Kevin no entendía que no eran ellos los que la estaban hundiendo.


Lilly no quiso mirar el reloj mientras se dirigía hacia la ventana. Los Calebow habían logrado por fin acorralar a Kevin y Molly, pero no consideraba que la confrontación pudiera haber sido productiva. Su hijo y su mujer no parecían saber qué querían de su relación, por lo que Lilly dudó de que se lo pudieran explicar a su familia.

A Lilly enseguida le habían caído bien los Calebow, y su presencia allí durante aquellos últimos cinco días le había ayudado a soportar el peso que sentía en su corazón. Era evidente que amaban a Molly, e igual de evidente que veían a Kevin como una amenaza, aunque Lilly empezaba a sospechar que Kevin era un peligro tan grande para sí mismo como lo era para Molly.

Las nueve treinta… Lilly se acercó al armario rinconero donde había dejado la colcha, pero cogió una revista. No había podido trabajar en su colcha desde el domingo, cuando Liam le había dado su ultimátum. Y ya era jueves.

«Ven a mi casa el jueves por la noche… Si no te presentas, no vendré a buscarte.»

Lilly intentó inventarse algún resentimiento contra él, pero no lo consiguió. Comprendía perfectamente por qué lo había hecho, y no podía culparle. Ambos eran demasiado mayores para andarse con juegos.

9.34… Pensó en Kevin durmiendo en el dormitorio del piso de abajo. Le gustaba dormirse sabiendo que compartían el mismo techo. Cuando se cruzaban por los pasillos, se sonreían y charlaban un poco. En un tiempo, eso habría sido más de lo que podía esperar. En aquel momento, ya no era suficiente.

9.35… Se concentró en pasar las páginas de la revista, luego abandonó y estuvo deambulando por la habitación. ¿Para qué sirven las lecciones de la vida si no les prestas atención?

A las diez y media, se obligó a desvestirse y se puso el camisón. Se acostó en la cama y se quedó mirando las páginas de un libro que hacía menos de una semana la había hecho disfrutar. Pero ya no se acordaba de nada. «Liam, te echo tanto de menos…» Era el hombre más extraordinario que jamás había conocido, aunque Craig también había sido extraordinario y la había hecho infeliz.

Cuando alargó la mano para apagar la luz, su mundo le pareció más pequeño que nunca y su cama, terriblemente solitaria.

Eddie Dillar era grandullón, afable y ordinario, el tipo de hombre que llevaba una cadena de oro, eructaba, se rascaba la entrepierna, llevaba un fajo en un sujetabilletes y decía…

– Kev, machote. ¿A que sí, Larry? ¿A que Kev es un machote?

– Claro que sí -asintió Larry. Kev era definitivamente un machote.

Dillard y su hermano habían aparecido a última hora de la mañana en un todoterreno negro. Ahora estaban sentados en la mesa de la cocina, comiendo bocadillos de salami y engullendo cerveza mientras Eddie se relamía ante la perspectiva de ser el propietario de un campamento de pesca y Larry se relamía ante la perspectiva de administrarlo para él. Para consternación de Molly, todos parecían darlo por hecho.

Aquél sería un lugar, dijo Eddie, donde los hombres podrían poner los pies sobre la mesa, relajarse y librarse del «coñazo de la parienta». Esto último lo dijo con un guiño, indicando claramente (de hombre a hombre) que ninguna mujer le daba el coñazo a Eddie Dillard.

A Molly le entraron ganas de vomitar. Pero no lo hizo: se concentró en colocar un jaboncito en uno de esos cestitos para artículos de tocador que dejaba en cada uno de los baños. Molly no sabía cuál de los dos le desagradaba más: Eddie o su repugnante hermano Larry, que tenía pensado quedarse a vivir en la planta superior de la casa mientras dirigía el campamento de pesca.

Molly miró a Kevin, que estaba apoyado en la pared bebiendo cerveza de un botellín. No eructó. Cuando Eddie había llegado, Kevin intentó librarse de ella, pero no pensaba ir a ninguna parte.

– ¿Qué Larry? -le dijo Eddie a su hermano-. ¿Cuánto crees que puede costar pintar esas casitas tan cursis?

Molly dejó caer con fuerza una de las botellitas de champú de cristal.

– Las casitas están recién pintadas. Y son muy bonitas.

Eddie pareció haber olvidado que ella estaba allí. Larry se rió y sacudió la cabeza.

– Sin ánimo de ofender, Maggie, pero esto será un campamento de pesca y a los tíos no nos gustan los colores pastel. Lo pintaremos todo de marrón.

