– Eso no explica lo que hice en el instituto -le dijo ella-. Entonces, Bert ya estaba muerto y yo vivía con Phoebe y Dan. Ambos me amaban. ¿Y qué me dice del incidente del hurto en la tienda?

– Tal vez necesitabas poner a prueba el amor de Phoebe y Dan.

Algo raro se agitó en el interior de Molly.

– ¿A qué se refiere?

– La única manera de asegurarte de que su amor era incondicional era hacer algo terrible para ver si luego seguían a tu lado.

Y allí habían seguido.

Entonces, ¿por qué volvía a atormentarla su viejo problema? Ya no quería más alborotos en su vida. Quería escribir sus libros, disfrutar de sus amistades, pasear a su perro y jugar con sus sobrinos. Pero llevaba ya varias semanas sintiendo ese desasosiego, y una mirada a su horrible pelo rojo le dijo que tal vez estaba a punto de volver a subirse por las paredes.

Hasta que se le pasara ese impulso, haría algo inteligente y se escondería en Door County durante una o dos semanas. A fin de cuentas, ¿qué posibles problemas podía encontrarse allí?


Kevin Tucker estaba soñando con la Red Jack Express, una jugada especial de los quarterbacks, cuando algo lo despertó. Se incorporó, gruñó e intentó adivinar dónde estaba, pero la botella de whisky escocés con la que había hecho amistad antes de dormirse se lo estaba poniendo difícil. Normalmente su droga preferida era la adrenalina, pero esa noche el alcohol le había parecido una buena alternativa.

Volvió a oír el ruido, unos rasguños en la puerta, y entonces lo recordó todo. Estaba en Door County, Wisconsin, los Stars no jugaban esa semana, y Dan le había abofeteado con una multa de diez mil dólares. Después de eso, el muy desgraciado le había ordenado que se refugiara en su casa de vacaciones y se quedara allí hasta que volviera a tener la cabeza en su sitio.

Él no tenía ningún problema con su cabeza, aunque sin duda sí había un problema con el sistema de seguridad de alta tecnología de los Calebow, porque alguien estaba intentando forzar la cerradura.

Capítulo dos

¿Y qué si es el chico más caliente de la escuela? Lo que cuenta es cómo te trata.

«‹Demasiado caliente para manejarlo?»

MOLLY SOMERVILLE para Chik


Kevin recordó de pronto que había estado demasiado ocupado con su whisky escocés como para activar el sistema de seguridad de la casa. Un despiste afortunado. Así iba a tener algo de distracción.

La casa estaba fría y oscura. Kevin sacó los pies descalzos del sofá con la intención de levantarse y tropezó con la mesilla del café. Soltó una retahíla de tacos mientras se frotaba la barbilla y saltó hacia la puerta. ¿Quién iba a pensar que pelearse con un ladrón acabaría siendo para él ser el mejor momento de la semana? Kevin deseó que aquel mal nacido estuviera armado.

Esquivó un bulto macizo que supuso que debía ser una butaca y pisó algo pequeño y puntiagudo, probablemente una de las piezas de Lego que había visto esparcidas por el suelo. Era una casa grande y lujosa que, construida en lo más profundo de los bosques de Wisconsin, estaba prácticamente rodeada de árboles salvo por su parte posterior, que daba a las aguas gélidas del lago Michigan.

– Maldita oscuridad -refunfuñó mientras avanzaba guiándose por el sonido de los rasguños, y justo cuando alcanzó la puerta, oyó el chasquido le la cerradura y la puerta empezó a abrirse.

Kevin sintió aquella subida de adrenalina que tanto le encantaba, y, con un ágil movimiento, empujó la puerta contra la pared y asió a la persona que había al otro lado.

El tipo tenía que ser un peso mosca, porque salió volando.

Y también un afeminado, a juzgar por el tono del grito que soltó cuando cayó en el suelo.

Por desgracia, llevaba un perro. Un perro grande.

A Kevin se le había erizado el pelo del cogote cuando oyó el espeluznante rugido de un perro de defensa. Antes de que le diera tiempo a protegerse, el animal ya le había mordido el tobillo.

Kevin desplegó los reflejos que le estaban convirtiendo en una leyenda, y, mientras intentaba liberarse del mordisco que le atenazaba los huesos del tobillo, se lanzó hacia el interruptor. La luz inundó el recibidor y Kevin se dio cuenta de dos cosas.

