Molly suspiró y le tentó con la punta de la lengua. Cuando Kevin abrió la boca, ella la invadió. ¿Cómo podía hacer otra cosa cuando tenía que proteger la vida de la pobre Melissa?

Las manos de Kevin se extendieron en su espalda desnuda, buscando el broche del sujetador. A Molly se le puso la piel de gallina. El broche se abrió.

Kevin la cogió por los hombros y tomó el mando del beso. Luego, tiró del sujetador y lo lanzó a un lado.

Su boca se apartó de la de Molly. Su mandíbula le acarició la mejilla.

– Molly…

Ella no quería ser Molly. Si fuera Molly, tendría que recoger la ropa y vestirse de inmediato, porque Molly no era autodestructiva.

Sólo era una esclava, e inclinó la cabeza con sumisión cuando él se echó atrás para contemplar sus senos desnudos, expuestos ya a sus depredadores ojos esmeralda. Se estremeció y esperó. El algodón crepitó cuando Kevin se quitó la camiseta -su túnica de seda- y la dejó caer a un lado. Molly cerró los ojos con fuerza cuando él tiró de ella y su pecho de conquistador apretó sus pechos desnudos e indefensos.

Un temblor recorrió toda su piel cuando Kevin empezó a comérsela a besos: primero rodeó por completo su cuello, y luego fue descendiendo hacia los pechos, que ya no le pertenecían a ella. Le pertenecían a él. ¡Todas las partes de su cuerpo le pertenecían a él! Las rodillas se le aflojaron. Había deseado tanto aquel momento, y sin embargo necesitaba a toda costa seguir con la fantasía.

Amo… Esclava… Suya para satisfacer sus deseos. No debía enojarle… Debía dejarle -oh, sí- extender aquel recorrido de besos por sus costillas y hacia el ombligo, el estómago, mientras se deslizaba por sus caderas y empezaba a tirar de sus bragas.

¡Concéntrate! ¡Imagina esos labios crueles! ¡Esos ojos como puñales! La horrible pena que debería sufrir la esclava si no abría las piernas para que él pudiera deslizar su mano entre ellas. Su despiadado amo… Su salvaje propietario… Su…

– Hay una conejita en tus bragas.

Ni siquiera la mente más creativa podría haber mantenido la fantasía ante esa risilla ronca y burlona. Ella le miró y se le impuso la incómoda certeza de que uno de los dos no llevaba puestas más que unas braguitas azules con una conejita mientras que el otro no se había quitado los pantalones.

– ¿Y qué, si la hay?

Kevin se estiró y, después de frotar con los dedos la parte delantera de las braguitas, le dio una palmadita a la conejita. Molly se estremeció.

– Sólo me ha sorprendido.

– Me las regaló Phoebe. Fue una sorpresa.

– Para mí sí que ha sido una sorpresa -dijo mordisqueando el cuello de Molly mientras seguía dándole palmaditas a la conejita-. ¿Son las únicas?

– Tal vez haya unas cuantas más.

Kevin extendió su otra mano sobre el trasero de Molly y le dio un masaje.

– ¿Tienes algunas con el chico tejón?

Sí, tenía unas con Benny luciendo su bonita máscara de tejón.

– ¿Podrías dejar…de hablar…y concentrarte…ah…en la conquista?

– ¿Qué conquista? -preguntó él deslizando el dedo bajo la banda de la entrepierna.

– No importa.

Molly suspiró mientras él seguía con su caricia. Oh, era delicioso. Molly abrió las piernas para dejarle ir a donde quisiera.

Y él quería ir a todas partes.

Antes de darse cuenta, sus bragas habían desaparecido, junto a la ropa de él, y estaban desnudos en la cama, demasiado impacientes para quitar la colcha.

Sus juegos se volvieron serios demasiado pronto. Kevin agarró a Molly por los hombros y la colocó encima de él: no había duda de que iba al grano. Molly se contoneó sobre el cuerpo de Kevin, le cogió la cabeza con ambas manos y volvió a besarle, con la esperanza de desacelerarle.

– Eres tan dulce… -murmuró Kevin dentro de su boca.

Pero era imposible distraerle. La cogió por la parte posterior de las rodillas y las abrió a la altura de las caderas. Ya estaba. ¡Molly se preparó para resistir la acometida y se mordió el labio para no gritarle que se tomara su tiempo, por lo que más quisiera, y dejara de actuar como si el árbitro hubiera dado la señal de los dos últimos minutos!

Se había prometido que no le criticaría, así que optó por hincar los dientes en los fuertes músculos de su hombro.