Eddie señaló a Larry con su botellín.

– Sólo pintaremos las casitas del medio, las que están junto al cómo-se-llame comunitario ese. El resto las demoleremos. Demasiados costes de mantenimiento.

A Molly se le paró el corazón. Lirios del campo no estaba junto al espacio comunitario. Su casa parvulario de colores rosa, azul y amarillo iba a ser demolida. Se olvidó de los cestos de tocador y exclamó:

– ¡No puedes demoler esas casitas! ¡Tienen historia! Tienen…

– La pesca es muy buena por aquí -la interrumpió Kevin, con el ceño fruncido-. Róbalo de boca grande y pequeña, perca, pez sol. La semana pasada oí a un tipo del pueblo hablando del lucio de tres kilos que había sacado del lago.

Eddie se dio una palmadita en la barriga y se relamió.

– Me muero de ganas de subirme a esa barca.

– Este lago es demasiado pequeño para lo que queréis-dijo Molly desesperadamente-. Hay una limitación estricta para el tamaño de los motores fuera borda. Ni siquiera se puede hacer esquí acuático.

Kevin le lanzó una mirada inequívoca.

– No creo que Eddie tenga pensado dar de comer a una multitud de esquiadores acuáticos.

– No. Sólo pescadores. Levantarme por la mañana, darle a todo el mundo un termo de café, una bolsa de rosquillas y algunas cervezas, y que salgan al lago mientras la niebla todavía cubre las aguas. Que vuelvan tras un par de horas a por bocatas y cerveza, se echen la siesta, jueguen al billar…

– Creo que deberíamos poner la mesa de billar allí -dijo Larry señalando hacia la puerta principal de la casa-. Junto a una pantalla gigante de televisión. Cuando hayamos tirado todos los tabiques entre las habitaciones, quedará todo junto: la mesa de billar, la tele, el bar y la tienda de cebos.

– ¡Una tienda de cebos! ¡Vais a poner una tienda de cebos en esta casa!

– Molly -dijo Kevin con tono admonitorio. Al oírlo, Eddie le miró con compasión. Kevin entornó los ojos y le sugirió a Molly-: Tal vez será mejor que vayas a ver qué hace Amy.

Haciendo oídos sordos, Molly cargó con toda la artillería contra Eddie.

– Hace años que viene gente a este lugar. El campamento tiene que seguir tal como está, y la casa de huéspedes, también. La casa está llena de antigüedades y se conserva de maravilla. E incluso da beneficios. No demasiados, pero lo bastante para cubrir gastos.

Eddie soltó una carcajada y exhibió gran parte de su bocadillo de salami. Todavía con la boca abierta, le dio un codazo a su hermano y le gritó:

– ¿Qué, Larry? ¿Te apetece dirigir una casa de huéspedes?

– Sí, claro -dijo Larry alcanzando su cerveza-. Mientras haya una mesa de billar, televisión por satélite y no haya mujeres.

– Molly… Fuera. -Kevin señaló la puerta con la cabeza. Eddie rió al ver cómo ponían en su sitio a aquella mujer. Molly apretó los dientes y dibujó una sonrisa rígida en sus labios.

– Ya me voy, cariño. Y sobre todo, límpialo todo bien cuando termines con tus amigos. Y no te olvides de ponerte el delantal, recuerda que la última vez que lavaste los platos te salpicaste.

¡Eso sí que era dar el coñazo!


Después de cenar, Molly alegó dolor de barriga ante sus sobrinos y les dijo que tendrían que dormir en su casita. Se sintió culpable porque era su última noche en el campamento, pero no tenía otra opción. Se puso unos vaqueros, apagó la luz y se acurrucó en la silla junto a la ventana abierta. Y esperó.

No había que temer que pudiera aparecer Kevin. Se había ido al pueblo con los hermanos Dillard, donde, si existía la justicia, se emborracharía y terminaría con una resaca de campeonato mundial. Tampoco habían hablado en toda la tarde.

Durante el té había notado claramente que Kevin estaba enfadado con ella, pero no le importó, porque el enfado era mutuo. «Estás hecho un machote…» Estaba hecho un tonto de capirote. Vender el campamento ya era malo de por sí, pero vendérselo a alguien que tenía la intención de destruirlo era demasiado, y Molly nunca se lo habría perdonado si no hubiera intentado al menos evitarlo.