No le estaba atacando ningún rottweiler. Y no era un hombre el que soltaba esos chillidos de pánico.

– Oh, mierda…

En el suelo de pizarra, a sus pies, yacía una mujer pequeña y chillona con el pelo del color de la camiseta de los San Francisco 49ers. Y, aferrado a su tobillo, agujereando sus vaqueros preferidos, había un pequeño y gris…

La palabra se le fue de la cabeza.

Las cosas que llevaba la mujer cuando la había empujado estaban esparcidas por doquier. Mientras intentaba deshacerse del perro, vio montones de libros, material de dibujo, dos cajas de galletas de mantequilla y un par de zapatillas con una cabeza de conejo grande y rosa en la punta.

Finalmente logró liberarse del perro gruñón. La mujer se incorporó dificultosamente y adoptó lo que parecía ser una pose de artes marciales. Kevin abrió la boca para explicarse, pero antes de poder pronunciar palabra ella le había dado una patada en la parte posterior de la rodilla. Lo siguiente que pensó Kevin es que estaba despedido.

– Vaya… A los Giants les costó tres cuartos de hora para hacer eso.

Cuando había caído al suelo, ella llevaba puesto un abrigo, pero a él lo único que lo protegía, de ese suelo de pizarra era una fina tela vaquera. Kevin retrocedió y rodó de espaldas. De un salto, el perro se le plantó encima del pecho y empezó a ladrarle echándole su aliento perruno en la cara mientras las puntas del pañuelito que llevaba atado al cuello no dejaban de darle en la nariz.

– ¡Has intentado matarme! -chilló la mujer con la expresión de ferocidad que le conferían los reflejos rojos de su pelo.

– No ha sido adrede.

Kevin sabía que la había visto antes, por no lograba recordar por nada del mundo quién era.

– ¿Puedes llamar a tu «pit-bull»?

La cara de pánico de ella había dejado paso a la furia, y apretó los dientes como el perro.

– Ven aquí, Roo.

El bicho gruñó y se desenganchó del pecho de Kevin. Finalmente cayó en la cuenta.

«Oh, mierda…», pensó.

– Eres… la hermana de Phoebe. ¿Te has hecho daño…? -dijo buscando un nombre-. ¿Señorita Somerville?

Como era él el que yacía en el suelo con un golpe en la cadera y heridas de mordiscos en el tobillo, consideró que se trataba más bien de una pregunta de cortesía.

– ¡Es la segunda vez en dos días! -exclamó ella.

– No sé de qué me…

– ¡La segunda vez! ¿Estás pirado, estúpido tejón? ¿Es ése tu problema? ¿O es que eres idiota?

– Pues eso, yo… ¿Me has llamado «tejón»?

Molly pestañeó.

– Cojón. Te he llamado cojón.

– Ah, eso está mejor.

Por desgracia, su poco convincente intento de bromear no la hizo sonreír.

El «pit-bull» se retiró junto a su dueña. Kevin se incorporó en el suelo de pizarra y se frotó el tobillo, mientras intentaba recordar todo lo que podía acerca de la hermana de su jefa, pero sólo logró recordar que era una intelectualoide. La había visto unas cuantas veces en las oficinas de los Stars con la cabeza metida en algún libro, aunque sin duda no llevaba el pelo de ese color. Se hacía difícil de creer que Phoebe y ella fueran parientes, porque ésta estaba lejos de ser un bombón. Aunque tampoco estaba mal. Era bastante del montón: era plana allí donde Phoebe tenía unas buenas curvas, y bajita mientras que Phoebe era alta. Al contrario que la de su hermana, la boca de ésta no parecía diseñada para susurrar obscenidades bajo las sábanas. Al contrario: la boca de la hermana pequeña de Phoebe sugería que se pasaba todo el día exigiendo silencio en alguna biblioteca.

No necesitaba el testimonio de todos aquellos libros esparcidos para saber que era el tipo de mujer que menos le gustaba: inteligente y demasiado seria. Y probablemente sería además de las que hablan: un tanto más en su contra. En pro de la justicia, sin embargo, tenía que darle una nota muy alta al poderío de sus ojos. Eran de un color poco común, un tono entre el azul y el gris, con un atractivo sesgo, igual que sus cejas, que casi se tocaban mientras le echaba la bronca. Maldita sea. ¡La hermana de Phoebe! Y él que creía que esa semana ya no podía ir peor.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó.

