– Seguro que desnudo debe de estar buenísimo.
– ¡Molly!
La diablura de Molly se desvaneció al ver a Kevin corriendo hacia el comedor comunitario desde la carretera. En cuanto había terminado con las entrevistas, se había puesto una camiseta y el pantalón gris de deporte y se había largado. Prácticamente no hablaba con ella, ni siquiera mientras servían juntos el desayuno. Tal como Amy se había visto obligada a hacerle notar, Kevin pasaba más tiempo hablando con Charlotte Long que con Molly.
Se había pasado toda la semana torturando a Lilly con su fría cortesía, y Lilly le había dejado marchar impune. En aquel momento, sin embargo, clavó el desplantador en el suelo y dijo con decisión:
– ¿Sabes, Molly? Se me acaba de agotar la paciencia con tu marido.
Ya eran dos.
Kevin redujo la velocidad para detenerse, inclinó la cabeza y apoyó las palmas de sus manos en la parte más estrecha de la espalda. Mermy le vio y se movió entre los brazos de Molly, que miró a la gata con resentimiento. Estaba celosa. Celosa del afecto de Kevin por una gata. Recordó cómo la acariciaba, hundiendo en el pelaje de Mermy aquellos dedos largos… Recorriendo toda la espalda… A Molly se le puso la carne de gallina.
¡Se dio cuenta de que estaba total y ciegamente furiosa con Kevin! No le gustaba nada que se hubiera pasado toda la mañana entrevistando a extraños para que se hicieran cargo del campamento. ¿Y qué derecho tenía él para comportarse como si tuvieran una auténtica amistad y luego despreciarla porque no había querido acostarse con él? Podía fingir que estaba enfadado por el incidente de la canoa, pero ambos sabían que era mentira.
Impulsivamente, se volvió y dejó a la gata junto al tronco del tilo bajo el que se encontraban. Una ardilla se movió inquieta en las ramas del árbol. Mermy dio un latigazo con la cola y se puso a trepar.
Lilly percibió la reacción de Molly por el rabillo del ojo y se volvió.
– ¿Se puede saber qué…?
– ¡No es usted la única que está perdiendo la paciencia!-dijo Molly mirando hacia arriba para ver cómo trepaba Mermy. Luego llamó a Kevin. Kevin miró hacia allí.
– ¡Necesitamos tu ayuda! ¡Es Mermy!
Kevin aceleró el paso hacia ellas.
– ¿Qué le pasa?
Molly señaló hacia el tilo: Mermy se había encaramado a una rama a bastante altura del suelo y maullaba disgustada al haber perdido de vista a la ardilla.
– Está atrapada en el tilo y no la podemos bajar. La pobre está muerta de miedo.
Lilly puso los ojos en blanco, pero no dijo nada. Kevin miró arriba hacia el árbol.
– Vamos, bonita. Baja aquí conmigo -dijo extendiendo los brazos-. Ven aquí.
– Llevamos horas con este método -dijo mirando su sudadera empapada y el pantalón de correr. Los pelos de sus piernas desnudas estaban enmarañados. ¿Cómo podía estar, aun así, tan atractivo?-. Me temo que tendrás que trepar. -Molly calló un segundo y añadió-: A menos que quieras que lo haga yo.
– Por supuesto que no -dijo agarrándose a una de las ramas más bajas e iniciando la ascensión.
A Molly le costaba contener la risa.
– Te vas a dejar las piernas hechas trizas.
Kevin siguió trepando.
– Si resbalas, podrías romperte el brazo pasador. Podría ser el final de tu carrera.
Kevin ya desaparecía entre las ramas, y Molly alzó la voz.
– ¡Baja, por favor! ¡Es demasiado peligroso!
– ¡Armas más jaleo tú que la gata! -exclamó él.
– Iré a buscar a Troy -dijo Molly.
– Qué gran idea. La última vez que le he visto estaba en el embarcadero. Y tómate tu tiempo.
– ¿Crees que habrá serpientes arborícolas ahí arriba?
– No lo sé, pero seguro que puedes encontrar alguna en el bosque. Puedes ir a ver. -La rama crujió-. Ven aquí, Mermy. Aquí, bonita.
La rama que sostenía a la gata era bastante gruesa, pero Kevin era un hombre corpulento. ¿Y si la rama se rompía y Kevin se lesionaba? Por primera vez, el aviso de Molly fue genuino.
– No subas a esa rama, Kevin, pesas demasiado.
– ¿Te quieres callar?
