– No podías haberlo hecho más mal.

– Haberlo hecho peor. -Lilly no pudo evitar corregirla. Se trataba de uno de esos actos reflejos que había heredado de su vida con Craig.

– Dudo que yo hubiera podido sobrevivir sin ti, pero ahora que Kevin se ha marchado, ¿por qué sigues aquí?

Lilly tenía planeado reunirse pronto con Kevin en Chicago. Ninguno de los dos quería seguir manteniendo en secreto su relación, y Kevin ya había volado hasta Carolina del Norte para compartir la noticia con sus amigos, los Bonner. También se lo contó a los hermanos de Cal, a sus esposas, y al tipo que se había sentado a su lado en el avión, según le había dicho él mismo la última vez que la había llamado.

Lilly anhelaba volver a verle, pero aún no podía abandonar el campamento. Se decía a sí misma que se quedaba por Molly.

– Me he quedado por aquí para ayudarte, tonta desagradecida.

Molly llevó su vaso de agua hasta el fregadero. -Y por algo más.

– Porque esto es muy tranquilo, y detesto Los Ángeles.

– O tal vez porque no puedes alejarte de Liam, aunque le trataste fatal y no te lo mereces.

– Si crees que es tan maravilloso, quédatelo para ti. No tienes ni idea de lo que es estar casada con un hombre controlador.

– Como si no pudieras tenerle comiendo de tu mano si quisieras.

– No utilices ese tono de voz conmigo, jovencita.

– Eres tan petulante -sonrió Molly-. Anda y sube a ver qué te ha dejado.

Lilly intentó salir lentamente de la cocina como una diva enojada, pero sabía que con Molly esas actuaciones no colaban. La esposa de su hijo tenía el mismo encanto abierto y sincero que Mallory. ¿Cómo era posible que Kevin no se diera cuenta de a quién le estaba dando la espalda?

¿Y qué pasaba con el hombre al que le estaba dando ella la espalda? Todavía no podía trabajar en su colcha. Lo único que veía cuando la miraba eran retales de tela. Ya no había oleadas de energía creativa, ni vislumbraba respuesta alguna a los misterios de la vida.

Atravesó el rellano de la segunda planta en dirección a las estrechas escaleras que subían al desván. Kevin había intentado que se mudara a una de las habitaciones más grandes, pero a Lilly le gustaba alojarse ahí arriba.

Al abrir la puerta, vio un enorme lienzo, más alto que ancho, apoyado en el borde de la cama. Aunque estaba envuelto en papel de embalar, supo exactamente qué era. La Virgen que tanto había admirado aquella tarde en su estudio. Cayó de rodillas sobre la alfombra y, conteniendo la respiración, arrancó el papel.

Pero no era la Virgen. Era el retrato que Liam le había hecho.

Un sollozo subió por su pecho. Se echó los dedos a la boca y dio unos pasos atrás. La representación que había hecho de su cuerpo era brutal. Había mostrado todos los michelines, todas las arrugas, todos los bultos que deberían haber sido llanos. La carne de un muslo sobresalía del borde de la silla en la que estaba sentada; sus pechos colgaban con pesadez.

Y aun así, estaba gloriosa. Su piel era luminosa, con un brillo que parecía brotar de lo más profundo de su interior, sus curvas fuertes y fluidas, su rostro majestuosamente hermoso. Era tanto ella como todas las mujeres, sabia en su edad.

Aquélla era la última carta de amor de Liam Jenner para ella. Una declaración intransigente de sentimientos que eran clarividentes y audaces. Era el alma de Lilly puesta al descubierto por aquel hombre brillante al que no había tenido el valor de reclamar como suyo. Y tal vez ya era demasiado tarde.

Lilly cogió las llaves, bajó volando las escaleras y salió corriendo a por su coche. Alguno de los niños había dibujado un elaborado conejo en la capa de polvo que se había acumulado sobre su maletero. Al acercarse observó que el dibujo era sospechosamente sofisticado: otra de las travesuras de Molly.

Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde… Los neumáticos chirriaron cuando arrancó a toda prisa hacia la casa de cristal. Mientras ella había estado levantando barreras contra un marido muerto al que había dejado de amar hacía ya años, Liam había ido a por lo que quería.

Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde… El coche dio algunos brincos al pasar por los baches que dominaban el primer tramo del camino, pero se estabilizó cuando la casa apareció. Parecía vacía y deshabitada.

