– ¿Relación duradera? ¡Para el carro! ¿De qué estamos hablando realmente?
– Hablamos de que ya va siendo hora de que madures y tomes algún riesgo de verdad.
– No lo creo. Creo que hay alguna agenda oculta detrás toda esta farsa.
Hasta ese momento, Molly no había intentado que así fyera, pero a veces Kevin veía las cosas antes que ella. Se dio ruta de que él tenía razón, pero ya era demasiado tarde Molly se enfureció consigo misma.
– Creo que de lo que estamos hablando es de una relación duradera entre nosotros -dijo él.
– ¡Ja!
– ¿Es eso lo que quieres, Molly? ¿Pretendes convertir nuestro matrimonio en un auténtico matrimonio?
– ¿Con alguien que emocionalmente tiene doce años? Un hombre que apenas puede ser educado con su única parienta consanguínea? No soy tan autodestructiva.
– ¿No?
– ¿Qué quieres que te diga? ¿Que me he enamorado de ti?
Molly había intentado ser mordaz, pero vio por su expresión de asombro que Kevin había reconocido la verdad. Sintió que se le aflojaban las piernas, se sentó al borde del columpio e intentó encontrarle una salida a aquel atolladero, pero se sentía emocionalmente demasiado apaleada. Y además, ¿qué sentido tendría si Kevin podía ver más allá de sus palabras? Molly levantó la cabeza y admitió:
– ¿Y qué? Reconozco un callejón sin salida en cuanto entro en él, y no soy tan estúpida como para seguir en la dirección equivocada.
A Molly no le gustó la perplejidad que expresaba el rostro de Kevin.
– Estás enamorada de mí.
Molly sintió la boca seca. Roo se frotó contra sus tobillos y gimió. Quiso decir que no era más que una derivación del encaprichamiento, pero no pudo.
– Qué gran cosa -logró decir-. Si crees que me voy a poner a llorar en tu pecho porque tú no sientes lo mismo, te equivocas. Yo no suplico por el amor de nadie.
– Molly…
A Molly no le gustó en absoluto la compasión de su voz. Otra vez más, Molly no había estado a la altura. No había sido lo bastante inteligente ni lo bastante guapa ni lo bastante especial para que un hombre la amara.
¡Basta!
Molly se sintió poseída por una ira terrible, y esta vez no iba dirigida hacia él. Estaba harta de sus propias inseguridades. Le había acusado de tener que crecer, pero Kevin no era el único. A ella no le pasaba nada malo, y no podía seguir viviendo su vida como si así fuera. Si su amor no era correspondido, eso se perdía Kevin.
– Me marcharé hoy con Phoebe y Dan -dijo levantándose del columpio de un salto -. Mi corazón roto y yo procuraremos volver a Chicago sin ser vistos, y ¿sabes qué? Ambos sobreviviremos sin problemas.
– Molly, no puedes…
– Para, antes de que le dé un calambre a tu conciencia. Tú no eres responsable de mis sentimientos, ¿de acuerdo? Esto no es culpa tuya, y no tienes que arreglarlo. Es simplemente una de esas cosas que pasan.
– Pero… Lo siento, yo…
– Cállate.
Lo dijo suavemente, porque no quería marcharse con rencor. Molly avanzó hacia él y, sin proponérselo, levantó la mano y le acarició la mejilla. Le encantaba el tacto de su piel, y lo amaba a pesar de sus flaquezas demasiado humanas.
– Eres un buen hombre, Charlie Brown, y te deseo lo mejor.
– Molly, yo no…
– Eh, no me supliques que me quede, ¿vale? -Molly logró esbozar una sonrisa y comenzó a alejarse-. Todo lo bueno se acaba, y aquí es donde estamos -dijo al llegar a la puerta-. Vamos, Roo. Iremos a buscar a Phoebe.
Capítulo veinticuatro
En este mundo, los conejitos se comen unos a otros.
Editora anónima de libros infantiles
Únicamente la presencia de los niños hizo soportable el viaje de regreso a Chicago. A Molly siempre le había resultado difícil ocultarle sus sentimientos a su hermana, pero esta vez, tuvo que hacerlo. No podía seguir deteriorando la relación de Phoebe y Dan con Kevin.
Su apartamento, después de haber permanecido cerrado durante casi tres semanas, olía a humedad y estaba más sucio de lo que lo había dejado. Sintió un hormigueo en las manos que la empujaba a limpiar y sacar brillo, pero las tareas de limpieza tendrían que esperar hasta el día siguiente. Subió las maletas al dormitorio mientras Roo correteaba a sus pies, y se obligó a bajar las escaleras para acercar sus pasos al escritorio y su archivador de plástico negro.
Sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo, sacó su último contrato con Birdcage y hojeó las páginas.
Exactamente lo que pensaba.
Levantó la mirada hacia las ventanas que llegaban al techo, estudió las paredes antiguas de ladrillo y la acogedora cocina, observó el juego de luces sobre el suelo de madera. Su casa.
Dos miserables semanas más tarde, Molly bajó del ascensor en la novena planta del edificio de oficinas en la avenida Michigan donde se encontraban las oficinas de Birdcage Press. Volvió a atarse la rebeca alrededor de la cintura y, con su vestido de guinga a cuadros rojos y blancos, empezó a avanzar por el pasillo que conducía a la oficina de Helen Kennedy Schott. Molly había rebasado sobradamente el punto de no retorno, y sólo confiaba en que el maquillaje ocultase las sombras de sus ojeras.
Helen se levantó para saludarla desde detrás de un escritorio abarrotado de manuscritos, galeradas y cubiertas de libros. Aunque hacía un día bochornoso, Helen iba vestida en su habitual negro editorial. Tenía el pelo gris y lo llevaba corto, con un flequillo que le cubría la frente. No iba maquillada, pero sus uñas brillaban cubiertas de una capa de esmalte carmesí.
– Molly, qué contenta estoy de volver a verte. Me alegro de que por fin llamaras. Casi había abandonado las esperanzas de localizarte.
– Me alegro de verte -replicó Molly educadamente, ya que, por mucho que dijera Kevin, ella era, por naturaleza, una persona educada.
Desde la ventana del despacho se podía ver una franja del río Chicago, aunque lo que realmente atrajo la atención de Molly fue la colorida muestra de libros infantiles que llenaban los estantes. Mientras Helen hablaba sobre el nuevo director de ventas, Molly localizó los delgados y brillantes lomos de los cinco primeros libros de Daphne. Saber que Daphne se cae de bruces jamás iba a unirse a ellos debería haberle sentado como una puñalada en el corazón, pero esa parte de su cuerpo estaba ya demasiado entumecida como para sentir nada.
– Me alegro mucho de poder tener por fin esta reunión contigo-dijo Helen-tenemos muchas cosas de que hablar.
– No tantas. -Molly no quería prolongar la situación. Abrió su bolso, extrajo un sobre comercial blanco y lo depositó sobre el escritorio-. Esto es un cheque para reembolsarle a Birdcage la primera mitad del anticipo que me pagasteis por Daphne se cae de bruces.
Helen puso cara de asombro.
– No queremos que nos devuelvas el anticipo. Querernos publicar el libro.
– Me temo que no podréis hacerlo. No pienso hacer las revisiones.
– Molly, ya sé que no estás contenta con nosotros, y ha llegado el momento de solucionarlo. Desde el principio sólo hemos querido lo mejor para tu carrera.
– Yo sólo quiero lo mejor para mis lectores.
– Y nosotros también. Intenta comprenderlo, por favor. Los autores tendéis a ver los proyectos sólo desde vuestra perspectiva, pero un editor debe tener una visión más amplia, que incluya también nuestra relación con la prensa y con la comunidad. Nos pareció que no teníamos otra opción.
– Siempre hay otra opción, y hace una hora he ejercido la mía.
– ¿Qué quieres decir?
– He publicado Daphne se cae de bruces por mi cuenta. La versión original.
– ¿Que la has publicado? -preguntó Helen levantan do las cejas-. ¿De qué estás hablando?
– La he publicado en Internet.
Helen prácticamente salió disparada de la silla.
– ¡No puedes hacer eso! ¡Tenemos un contrato!
– Si te fijas en la letra pequeña, verás que yo conservo los derechos electrónicos de todos mis libros.
Helen no pudo disimular su asombro. Las editoriales mayores habían cubierto esa laguna en sus contratos, pero algunas de las editoriales más pequeñas como Birdcage no habían tenido tiempo para eso.
– No me puedo creer que nos hayas hecho esto.
– Ahora, cualquier niño que quiera leer Daphne se cae de bruces y ver las ilustraciones originales podrá hacerlo.
Molly había pensado un gran discurso, repleto de referencias a las quemas de libros y a la Primera Enmienda, pero ya no tenía energías. Le acercó el cheque a Helen, se levantó de la silla y se marchó.
