– ¡Molly, tenía en sus manos un ejemplar de Te echo mucho de menos y decía que era un ejemplo del tipo de basura que atrae a los niños hacia la perversión!
– Oh, Janine… ¡eso es horrible!
Te echo mucho de menos era la historia de una niña de trece años que intentaba comprender por qué razón los demás acosaban a su hermano mayor, un chico con tendencias artísticas al que sus compañeros calificaban de gay. Era un libro muy bien escrito, sensible y sincero.
Janine se sonó la nariz.
– Mi editora ha llamado esta mañana. ¡Me ha dicho que han decidido esperar a que se calmen las aguas y que van a posponer un año la publicación de mi próximo libro!
– ¡Si ya hace casi un año que lo acabaste! -exclamó Molly.
– No les importa. No me lo puedo creer. Ahora que finalmente despegaban mis ventas, voy a perder mi gran oportunidad de hacerme un nombre.
Molly consoló a su amiga lo mejor que pudo. Después de colgar el teléfono, pensó que NHAH era para la sociedad una amenaza mucho mayor de lo que pudiera serlo jamás ningún libro.
Oyó pasos en la planta baja y se dio cuenta de que ya no se oía el fútbol. Lo único bueno de su conversación con Janine era que la había distraído de pensar en Kevin.
Una voz masculina profunda la llamó.
– ¡Oye, Daphne! ¿Sabes si hay algún aeródromo cerca de aquí?
– ¿Un aeródromo? Sí, hay uno en Sturgeon Bay. Está hacia… -De repente se le encendió la bombilla-. ¡Un aeródromo!
Molly saltó de la silla y corrió hacia la baranda.
– ¡No pensarás saltar en caída libre otra vez! -exclamó. Kevin inclinó la cabeza hacia arriba para mirarla. Incluso con las manos en los bolsillos parecía tan alto y deslumbrante como un dios del Sol.
«¡Eructa, por favor!»
– ¿Por qué iba a saltar en caída libre? -dijo tímidamente-. Dan me pidió que no lo hiciera.
– Como si eso fuera a detenerte.
Benny hacía girar los pedales de su bicicleta de montaña cada vez más rápido. No le importaba la lluvia que caía sobre el camino que llevaba al Bosque del Ruiseñor y no vio el enorme charco que tenía delante.
Aunque sabía que le convenía mantenerse tan alejada de él como le fuera posible, Molly bajó corriendo las escaleras y le suplicó:
– No lo hagas. Ha habido ráfagas de nieve toda la noche. Y hace demasiado viento.
– Me estás tentando…
– ¡Intento explicarte que es peligroso!
– ¿Y no es eso lo que hace que merezca la pena?
– Ningún avión va a querer despegar en un día como éste -dijo Molly, aunque pensó que los famosos como Kevin pueden conseguir que la gente haga prácticamente cualquier cosa.
– No creo que tuviese demasiados problemas para encontrar un piloto. En caso de que pensara saltar en caída libre.
– Llamaré a Dan -amenazó ella-. Seguro que le interesará saber la poca seriedad con que te tomas su suspensión.
– Ahora me estás asustando. Seguro que eras una de esas mocosas que se chivaban al profesor cuando los niños se portaban mal.
– No fui al colegio con niños hasta los quince años, así que perdí esa oportunidad.
– Es verdad. Eres una niña rica, ¿no?
– Rica y consentida -mintió Molly-. ¿Y qué me dices de ti?
Tal vez si le distraía con un poco de conversación se olvidaría de saltar en caída libre.
– Clase media, y consentido seguro que no.
Kevin todavía parecía inquieto, así que Molly se esforzó en pensar en algo de que hablar; entonces advirtió sobre la mesilla del café dos libros que antes no estaban allí. Los miró con más detenimiento y vio que uno era el nuevo de Scott Turow, y el otro, un volumen bastante erudito sobre el Cosmos que ella había empezado a leer, pero que había acabado cambiando por algo más ligero.
– ¿Tú lees? -preguntó de pronto Molly.
Kevin hizo una mueca mientras se repanchigaba en el sofá desmontable.
– Sólo cuando no encuentro a nadie que lea para mí.
– Muy gracioso.
Molly se acomodó en el extremo opuesto del sofá, descontenta de haber descubierto que, en contra de lo que creía, le gustaban los libros. Roo se acercó a Molly, dispuesto a protegerla en caso de que a Kevin se le pasase por la cabeza volver a hacerle una llave.
«Ni se te ocurra.»
– Muy bien, confieso que no eres tan… intelectualmente incapacitado como aparentas.