Lilly bajó del coche de un salto, corrió hacia la puerta y llamó al timbre. No hubo respuesta. Llamó a la puerta con los puños y luego corrió hacia la parte posterior. «Se ha ido a México…»

El estudio envuelto en cristal se erguía ante ella, la casa del árbol de un genio. Dentro no parecía haber ninguna señal de vida, ni tampoco en el resto de la casa.

El lago centelleaba bajo la luz del sol detrás de la casa, y el cielo flotaba azul y limpio de nubes encima: un día perfecto que se burlaba de ella. Lilly vio una puerta a un lado y corrió hacia ella; no esperaba que estuviera abierta, pero el pesado pomo giró.

Dentro todo estaba silencioso. Lilly fue de la parte posterior de la casa a la cocina, y de allí, a la sala de estar, desde donde subió a la pasarela.

La arcada del final la atraía hacia su espacio sagrado. Lilly no tenía ningún derecho a entrar, pero lo hizo.

Liam estaba en pie de espaldas a la puerta, empaquetando los tubos de acrílicos en un estuche de viaje. Como aquella tarde en la que Lilly había estado allí, Liam iba vestido de negro, con unos pantalones anchos cortados a medida y una camisa de manga larga. Vestido para viajar.

– ¿Quieres algo? -gruñó sin levantar la mirada.

– Pues sí -dijo ella sin aliento.

Finalmente, Liam se volvió y Lilly vio por la expresión tozuda de su mandíbula que no se lo iba a poner fácil.

– Te quiero a ti -dijo.

La expresión de Liam se tornó más arrogante. Su orgullo estaba muy herido, y necesitaba mucho más.

Lilly se cogió el vestido por el dobladillo, se lo sacó por la cabeza y lo arrojó a un lado. Se desabrochó el sujetador y lo lanzó lejos. Puso los pulgares bajo la goma elástica de sus bragas, se las bajó, y salió de dentro de ellas.

Liam la observó en silencio, sin expresión alguna en su rostro.

Lilly levantó los brazos y se llevó las manos al pelo, separándolo de su nuca. Dobló ligeramente una rodilla y se ladeó en la pose que había vendido un millón de carteles.

Con su edad y su peso, plantarse de aquella manera delante de él podría haber parecido una parodia. Sin embargo, Lilly se sentía poderosa y ferozmente sexual, tal como él la había pintado.

– ¿Crees que con esto te bastará para recuperarme? -refunfuñó Liam.

– Sí, bastará.

Liam señaló con la cabeza un viejo sofá de terciopelo que no estaba allí la última vez.

– Túmbate.

Lilly se preguntó si alguna otra modelo habría posado para él en aquel sofá, pero en vez de sentirse celosa, sintió compasión. Fuera quien fuera, la mujer no habría poseído sus poderes.

Con una sonrisa lenta y confiada, Lilly se dirigió al sofá. Estaba debajo de una de las claraboyas del estudio, y sintió caer una ducha de luz sobre su piel cuando se tumbó en el sofá.

No se sorprendió al verle tomar una paleta y algunos de los tubos del estuche. ¿Cómo podía resistirse a pintarla? Apoyó la cabeza en uno de los brazos del sofá y, mientras Liam extraía la pintura de los tubos se acomodó con una alegría perfecta en el suave terciopelo. Al cabo de un rato, Liam cogió los pinceles y se acercó a ella.

Lilly ya había observado su respiración acelerada. Cuando le tuvo cerca, vio el fuego del deseo que ardía bajo la genialidad de sus ojos. Liam se arrodilló delante de ella. Lilly esperó. Complacida.

Liam empezó a pintarla. No su imagen en un lienzo. Pintaba su piel.

Recorrió sus costillas con un pincel fino cargado de rojo de cadmio, luego añadió violeta Marte y azul prusiano en su cadera. Moteó sus hombros y su barriga con naranja, cobalto y esmeralda, se colocó un pincel descartado entre los dientes como si fuera el puñal de un pirata y punteó uno de sus pechos de ultramarino y lima. El pezón se endureció cuando lo rodeó con turquesa y magenta. Liam le abrió los muslos y los adornó con formas agresivas de azul y violeta.

Lilly percibió en sus gestos su frustración así como su creciente deseo, y no se sorprendió cuando Liam dejó a un lado los pinceles y empezó a deslizar las manos sobre su cuerpo, formando espirales con los colores, reclamando su carne hasta que ella ya no pudo soportarlo más.

