos! Nuestros ciudadanos más inocentes son traídos hacia los males de la perversión mediante libros obscenos y programas de televisión irresponsables que glorifican este comportamiento desviado y moralmente repugnante…


Niños Heterosexuales por una América Heterosexual (NHAH) era una organización con sede en Chicago, cuyos miembros de mirada perdida aparecían últimamente en algunos programas locales de entrevistas en los que vomitaban sus paranoias personales.

«Si al menos dedicasen su energía a algo constructivo, como mantener las armas lejos de los niños», pensó mientras tiraba la carta a la basura.


Al anochecer del día siguiente, Molly dejó caer una mano del volante y pasó sus dedos por la cabeza de Roo. Acababa de dejar a Hannah con sus padres y se dirigía a la casa de vacaciones que los Calebow tenían en Door County, Wisconsin. No llegaría allí hasta tarde, pero las carreteras estaban despejadas y a ella no le importaba conducir de noche. Había tomado la impulsiva decisión de viajar al norte. Su conversación del día anterior con Phoebe había sacado a la luz algo que había intentado negar por todos los medios. Su hermana tenía razón. Haberse teñido el pelo de rojo era un síntoma de un problema mayor. Su antiguo desasosiego había vuelto.

Es cierto que ya no experimentaba ninguna compulsión de activar una alarma de incendios, y desprenderse de todo su dinero ya no era una opción. Pero eso no significaba que su subconsciente no pudiese encontrar alguna nueva manera de crear un alboroto. Tenía la incómoda sensación de verse atraída hacia un lugar que creía haber dejado atrás.

Recordó lo que el psicoterapeuta le había dicho hacía ya muchos años en Northwestern.

– De niña, creías que podías conseguir que tu padre te quisiera si hacías todo lo que se suponía que tenías que hacer. Si sacabas las mejores notas, vigilabas tus modales y obedecías todas las normas, entonces él te daría la aprobación que todo niño necesita. Pero tu padre era incapaz de esa clase de amor. Finalmente, algo se rompió dentro de ti e hiciste lo peor que se te pudo ocurrir. En realidad, fue una rebelión sana. Para mantenerte en funcionamiento.