Kevin emitió un sonido ronco que tanto podría haber sido de dolor como de placer, y la siguiente cosa que supo Molly fue que estaba tumbada de espaldas con Kevin cerniéndose encima de ella, mirándola con aquellos crueles ojos verdes.

– ¿Así que la conejita quiere jugar duro?

«¿Contra noventa kilos de músculo? No, creo que no.»

Molly iba a decirle que sólo intentaba distraerle para que no fuera tan rápido con el gatillo, pero Kevin le sujetó las muñecas y se lanzó en picado hacia sus pechos.

Aaaaah… Era una tortura. Una agonía. Peor que una agonía. ¿Cómo podía una boca causar tantos estragos? Molly deseó que no se acabara nunca.

Kevin deslizó los labios por uno de sus pechos. Le rindió los honores al pezón y pasó al otro pecho, donde repitió la operación. Luego, sin previo aviso, se puso a succionar.

Molly se debatió contra él, pero Kevin no le soltó las muñecas, que tenía aprisionadas con una sola mano para poder juguetear con la otra a placer.

La mano vagó por el pecho y fue descendiendo primero hasta el ombligo, y luego más abajo, donde se entretuvo con los rizos. Pero al parecer su pretensión era atormentarla, porque justo en ese momento se desvió hacia la parte interior de los muslos.

Los muslos se abrieron.

Kevin se quedó donde estaba.

Molly se retorció, intentando obligar a aquellos dedos tentadores a que abandonaran sus muslos y volvieran a aquella parte de ella que palpitaba hasta tal punto que creía que iba a morir.

Kevin no captó la idea. Estaba demasiado ocupado atormentándola, demasiado ocupado jugando con sus pechos. Molly había oído que algunas mujeres podían tener orgasmos sólo por aquello, pero nunca se lo había creído.

Estaba equivocada.

La onda expansiva la pilló desprevenida, retronó a su alrededor y la elevó hacia el cielo. No recordaba haber gritado, pero al oír el eco supo que lo había hecho.

Kevin se paró. Molly se estremeció contra su pecho, respiró profundamente, intentó comprender qué le había pasado.

Kevin le acarició el hombro. Le besó el lóbulo de la oreja. Su aliento susurrado cosquilleó sus cabellos.

– Un poco rápida con el gatillo, ¿no?

Molly se sintió mortificada. O algo así. Excepto que había sido tan agradable. Y tan inesperado.

– Ha sido un accidente -masculló-. Ahora es tu turno.

– Ah, yo no tengo ninguna prisa… -Kevin tomó un mechón de sus cabellos y se lo acercó a la nariz-. Al contrario que otra gente.

El brillo de la transpiración que recubría la piel de Kevin y la forma en que presionaba su muslo le dijeron a Molly que tenía más prisa de la que quería admitir. Mucha prisa. Curiosamente, no recordaba aquella parte de él. No exactamente. Recordaba que le había dolido. Y en aquel momento, pensando en ello, se le ocurrió por un instante que tal vez ella era demasiado pequeña.

No había momento mejor que aquél para averiguar si era verdad.

Molly se encaramó sobre él.

Kevin volvió a tumbarla de espaldas. Le besó la comisura de los labios. ¿Cuándo pensaba llegar a la parte del pim, pam?

– ¿Por qué no te tumbas y descansas un poco? -susurró Kevin.

«¿Descansar?»

– No, de verdad que no…

Kevin la sujetó por los hombros escondiendo los pulgares en sus axilas y volvió a iniciar el recorrido de besos. Sólo que esta vez siguió adelante.

Poco después la tomó por las rodillas y le abrió las piernas. Sus cabellos frotaron la parte interior de los muslos de Molly, que estaban tan sensibles que se estremeció. Luego la tomó de nuevo con su boca.

Una suave succión… Unas dulces acometidas… Molly no podía respirar. Cogió la cabeza de Kevin, suplicando. Sus caderas se combaron cuando las oleadas volvieron a dominarla.

Esta vez, cuando Molly se hubo calmado, Kevin, en lugar de burlarse de ella, cogió el condón del que ella ya se había olvidado, acomodó su cuerpo sobre el de Molly y la observó con aquellos ojos verdes. Bajo el resplandor del sol de última hora de la tarde, el cuerpo de Kevin parecía cubierto de oro fundido y Molly sentía el calor de su piel en las manos. Cuando el esfuerzo por contenerse resultó demasiado para él, Molly sintió que los músculos de Kevin se estremecían bajo las palmas de sus manos. Aun así, le había dado a Molly todo el tiempo del mundo.