Lilly se incorporó de pronto y empezó a desabrocharle los botones de la camisa, manchándola con el estigma de oro renacimiento con que Liam le había embadurnado las palmas de las manos. Ya no se contentaba con ser su creación: necesitaba recrearlo a él de acuerdo con su imagen, y cuando él estuvo desnudo, se apretó contra su carne.

Los cálidos pigmentos se mezclaron y fundieron mientras ella se estampaba sobre él. Nuevamente, no había cama, así que Lilly arrojó al suelo los cojines del sofá, y le besó hasta que ambos se quedaron sin aliento. Finalmente, Liam se echó atrás lo suficiente para que Lilly pudiera abrirse a él.

– Lilly, amor mío…

La penetró con la misma ferocidad con la que creaba.

La pintura hacía que la parte interior de los muslos de Lilly resbalara en la cadera de Liam, por lo que se agarró con más fuerza. Liam la embistió con mayor fuerza y rapidez. Sus bocas se derritieron con sus cuerpos hasta que dejaron de ser dos personas. Juntos cayeron de los límites del mundo.

Después estuvieron jugando con la pintura e intercambiaron besos profundos junto a las palabras de amor que ambos necesitaban decir. Y cuando estuvieron en la ducha, Lilly le dijo que no se casaría con él.

– ¿Y quién te lo ha pedido?

– Al menos no enseguida -añadió, sin hacer caso de su jactancia-. Quiero que antes vivamos juntos una temporada. En perfecto pecado bohemio.

– Sólo si me prometes que no tendré que alquilar un apartamento sin agua caliente en el bajo Manhattan.

– No. Y tampoco en México. En París. ¿No sería encantador? Yo podría ser tu musa.

– Mi querida Lilly, ¿acaso no sabes que ya lo eres?

– Oh, Liam, te quiero tanto. Nosotros dos… Un taller en el sexto arrondissement, propiedad de una anciana ataviada con viejos vestidos de Chanel. Tú, y tu genio y tu maravilloso, maravilloso cuerpo. Y yo y mis colchas. Y vino y pintura y París.

– Todo tuyo -dijo con una gran risotada mientras le enjabonaba los pechos-. ¿Me he acordado de decirte que te quiero?

– Sí. -Lilly sonrió y toda la profundidad de sus sentimientos se reflejaron en aquellos ojos oscuros e intensos-. Colgaré campanillas bajo los aleros.

– Con lo que yo no podré dormir y tendré que hacerte el amor durante toda la noche.

– Las campanillas son mi debilidad.

– Pues mi debilidad eres tú.


Con un sentimiento de desapego, Kevin observó cómo subía el indicador de velocidad de su Ferrari. Ciento treinta y nueve… ciento cuarenta. Aceleró hacia el oeste por la autopista de peaje dejando atrás el último de los suburbios de Chicago. Conduciría todo el camino hasta Iowa si era necesario; lo que hiciera falta para calmar su desasosiego y poder concentrarse en lo que realmente importaba.

El stage de pretemporada empezaba a la mañana siguiente. Conduciría hasta entonces.

Necesitaba sentir la velocidad. El chisporroteo del peligro. Ciento cuarenta y cuatro… ciento cuarenta y seis.

A su lado, los papeles del divorcio que le había enviado el abogado de Molly cayeron del asiento. ¿Por qué no había hablado con él antes de hacerlo? Intentó serenarse pensando en lo que era importante.

Sólo le quedaban cinco o seis años buenos…

Lo que contaba era jugar con los Stars…

No podía permitirse la distracción de una mujer exigente…

Y así siguió hasta que se cansó tanto de escucharse a sí mismo que pisó más a fondo el acelerador.

Hacía un mes y cuatro días que había visto a Molly por última vez, así que no podía culparla de no haber acelerado sus entrenamientos como había planeado, ni de no haber visto ni una sola grabación de un partido de fútbol como era su intención. En vez de eso, se había dedicado a escalar rocas, descender por aguas bravas y hacer un poco de parapente. Pero ninguna de estas actividades le había satisfecho.

Lo único que le había alegrado un poco había sido hablar con Lilly y Liam pocos días antes. Ambos parecían muy felices.

El volante vibraba bajo sus manos, aunque había tenido sensaciones más intensas al saltar de ese acantilado con Molly.

Ciento cincuenta y dos. O el día en que ella había volcado la canoa. Ciento cincuenta y tres. O de cuando él había trepado al árbol en busca de Mermy. Ciento cincuenta y cinco. O simplemente al ver aquel resplandor travieso en sus ojos.