El azul-gris de su iris adquirió el color exacto de una tarde de verano en Illinois antes de activarse la sirena de tornados. Ya había logrado enojar a todos los miembros de la familia propietaria de los Stars, excepto tal vez a, los niños. Debía de tener un don.

Más le valía intentar arreglar la situación, y como el encanto era su traje de gala, le lanzó una sonrisa y dijo:

– No quería asustarte. Pensaba que eras un ladrón.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Incluso antes de oír sus gritos, Kevin se dio cuenta de que lo del encanto no funcionaba. Y no perdía de vista la postura de kung fu de la mujer.

– Dan me sugirió que subiera aquí unos días, para aclararme las ideas… -Kevin hizo una pausa-. Cosa que a mí no me hace ninguna falta.

Molly pulsó un interruptor y dos rústicos candelabros de hierro de pared se encendieron e iluminaron los rincones oscuros.

La casa estaba hecha de troncos, pero tenía seis dormitorios y un techo de vigas de madera que daba cabida a dos plantas, de modo que no se parecía en nada a una cabaña de la frontera. Las ventanas eran tan grandes que daba la sensación de que el bosque formaba parte del interior, y en la enorme chimenea de piedra que dominaba un extremo de la sala se podría haber asado un bisonte. Todos los muebles eran grandes, sobrecargados y cómodos, diseñados para soportar los abusos de una gran familia. A un lado, una ancha escalera conducía a la segunda planta, que disponía de un pequeño desván en un extremo.

Kevin se inclinó para recoger las cosas que habían quedado desperdigadas por el suelo. Examinó las zapatillas.

– ¿No te pones nerviosa cuando las llevas durante la temporada de caza?

Ella intentó arrebatárselas.

– Dámelas.

– Tampoco pensaba ponérmelas. Sería difícil que los chicos siguieran respetándome después de eso.

Ella no sonrió en absoluto cuando él le devolvió las zapatillas.

– Hay una casa de huéspedes no muy lejos de aquí -dijo Molly-. Seguro que podrán darte habitación para esta noche.

– Es demasiado tarde para que me eches. Además, a mí me han invitado.

– Es mi casa. Quedas desinvitado.

Molly colocó su abrigo en uno de los sofás y se dirigió a la cocina. El «pit-bull» dobló el labio y mantuvo la cola bien levantada, como quien hace esto obsceno con el dedo. Cuando al perro le quedó claro que Kevin había captado el mensaje, salió trotando tras su dueña.

Kevin les siguió. La cocina era espaciosa y cómoda; los armarios eran Craftsman y se disfrutaba de una visión panorámica del lago Michigan desde todas las ventanas. Molly dejó sus paquetes en una mesa de centro pentagonal rodeada de seis taburetes.

Esa mujer tenía ojo para la moda, eso había que admitirlo. Llevaba unos pantalones ajustados de color gris marengo y un jersey ancho de un tono gris metálico que a Kevin le hizo pensar en una armadura. Con esos cabellos cortos llameantes, podría ser Juana de Arco justo después de prender la cerilla. La ropa parecía de marca, aunque no nueva, lo que era raro, porque recordaba haber oído que había heredado la fortuna de Bert Somerville. Aunque Kevin era rico, se había ganado el dinero una vez formada ya su personalidad. Según su experiencia, la gente que ha crecido entre riquezas no comprende lo que es el esfuerzo, y no había conocido a muchos que le cayesen bien. Esa niña rica y esnob no sería una excepción.

– Esto… ¿señorita Somerville? Antes de que me eches… Sin duda no has avisado a los Calebow de que subías aquí; de lo contrario, te habrían comentado que el lugar ya estaba ocupado.

– Tengo derechos. Se entiende -dijo Molly arrojando las galletas a un cajón y cerrándolo de golpe. Luego estudió a Kevin: estaba tenso, nerviosísimo-. No te acuerdas de mi nombre, ¿verdad?

– Claro que me acuerdo -replicó mientras buscaba en su memoria sin obtener ningún resultado.

– Nos han presentado al menos tres veces.

– Algo totalmente innecesario, porque tengo muy buena memoria para los nombres.

– No para el mío. Lo has olvidado.

– Por supuesto que no.

Ella le miró fijamente durante un largo rato; él, sin embargo, estaba acostumbrado a actuar bajo presión, y no tuvo ningún problema en esperar a que fuera ella quien lo dijera.

– Es Daphne -le dijo.

– ¿Y por qué me dices algo que ya sé? ¿Eres así de paranoica con todo el mundo, Daphne?