– ¡Molly, espera!
Había hecho lo que tenía que hacer, y no se paró. Mientras se dirigía hacia su coche, intentó sentirse triunfadora, pero básicamente se sintió consumida. Una amiga de la facultad la había ayudado a preparar la página Web. Además del texto y los dibujos para Daphne se cae de bruces, Molly había incluido un enlace a una lista de libros que diversas organizaciones habían intentado mantener fuera del alcance de los niños, a lo largo de los años, por su contenido o ilustraciones. La lista incluía La caperucita roja, todos los libros de Harry Potter, Una arruga en el tiempo, de Madeleine L'Engle, Harriet la espía, Tom Sawyer, Huckleberry Finn, así como los libros de Judy Blume, Maurice Sendak, los hermanos Grimm, y El diario de Ana Frank. Al final de la lista, Molly había añadido Daphne se cae de bruces. Ella no era Ana Frank, pero se sentía mucho mejor estando en tan buena compañía. Sólo deseaba poder llamar a Kevin para decirle que había presentado batalla por su conejita.
Hizo unas cuantas paradas para aprovisionarse, luego torció hacia Lake Shore Drive y se dirigió al norte, hacia Evanston. Había poco tráfico, y no tardó demasiado en llegar al miserable edificio de piedra caliza de color rojizo donde vivía. No soportaba su apartamento: estaba situado en la segunda planta y las únicas vistas que tenía eran del vertedero de la parte trasera de un restaurante tailandés, pero era el único lugar que podía permitirse en el que admitieran a un perro.
Intentó no pensar en su pequeño loft, en el que ya se habían instalado unos desconocidos. No había en Evanston muchos lofts reconvertidos en venta, y el edificio tenía una lista de espera de gente ansiosa por comprar, así que Molly ya sabía que no iba a tardar en venderse. Aun así, no estaba preparada para que sucediera en menos de veinticuatro horas. Los nuevos propietarios le habían pagado una prima para que les subarrendara el apartamento mientras duraba todo el papeleo final, así que había tenido que salir pitando a buscarse un piso de alquiler, y había acabado alojándose en aquel tétrico edificio. Pero tenía dinero para devolver el anticipo y poner al día las facturas.
Aparcó en la calle a dos manzanas de distancia, porque el slytherin de su casero cobraba setenta dólares al mes por una plaza de aparcamiento en el solar adyacente al edificio. Mientras subía por las deterioradas escaleras que conducían a su apartamento, las vías del tren chirriaron justo detrás de las ventanas. Roo salió a recibirla a la puerta, luego cruzó a la carrera el linóleo gastado y empezó a ladrar ante el fregadero.
– Otra vez no.
El apartamento era tan pequeño que Molly no tenía sitio para los libros, y tuvo que arrastrarse por encima de todas esas cajas abarrotadas para llegar hasta el fregadero de la cocina. Abrió la puerta del armario con cautela, echó un vistazo adentro y sintió un escalofrío. Otro ratón temblaba dentro de su trampa incruenta. Era ya el tercero que atrapaba, y apenas llevaba unos días viviendo allí.
Tal vez podría sacar otro artículo para Chik acerca de la experiencia: «Por qué los chicos que odian a los animales pequeños no son siempre una mala noticia.» Acababa de echar en el buzón un artículo culinario. De entrada, lo había titulado «Desayunos que no le hagan vomitar: bate su cerebro ron los huevos». Justo antes de meterlo en el sobre, había entrado en razón y lo había subtitulado «Estímulos matinales».
Escribía todos los días. Por muy apaleada que se sintiera por todo, no se había abandonado ni se había postrado en la rama como había hecho tras el aborto. Esta vez le estaba plantando cara al dolor y hacía todo lo posible por convivir con él. Aunque nunca había sentido el corazón tan vacío.
Echaba tantísimo de menos a Kevin. Cada noche se tumbaba en la cama mirando al techo y recordando la sensación de estar entre sus brazos. Pero había sido mucho más que sexo. Kevin la había comprendido mejor de lo que se comprendía el la misma, y había sido su compañero del alma en todos los sentidos excepto en el que contaba. Kevin no la amaba.
Con un suspiro que salió de lo más profundo de su ser, dejó a un lado el bolso, se puso los guantes de jardinería que había comprado junto a la trampa, y buscó con cautela bajo el fregadero el mango de la pequeña jaula. Como mínimo, su conejita saltaba libre y feliz por el ciberespacio. Ya era más de lo que podía decir de aquel otro roedor.
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