Molly contuvo la respiración mientras Kevin apoyaba su pierna sobre la rama a unos dos metros de donde estaba sentada Mermy. Kevin se inclinó hacia delante mientras le susurraba a la gata. Casi había llegado a ella cuando Mermy movió la nariz en el aire, saltó ágilmente a una rama más baja y emprendió el camino de bajada del tilo.
Molly contempló con fastidio el descenso de la gata que, una vez en el suelo, salió disparada hacia su dueña. Lilly la recogió rápidamente y le lanzó a Molly una mirada inequívoca. Sin embargo, no le dijo nada a Kevin, que ya bajaba del árbol.
– ¿Cuánto tiempo dices que llevaba ahí arriba? -preguntó al saltar al suelo.
– Bueno, es difícil llevar la cuenta del tiempo cuando estás aterrorizada.
Kevin estudió a Molly con suspicacia, y luego se agachó para examinar un feo rasguño que se había hecho en la parte interior de la pantorrilla.
– Tengo pomada en la cocina -dijo Molly.
Lilly dio un paso adelante.
– Iré a por ella.
– No me hagas ningún favor -espetó Kevin.
Lilly apretó los dientes.
– Mira, empiezo a estar totalmente harta de tu actitud. Y estoy cansada de esperar el momento propicio. Tú y yo vamos a hablar ahora -dijo dejando a la gata en el suelo.
Kevin se quedó desconcertado. Se había ido acostumbrando a que ella no le presionara y parecía no saber qué responder.
Lilly señaló con el índice un lateral de la casa.
– Ya hemos pospuesto esta cuestión durante demasiado tiempo. ¡Sígueme! A menos que no tengas pelotas.
Lilly le había puesto una bandera roja delante de la cara, y Kevin respondió de inmediato.
– Ya veremos quién tiene pelotas -gruñó.
Lilly salió a la carga hacia el bosque.
Molly quiso aplaudir, pero se alegró de no haberlo hecho porque Lilly se volvió para mirarla.
– ¡No toques a mi gata!
– Sí, señora.
Lilly y Kevin se alejaron juntos.
Lilly oyó el crujir de los pasos de Kevin sobre la pinaza seca que cubría el camino. Al menos la estaba siguiendo. Tres décadas de culpa empezaron a calmar el mal humor que le había dado el valor de forzar por fin aquella confrontación. Estaba tan harta de aquella culpa. Lo único que había hecho era paralizarla, y ya no podía seguir soportándolo. Liam la atormentaba apareciendo todas las mañanas para tomarse con ella un desayuno que a Lilly nunca le apetecía, pero que al parecer era incapaz de rechazar. Molly tal vez no encajaba en la casilla que Lilly le había asignado y Kevin la miraba como si fuera su peor enemigo. Era demasiado.
Más adelante, a lo lejos, los árboles daban paso al lago. Lilly caminó hacia allí, desafiándole en silencio a no seguirla. Cuando ya no pudo soportarlo más, se volvió para mirarle a la cara, sin saber hasta que empezó a hablar qué iba a decirle.
– ¡No me disculparé por haberte abandonado!
– ¿Por qué no me sorprende?
– Búrlate cuanto quieras, pero ¿no te has preguntado nunca dónde estarías si me hubiera quedado contigo? ¿Qué posibilidades crees que hubieras tenido viviendo en un apartamento infestado de cucarachas con una adolescente inmadura que tenía grandes sueños pero ninguna idea de cómo hacerlos realidad?
-Ninguna en absoluto -respondió glacialmente-. Hiciste bien.
– Por supuesto. Me aseguré de que tuvieras unos padres que te adoraron desde el día en que naciste y vivieras en una bonita casa, con comida abundante y un patio donde jugar.
Kevin miró hacia el lago, con cara de aburrimiento.
– Eso no lo discuto. ¿Has acabado ya con esto? Es que tengo cosas que hacer.
– ¿No lo entiendes? ¡No podía venir a verte!
– Eso no importa.
Lilly se acercó un poco a Kevin, pero se detuvo.
– Sí que importa. Y sé que por eso me odias tanto. No porque te abandonara, sino porque nunca respondí a las cartas en las que me suplicabas que viniera a verte.
– Apenas lo recuerdo. Tenía… ¿qué? ¿Seis años? ¿Crees que algo así todavía me preocupa? -Su aire de indiferencia estudiada adquirió un tono cortante-. No te odio, Lilly. No me importas tanto.
– Todavía conservo aquellas cartas. Todas y cada una de las cartas que me escribiste. Y están empapadas de lágrimas, muchas más de las que te puedes imaginar.
– Me rompes el corazón.
