– Era uno de esos días de veranillo de San Martín, y tú estabas sudoroso, igual que ahora. Yo estaba tan distraída mirándote que no vi el coche de tu vecino aparcado en la calle.
– Le rayaste todo el lateral.
– Y tú saliste corriendo a ayudar. Cuando te diste cuenta quién era yo, me miraste como si me odiaras.
– No me podía creer que fueras tú.
– Como Maida nunca me lo echó en cara, supe que no habías contado nada.
Lilly intentó leer su expresión, pero Kevin no demostraba ninguna emoción. Kevin apartó una rama caída con la tinta de su zapatilla.
– Mamá murió hace más de un año. ¿Por qué has esperaste hasta ahora para contármelo?
Lilly le miró y sacudió la cabeza.
– ¿Cuántas veces te he llamado para intentar hablar contigo? Tú me rechazaste, Kevin. Todas las veces.
Kevin la miró.
– Deberían haberme contado que no te dejaban visitarme.
– ¿Se lo preguntaste alguna vez?
Kevin se encogió de hombros y Lilly supo que no lo había hecho.
– Creo que John hubiera querido contarte algo, pero Maida no lo habría permitido jamás. Lo hablamos muchas veces por teléfono. Tienes que recordar que ella era mayor que las madres de tus amigos, y sabía sobradamente que no era una de esas mamás divertidas que todos los niños desean. Eso la hacía sentir insegura. Además, tú eras un niño testarudo. ¿Crees que no le habrías dado importancia y habrías seguido tranquilamente con tus cosas si hubieras sabido lo mucho que deseaba verte?
– Habría subido al primer autobús hacia Los Ángeles -respondió tajantemente.
– Y eso le habría roto el corazón a Maida.
Lilly esperó, deseando que Kevin se acercara a ella. Imaginó, como tantas otras veces, que él dejaría que lo abrazase y todos aquellos años perdidos se desvanecerían. Pero Kevin se limitó a recoger una piña del suelo.
– Teníamos una tele en el sótano -empezó a decir-. Todas las semanas bajaba a ver tu programa. Siempre bajaba el volumen, aunque ellos sabían qué estaba haciendo. Nunca dijeron una sola palabra sobre el asunto.
– Ya lo supongo.
Kevin pasó el dedo por la piña. Su hostilidad había desaparecido, aunque no su tensión, y Lilly supo que la reunión que había soñado no iba a producirse.
– ¿Y ahora qué se supone que debo hacer? -preguntó él.
El hecho de que tuviera que plantear la pregunta indicaba que Kevin todavía no estaba preparado para darle nada. Lilly no podía tocarle, no podía decirle que lo había querido desde el momento de su nacimiento ni tampoco que nunca había dejado de quererle.
– Supongo que eso depende de ti -dijo únicamente.
Kevin asintió lentamente con la cabeza, y luego soltó la piña.
– Ahora que ya me lo has contado, ¿te marcharás?
Ni su expresión ni el tono de su voz le dieron a Lilly ninguna pista sobre cuál quería Kevin que fuera la respuesta, y ella no iba a preguntárselo.
– Quiero acabar de plantar las flores que compré. Unos cuantos días más.
Era una excusa poco convincente, pero Kevin asintió y se dirigió hacia el camino.
– Tengo que ducharme.
Kevin no le había ordenado que se marchara. Tampoco le había dicho que eso llegaba demasiado tarde. Lilly decidió que ya era suficiente por el momento.
Kevin encontró a Molly encaramada en su lugar favorito, el columpio del porche de atrás de la casita, con un cuaderno en el regazo. Le dolía demasiado pensar en las demoledoras revelaciones de Lilly, así que se quedó en pie en la puerta observando a Molly, que no debía de haberle oído llegar porque no alzó la mirada. Por otra parte, Kevin se había estado comportando como un cretino, y cabía la posibilidad de que le ignorase aunque ¿cómo se suponía que tenía que actuar si Molly no había dejado de tramar aventuras estrafalarias sin tener ni la más mínima idea de lo mucho que a él le afectaba estar cerca de ella?
¿Acaso pensaba que era fácil verla chapotear con aquel minuto traje de baño negro que le había tenido que comprar para sustituir el biquini rojo? ¿Es que Molly no había mirado nunca hacia abajo para observar qué les ocurría a sus pechos cuando tenía frío? El diseño del bañador dejaba tanto al descubierto que era prácticamente una súplica para que deslizara los dedos por debajo y tomara en sus manos aquellas pequeñas nalgas redondas. ¡Y aún tenía el valor de estar enfadada con porque la ignoraba! ¿Es que no comprendía que no podía ignorarla?