Lirios del campo estaba demasiado aislada como para poder verles llegar cuando regresaran del pueblo, pero el campamento era lo bastante silencioso como para oírles. Como era de esperar, poco después de la una de la madrugada llegó hasta su ventana el sonido de un motor. Se irguió en la silla, y deseó que no hubiera demasiadas lagunas en su plan, porque era el único que tenía.

Se puso las zapatillas deportivas, cogió la linterna que había cogido de la casa de huéspedes y, después de dejar a Roo en la casita, se puso manos a la obra. Cuarenta y cinco minutos más tarde ya se había colado en el interior de Cordero de Dios, donde Eddie y Larry pasaban la noche. Justo después de que se hubieran ido al pueblo, había comprobado cuál era el dormitorio de Eddie. Cuando entró, la habitación olía a licor rancio.

Mientras se iba acercando, Molly contempló al zoquete grandullón y borracho que dormía bajo las sábanas.

– ¿Eddie?

El zoquete no se movió.

– Eddie -volvió a susurrar Molly con la esperanza de no despertar también a Larry y poder tratar así con sólo uno de ellos-. Eddie, despierta.

Eddie se agitó y se le escapó una ventosidad. A alguien tan asqueroso no se le debería permitir la entrada en el Bosque del Ruiseñor.

– Sí… ¿sí? -dijo abriendo lentamente los ojos-. ¿Qué pasa…?

– Soy Molly -susurró-. La esposa separada de Kevin. Tengo que hablar contigo.

– ¿Qué…? ¿De qué se trata?

– Se trata del campamento de pesca. Es muy importante.

Eddie intentó incorporarse, pero cayó de nuevo sobre la almohada.

– No te molestaría si no fuera importante. Te esperaré fuera mientras te vistes. Ah, y no hace falta que despiertes a Larry.

– ¿Tiene que ser ahora?

– Me temo que sí. A menos que quieras cometer una terrible equivocación. -Molly salió corriendo de la habitación, con la esperanza de que él se levantaría.

Pocos minutos después, Eddie apareció por la puerta Principal arrastrando los pies. Molly se llevó un dedo a los labios y le hizo un gesto para que la siguiera. Iluminando el terreno con la linterna, Molly cruzó el espacio comunitario por un extremo y emprendió el camino de vuelta hacia Lirios del campo. Sin embargo, antes de llegar allí torció hacia el bosque y se dirigió al lago.

El viento había cobrado fuerza. Molly notó que se preparaba una tormenta y rezó para que no cayera antes de finalizar el plan. Eddie apareció junto a ella, como la sombra de una mole.

– ¿Qué pasa?

– Hay algo que tienes que ver.

– ¿Y no podría ser mañana por la mañana?

– Ya será demasiado tarde.

Eddie se enredó con una rama.

– ¡Mierda! ¿Kev está enterado de esto?

– Kevin no quiere enterarse.

Eddie se paró.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Molly mantuvo la linterna apuntando hacia el suelo.

– Quiero decir que no te está engañando deliberadamente. Sólo ha pasado por alto algunos detalles.

– ¿Engañarme? ¿De qué coño estás hablando?

– Ya sé que me tomabas por tonta a la hora de comer, pero tenía la esperanza de que me escucharas. Si lo hubieras hecho podríamos habernos evitado todo esto -dijo reemprendiendo la marcha.

– ¿Evitarnos el qué? Será mejor que me digas de qué va todo esto.

– Enseguida lo verás.

Eddie tropezó unas cuantas veces más antes de llegar finalmente junto al lago. Los árboles se agitaban con el viento, y Molly reunió tanto valor como pudo.

– No me gusta tener que ser yo quien te enseñe esto, pero hay un… problema con el lago.

– ¿Qué clase de problema?

Molly barrió lentamente con la luz de la linterna la zona donde las olas del lago lamían la orilla, hasta que encontró lo que andaba buscando.

Peces muertos flotando en el agua.

– ¿Qué rayos…?

Molly iluminó los vientres plateados de los peces y devolvió el rayo de luz hacia la orilla.

– Eddie, lo siento mucho. Ya sé que tienes puesto el corazón en un campamento de pesca, pero los peces de este lago se están muriendo.

– ¿Muriendo?

– Estamos ante una catástrofe ecológica. Se están filtrando toxinas en las aguas desde un vertedero subterráneo secreto de residuos químicos. Costaría millones solucionar el problema, y el ayuntamiento no dispone del dinero. Como la economía local depende de los turistas, lo están encubriendo y nadie admitirá públicamente que hay un problema.