– ¿No lo comprendes? No había nada que hubiera deseado más, pero no lo tenía permitido.
– Esto tendrás que explicármelo.
Por fin había logrado su atención. Kevin se acercó y separó junto a la base de un viejo roble nudoso.
– No tenías seis años. Las cartas empezaron cuando tenías siete. La primera estaba escrita en letras mayúsculas en un papel cuadriculado amarillo. Todavía la tengo.
La había leído tantas veces que el papel había perdido por completo apresto.
Querida tía Lilly,
Ya sé que eres mi mamá de verdad y te quiero mucho. Podrías venir a verme. Tengo un gato. Se llama Spike.
También tiene siete años.
Un beso
KEVIN
No le cuentes a mamá que te he escrito esta carta. Podría llorar.
– Me escribiste dieciocho cartas en cuatro años.
– No lo recuerdo demasiado.
Lilly se arriesgó a dar algunos pasos hacia él.
– Maida y yo habíamos llegado a un acuerdo.
– ¿Qué tipo de acuerdo?
No te di a tus padres por las buenas, no creas. Lo hablamos todo a fondo. Y yo hice largas listas. -Lilly se dio cuenta de que tenía los puños cerrados, y dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo-. Tuvieron que prometerme que no te azotarían nunca, aunque tampoco es que lo hubieran hecho. Les dije que no criticaran tu música cuando fueras adolescente, y tenían que dejarte llevar el pelo como quisieses. Ten en cuenta que yo acababa de cumplir los dieciocho dijo con una sonrisa triste-. Incluso intenté convencerles para que te compraran un descapotable rojo cuando cumplieras los dieciséis, aunque sabiamente se negaron.
Por primera vez, Kevin le devolvió la sonrisa. Fue un pequeño movimiento, un gesto casi imperceptible de la comisura de sus labios, pero al menos estaba allí.
Lilly pestañeó, decidida a terminar su relato sin derramar una lágrima.
– Hubo una cosa en la que no cedí, sin embargo. Les hice prometer que te dejarían siempre perseguir tus sueños, aunque éstos no fueran los mismos que tenían ellos para ti.
Kevin aguzó los oídos olvidándose por completo de fingir indiferencia.
– A ellos no les hacía ninguna gracia dejarte jugar al fútbol. Les aterrorizaba que pudieras lastimarte. Pero les hice cumplir la promesa y nunca intentaron impedírtelo. -Lilly ya no podía mirarle a los ojos-. Sólo tenía que darles una única cosa a cambio…
Lilly oyó que Kevin se acercaba, y levantó la vista. Kevin avanzaba hacia ella por una estrecha franja de sol.
– ¿Cuál era?
Lilly notó en su voz que ya se lo imaginaba.
– Tuve que prometer que no iría nunca a verte. -Lilly no se atrevía a mirarle, y se mordió el labio-. Entonces no existía la adopción abierta, o si existía, yo no sabía nada de la cuestión. Ellos me hablaron de lo confundidos que pueden estar los niños, y yo les creí. Ellos aceptaron que te contarían quién era tu madre biológica en cuanto fueras lo bastante mayor como para comprenderlo, y me enviaron cientos de fotografías tuyas a lo largo de los años, pero yo no podía visitarte. Mientras Maida y John estuvieran vivos, tú tenías que tener sólo una madre.
– Una vez rompiste la promesa -dijo casi sin despegar los labios-. Cuando yo tenía dieciséis años.
– Fue un accidente -dijo Lilly caminando hacia un canto rodado que sobresalía en el suelo de arena-. Cuando empezaste a jugar al fútbol en el instituto, entendí que por fin tenía la oportunidad de verte sin romper mi promesa. Empecé a volar a Grand Rapids los viernes para ver los partidos. Me quitaba el maquillaje, me echaba una bufanda vieja sobre la cara y me ponía ropa vulgar para que nadie me reconociera. Luego me sentaba en la tribuna para los seguidores visitantes. Tenía unos binoculares con los que te seguía durante todo el partido. Vivía esperando los momentos en que te quitabas el casco. Nunca podrás imaginar cómo llegué a odiar aquel casco.
El día era caluroso, pero Lilly sintió frío y se frotó los brazos.
– Todo fue bien hasta que entraste en el equipo juvenil. Era el último partido de la temporada, y sabía que pasaría casi un año antes de volver a verte. Me convencí a mí misma de que no haría ningún daño a nadie si pasaba con el coche por delante de tu casa.
– Yo estaba cortando el césped en el patio.
Lilly asintió con la cabeza.
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