– Deja que anote eso en mi diario -repuso él.
Molly había tendido su trampa con bastante eficacia.
– En ese caso, ¿por qué no dejas de hacer estupideces?
– ¿Como por ejemplo?
– Como saltar en caída libre. Esquiar desde un helicóptero. Y luego esa carrera de motocross que hiciste tras el stage de pretemporada.
– Pareces saber mucho acerca de mí.
– Sólo porque formas parte del negocio familiar, no te creas que es nada personal. Además, todo Chicago sabe lo que has estado haciendo.
– La prensa siempre hace una montaña de nada.
– No es exactamente nada -dijo Molly sacándose las zapatillas de cabeza de conejo, y se sentó encima de sus pies-. No lo entiendo. Siempre has sido el modelo a seguir para los deportistas profesionales. No conduces borracho ni pegas a las mujeres. Llegas puntual a los entrenamientos y te quedas lo que haga falta. Ni escándalos de juego, ni te gusta figurar, ni dices demasiadas tonterías. Y de repente te desmadras.
– Yo no me he desmadrado.
– ¿Y cómo le llamas a eso, si no?
Kevin ladeó la cabeza.
– Te han enviado aquí para espiarme, ¿verdad?
Molly se rió, aun a riesgo de que eso comprometiera su papel de arpía rica.
– Soy la última persona en la que confiarían para un trabajo de equipo. Soy un poco loca -confesó y, trazando una X sobre su corazón, añadió-: Vamos, Kevin, lo juro, no diré nada. Dime qué te pasa.
– Me gusta divertirme un poco, y no pienso pedir disculpas por eso.
Molly quería más, así que prosiguió con su misión de exploración.
– ¿Y tus amiguitas no se preocupan por ti?
– Si lo que te interesa es mi vida amorosa, sólo tienes que preguntar. Así podré experimentar el placer de decirte que te metas en tus asuntos.
– ¿Y por qué iba yo a estar interesada en tu vida amorosa?
– Eso dímelo tú.
Ella le miró recatadamente y precisó:
– Sólo me gustaría saber dónde encuentras a tus mujeres… ¿En catálogos internacionales? ¿O tal vez en la red? Sé que hay grupos especializados en ayudar a los hombres americanos solitarios a encontrar mujeres extranjeras, he visto las fotos. «Rusa preciosa de veintiún años. Toca el piano clásico desnuda, escribe novelas eróticas en su tiempo libre, quiere compartir su encanto con un tonto yanqui.»
Por desgracia, Kevin en lugar de ofenderse, se echó a reír.
– También salgo con mujeres americanas.
– Estoy convencida de que no son muchas.
– ¿No te han dicho nunca que eres demasiado cotilla?
– Soy escritora. Es lo que tiene la profesión.
Tal vez era su imaginación, pero él no parecía tan inquieto como cuando se había sentado, así que decidió seguir indagando.
– Háblame de tu familia.
– No hay mucho que decir. Soy un H.P.
«¿ Harto de premios?»
– ¿Hombre patético?
Kevin hizo una mueca y, tras apoyar las piernas en el borde de la mesilla del café, explicó:
– Hijo de un predicador. Cuarta generación, según como lo cuentes.
– Ah, sí, recuerdo haberlo leído. Cuarta generación, ¿eh?
– Mi padre era un ministro metodista, hijo de un ministro metodista, que era el nieto de uno de los antiguos jinetes metodistas que llevaron el Evangelio al salvaje Oeste.
– De ahí debe de venir tu sangre aventurera. Del bisabuelo jinete.
– Seguro que no viene de mi padre. Era una gran persona, pero no se puede decir que le gustase el riesgo. Era más bien un intelectualoide. Como tú -dijo sonriendo-. Sólo que más educado.
Ella hizo oídos sordos y preguntó:
– ¿Falleció?
– Sí, hace unos seis años. Tenía cincuenta y un años cuando nací yo.
– ¿Y tu madre?
– La perdí hace año y medio. También era mayor. Una gran lectora, directora de la sociedad de historia, especializada en genealogía. Los veranos eran el momento culminante de la vida de mis padres.
– ¿Hacían pesca submarina en las Bahamas?
– Más bien no -contestó Kevin riendo-. Íbamos todos a un campamento de la iglesia metodista en el norte de Michigan. Ha pertenecido a mi familia desde hace generaciones.
– ¿Tu familia era propietaria de un campamento?
– Enterito, con cabañas y un gran tabernáculo antiguo de madera para los servicios eclesiásticos. Tuve que acompañarles todos los veranos hasta que cumplí los quince; luego me rebelé.