Molly se abrió… se estiró para aceptarle.

Kevin la penetró lentamente, besándola, calmándola. Molly le amó por lo cuidadoso que estaba siendo y, lentamente, le aceptó dentro de su cuerpo.

Pero, incluso cuando ya estaba dentro de ella, Kevin se contuvo, e inició un balanceo lento y dulce.

Era delicioso, pero no era suficiente, y Molly se dio cuenta de que ya no quería su contención. Le quería libre y salvaje. Quería que disfrutara de su cuerpo, que lo utilizara como le placiera. Rodeándole con las piernas, le presionó las caderas conminándole a liberarse.

La correa con la que Kevin había estado sujetando su autocontrol se rompió. Kevin acometió. Molly gimió al recibir la acometida. Era como arder en una hoguera de sensaciones.

Kevin era demasiado grande para ella, demasiado fuerte, demasiado feroz… Absolutamente perfecto.

El sol fue ardiendo con más intensidad hasta que explotó. Kevin y Molly volaron juntos hacia un vacío cristalino y brillante.


Kevin no había hecho nunca el amor con una mujer que llevase una conejita en las bragas. Pero había muchos aspectos de hacer el amor con Molly que eran diferentes de todas demás cosas que había experimentado. Su entusiasmo, su generosidad… ¿Por qué debería sorprenderse? Kevin deslizó su mano sobre la cadera de Molly y pensó en lo agradable que había sido, aunque al principio ella había comportado de un modo extraño, casi como si hubiera estado intentando convencerse a sí misma de que le tenía miedo. Recordó que se había quedado en pie delante de él con el sujetador y las bragas de la conejita, con la cabeza alta y los hombros hacia atrás. Si hubiera tenido una bandera de los Estados Unidos ondeando a su espalda, habría parecido un atrevido cartel de reclutamiento para la infantería de marina. Pocos, orgullosos y con colita de algodón.

Molly se agitó en los brazos de Kevin y resopló ruidosamente por la nariz, amadrigándose como uno de sus amigos de ficción. Aunque, a pesar de los resoplidos, las madrigueras y las bragas de conejita, Molly había sido una mujer de los pies a la cabeza.

Y Kevin estaba en un buen lío. En una tarde, había tirado por la borda todo lo que había intentado lograr al ignorarla.

Molly deslizó la mano por su pecho hasta alcanzar su barriga. Aquí y allá, los últimos rayos de luz del sol lustraban sus cabellos con salpicaduras como las que había utilizado el la el día antes para las galletas de azúcar. Kevin se obligó a recordar los motivos por los que había intentado con tanto empeño mantenerla alejada, empezando por el hecho de que no iba a formar parte de su vida durante mucho tiempo, cosa que muy probablemente iba a enfurecer a su hermana, que resultaba ser la propietaria del equipo al que Kevin pretendía llevar, aquel año sí, a la Super Bowl.

Kevin no podía pensar en todos los medios a los que pueden recorrer los propietarios de equipos para hacérselas pasa canutas incluso a sus estrellas, no de momento. Sí que pensó, en cambio, en toda la pasión que había encerrada dentro del cuerpecito caprichoso de aquella mujer que era su esposa y no era su esposa.

Molly volvió a resoplar.

– No eres un paquete. Como amante, me refiero.

Kevin se alegró de que ella no pudiera ver su sonrisa, porque darle la más mínima ventaja significaba generalmente acabar bañándose en el lago con la ropa puesta. Así que se decantó por el sarcasmo.

– Me parece que nos estamos poniendo tiernos. ¿Debo sacar un pañuelo?

– Sólo quería decir que… Bueno, la última vez…

– No me digas.

– Era lo único que tenía para comparar.

– Por el amor de…

– Sí, ya sé que no es justo. Tú estabas dormido. Y no diste tu consentimiento. Eso no lo he olvidado.

– Pues tal vez ya va siendo hora -dijo arrimándose a ella.

Molly sintió una explosión en su cabeza, y le miró con un millón de emociones en el rostro, la principal de ellas la esperanza.

– ¿Qué quieres decir?

Kevin le acarició el cogote.

– Quiero decir que se acabó. Que está olvidado. Y tú estás perdonada.

– Lo dices en serio, ¿verdad? -preguntó con los ojos inundados de lágrimas.

– En serio.

– Oh, Kevin… Yo…

Kevin presintió que lo siguiente iba a ser un discurso, y no estaba de humor para más charlas, así que empezó de nuevo a hacerle el amor.