Kevin quería dejar a un lado el cuaderno en el que escribía Molly, cogerla en brazos y llevarla directamente al dormitorio, pero en vez de eso se fue directo al baño y llenó la bañera con agua muy fría sin dejar de soltar tacos por la falta de una ducha. Se lavó rápidamente y se puso ropa limpia. Kevin no había parado en toda la semana, pero no le había servido para nada. A pesar de la carpintería y la pintura, a pesar de la gimnasia diaria y de haber añadido kilómetros a sus carreras, la deseaba más que nunca. Ni siquiera las filmaciones de partidos que había empezado a mirar en la tele del despacho lograban mantener su atención. Debería haber regresado a la casa de huéspedes, pero Lilly estaba allí.
Sintió que lo atravesaba una punzada de dolor. No podía pensar en ella, no allí. Tal vez conduciría hasta el pueblo para entrenarse en el diminuto gimnasio que había junto a la posada.
Pero no, se encontró saliendo al porche al tiempo que se evaporaban todas sus promesas de mantenerse apartado de Molly. Al cruzar la puerta, vio claro que estaba en el único lugar donde podía estar en aquel momento: en presencia de la única persona que tal vez comprendería su confusión por lo que acababa de sucederle.
Molly alzó la vista y lo miró con aquellos ojos llenos de generosa preocupación que mostraba siempre que creía que alguien podía tener un problema. Kevin no vio en ellos el más mínimo destello de reproche por haber estado de tan mal humor, aunque sabía que tarde o temprano ella lo pondría en su lugar.
– ¿Va todo bien?
Kevin se encogió de hombros, sin dejar ver gran cosa.
– Hemos hablado.
Pero a ella no le impresionó aquella actuación de tipo duro.
– ¿Te has comportado con tu repugnante egoísmo habitual?
– La he escuchado, si te refieres a eso.
Kevin sabía exactamente a qué se refería, pero quería que ella le arrancase la historia. Tal vez porque no sabía qué descubriría ella cuando lo hiciese.
Molly esperó.
Kevin anduvo hacia el biombo. La planta que Molly había colgado de un gancho le acarició el hombro.
– Me ha estado contando cosas… No sé… No eran exactamente como yo pensaba.
– ¿Y cómo eran? -preguntó Molly.
Kevin se lo explicó todo. Excepto lo confundidos que estaban sus sentimientos. Sólo los hechos. Cuando Kevin terminó, Molly asintió lentamente con la cabeza.
– Ya veo.
Ojalá también lo viera él.
– Ahora tienes que acostumbrarte a saber que lo que creías sobre ella no era verdad.
– Creo que ella quiere… -dijo metiéndose las manos en los bolsillos-. Quiere algo de mí. Pero no puedo… -Kevin se volvió hacia ella-. ¿Se supone que tengo que sentir de golpe cariño por ella? ¡Porque no lo siento!
Molly parpadeó con un gesto casi de dolor, y tardó un buen rato en responder.
– Dudo que espere eso ahora mismo. Tal vez podrías empezar simplemente por conocerla. Lilly hace colchas, y es una artista fabulosa. Aunque no quiera reconocerlo.
– Ya.
Kevin se sacó las manos de los bolsillos e hizo exactamente lo que había intentado evitar desde el viernes anterior.
– Si no hago algo me volveré loco. Conozco un lugar a unos treinta kilómetros. Salgamos de aquí.
Kevin enseguida vio que Molly iba a negarse, pero no culpo. Aunque tampoco podía quedarse solo, así que cogió el cuaderno de su regazo y tiró de Molly para levantarla.
– Te gustará.
Una hora después, sobrevolaban el río Au Sable en un pequeño planeador de fabricación alemana.
Capítulo dieciocho
Las fantasías y sueños sexuales son algo normal. Son incluso una forma saludable de pasar el rato mientras esperas a que llegue la persona adecuada.
«Mi vida sexual secreta»
Para Chik
– Qué bien que Kevin decidiera por fin pasar un rato contigo. Tal vez acepte ir por un asesor matrimonial.
Amy dejó el pastel de mermelada de fresa sobre la bandeja Wedgwood y le dedicó a Molly su habitual mirada compasiva.