– Seguro que debían de preguntarse cómo te habían criado.
Kevin cerró los ojos y admitió:
– Todos los días. ¿Y qué me dices de ti?
– Soy huérfana. -Molly pronunció la palabra sin mostrar tristeza, tal como siempre lo hacía cuando alguien le preguntaba, pero se sintió incómoda.
– Creía que Bert sólo se había casado con coristas de Las Vegas -dijo Kevin apartando la mirada de los cabellos carmesíes de Molly y centrándola en sus modestos pechos con una expresión tal en los ojos que a Molly le quedó claro que él no creía que pudiera haber lentejuelas en sus genes.
– Mi madre estaba en el coro de The Sands. Fue la tercera esposa de Bert, y murió cuando yo tenía dos años, mientras volaba hacia Aspen para celebrar el divorcio.
– ¿Phoebe y tú no tuvisteis la misma madre?
– No, la madre de Phoebe fue su primera esposa. Estaba en el coro de The Flamingo.
– No llegué a conocer a Bert Somerville, pero por lo que he oído no debía ser fácil convivir con él.
– Por suerte, me envió a un internado a los cinco años. Antes de eso, recuerdo a una retahíla de niñeras muy atractivas.
– Qué interesante.
Kevin bajó los pies de la mesilla del café y cogió las gafas de sol Revo con montura plateada que había dejado allí. Molly las miró con envidia. Doscientos setenta dólares en Marshall Field's.
Daphne se puso sobre la nariz las gafas de sol que le habían caído a Benny del bolsillo y se inclinó para contemplar su reflejo en el estanque. Parfait! (Daphne consideraba que el francés era el mejor idioma para admirar su aspecto físico.)
– ¡Eh! -gritó Benny a su espalda.
¡Plop! Las gafas de sol le resbalaron por la nariz y cayeron al estanque.
Kevin se levantó del sofá y Molly sintió que su energía llenaba toda la habitación.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– Saldré fuera un rato. Necesito un poco de aire fresco.
– ¿Fuera, adónde?
Kevin desplegó las varillas de sus gafas de sol con un movimiento deliberado.
– Ha sido agradable charlar contigo, pero creo que ya he tenido bastantes preguntas de la dirección por ahora.
– Ya te he dicho que no pertenezco a la dirección -insistió Molly.
– Tienes una participación financiera en los Stars. En mi diccionario eso significa dirección.
– De acuerdo. Pues la dirección quiere saber adónde vas.
– A esquiar. ¿Tienes algún problema con eso?
Ella no, pero estaba convencida de que Dan sí lo tendría.
– Sólo hay una pista de esquí alpino por aquí cerca, y el descenso es de sólo treinta y seis metros. Es un reto insuficiente para ti.
– Maldita sea -masculló Kevin.
Molly se esforzó por disimular que la situación la divertía.
– Entonces haré esquí de fondo-dijo Kevin-. Me han dicho que hay algunas pistas de primera categoría por aquí.
– No hay nieve suficiente -repuso Molly.
– ¡Pues iré a buscar ese aeródromo! -dijo dirigiéndose al armario de los abrigos.
– ¡No! Iremos… Iremos de excursión.
– ¿De excursión? -A juzgar por la cara que puso Kevin, se diría que le acababan de proponer ir a observar pájaros.
Molly pensó rápidamente.
– El camino que recorre los peñascos es muy traicionero. Es tan peligroso que lo cierran cuando hace viento o hay algún leve indicio de nieve, pero conozco una forma de acceder a él. Es estrecho y siempre está helado, y si das un solo paso en falso, te precipitarás a una muerte segura.
– Te lo estás inventando.
– No tengo tanta imaginación.
– Eres escritora.
– De libros infantiles. Totalmente no violentos. Ahora, si quieres quedarte aquí de pie charlando toda la mañana, es cosa tuya. Pero a mí me gustaría un poco de aventura. Finalmente había conseguido captar su interés.
– Entonces en marcha -añadió Molly.
Se lo pasaron bien en la excursión, aunque Molly no logró localizar el camino traicionero que le había prometido a Kevin. Tal vez porque se lo había inventado. Aun así, en los peñascos que cruzaron hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza, por lo que Kevin no se quejó demasiado. Incluso le tendió la mano a Molly en un tramo helado, pero ella no fue tan temeraria: se limitó a lanzarle una mirada fachendosa y le dijo que tendría que arreglárselas solo porque ella no estaba dispuesta a ayudarle a subir cada vez que viese un poco de hielo y se le metiera el miedo en el cuerpo.
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