– No necesitamos a ningún asesor matrimonial -espetó Kevin mientras entraba por la puerta con Mermy pegada a sus pies. Acababan de volver de su aventura en planeador y el viento le había dejado el pelo peinado hacia atrás-. Lo que necesitamos es ese pastel. Son las cinco y los huéspedes esperan la merienda.
Amy se dirigió a regañadientes hacia la puerta.
– Tal vez si rezaseis los dos…
– ¡El pastel! -gruñó Kevin.
Amy volvió la cabeza hacia Molly y le hizo saber con la mirada que ella había hecho todo lo posible, pero que Molly estaba condenada sin remisión a una vida sin sexo. Luego desapareció.
– Tienes razón -dijo Kevin-. Esta chica resulta irritante debería haberte hecho el chupetón.
Ese era un tema del que Molly no quería hablar, de modo que optó por concentrar su atención en preparar la bandeja de té. No había tenido tiempo para cambiarse la ropa ni tampoco de arreglarse el pelo que el viento le había despeinado, pero se obligó a no ponerse nerviosa cuando Kevin se le acercó unos pasos.
– En caso de que estuvieras preocupada, Daphne… Tranquila, mis oídos acaban de recuperarse de ese grito.
– Ibas directamente hacia los árboles. Y no era un grito- dijo cogiendo la bandeja y entregándosela-. Era un chillido.
– Un chillido de mil demonios. Y no estábamos para nada cerca de los árboles.
– Creo que las huéspedes femeninas aguardan impacientes tu presencia.
Kevin hizo una mueca y desapareció con Mermy.
Molly sonrió. No debería haberse sorprendido de que Kevin fuera un experto piloto de planeador, aunque habría preferido que se lo hubiera mencionado antes de despegar. A pesar de aquella tarde juntos, las cosas no estaban mucho mejor entre ellos. Kevin no había dicho ni media palabra sobre las entrevistas de la mañana, y ella no encontraba el momento de preguntárselo. También estaba extrañamente asustadizo. Esa misma tarde habían topado accidentalmente y Kevin había saltado como si Molly quemara. Si no la quería a su lado, ¿por qué la había invitado?
Molly conocía la respuesta. Tras su conversación con Lilly, no quería estar solo.
La mujer causante de su confusión entró en la cocina por la puerta de atrás. Llevaba la palabra incertidumbre escrita en la cara, y Molly sintió empatía. Durante el trayecto de regreso al campamento, Molly había pronunciado el nombre de Lilly y Kevin había cambiado de tema.
Recordó lo que le había dicho en la casita. «‹Se supone que tengo que sentir de golpe cariño por ella? ¡Porque no lo siento!» Había sido un recordatorio inequívoco de que a Kevin no le gustaban las relaciones íntimas. Molly había empezado a darse cuenta de lo hábil que era manteniendo a la gente alejada de él. Por extraño que pareciera, Liam Jenner, con tanta obsesión por la intimidad, estaba emocionalmente menos encerrado en sí mismo que Kevin.
– Siento lo de su gata -dijo Molly-. Ha sido un impulso. Kevin necesita muchas emociones -dijo mientras pasaba el dedo por el vidrio tallado del borde de la bandeja-. Quiero que disfrute del campamento para que no se lo venda.
Lilly asintió. Sus manos entraban y salían de los bolsillos. Carraspeó.
– ¿Te ha hablado Kevin de nuestra conversación?
– Sí.
– No ha sido exactamente un éxito rotundo.
– Aunque tampoco un fracaso estrepitoso.
En el rostro de Lilly se esbozó un conmovedor destello de esperanza.
– Espero que no.
– El fútbol es mucho más sencillo que las relaciones personales.
Lilly asintió y jugueteó con sus anillos.
– Te debo una disculpa, ¿no?
– Pues sí.
Esta vez, en la sonrisa de Lilly había algo más.
– He sido injusta contigo, lo sé.
– Tiene toda la razón.
– Me preocupo por él.
– Y por el daño que podría hacerle a sus emociones una heredera devoradora de hombres, ¿no?
Lilly miró a Roo, que salía de debajo de la mesa.
– Ayúdame, Roo. Tu dueña me da miedo.
Molly se rió.
Lilly sonrió, pero enseguida se puso seria de nuevo.
– Siento haberte juzgado mal, Molly. Sé que te preocupas por él, y creo que nunca le harías daño deliberadamente. Molly sospechó que la opinión de Lilly cambiaría si conociera las circunstancias que se escondían detrás de su matrimonio. Sólo la promesa que le había hecho a Kevin impidió contarle la verdad.
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